“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
La ficción de la libertad
La libertad privada asocia la libertad de elección a que elijas contratar un servicio privado, costeado con tu propio dinero, en lugar de que ese servicio sea financiado con impuestos y ofertado por el Estado. Desde ahí se entiende que el Estado te impide ganar más dinero, porque no te permite ingresar todo el salario, o que lo público no es otra cosa más que un grupo de políticos decidiendo por ti qué hacer con tu dinero. La libertad, entonces, se define por la capacidad que tiene el individuo de liberarse de estas cadenas (fiscales, normativas y laborales) que dificultan a cada uno desarrollarse, relacionarse y elegir en qué gasta su dinero.
Esta noción de libertad solo puede entenderse si previamente se saca de la ecuación la dimensión del poder, es decir, si se desvincula de la relación desigual de poder entre unos y otros. Así, el trabajador elige libremente cobrar poco, y el inquilino elige pagar mucho. Al negar la dimensión del poder, se defiende una libertad que comienza donde termina la política: habrá tanta más libertad cuanto menos política haya. Esta concepción de la libertad, inversamente proporcional a la política, es una concepción que limita la pluralidad y la igualdad. La libertad privada es una libertad que privatiza y, por lo tanto, priva de libertad a una parte porque, de manera estructural, algunos siempre serán libres de utilizar a otros como un medio, mientras que los otros serán libres de permitir ser utilizados por los primeros.
Libres de ejercer más poder para poder dominar e imponer su deseo sobre quien carece de poder. La ficción en torno a la libertad de elección se edifica sobre la relación naturalizada que conecta al mercado con las opciones, las aspiraciones y la variedad. El mercado es un ente neutral que valora y jerarquiza a las personas por su capacidad, talento y valor añadido, donde la desigualdad vendría a ser el resultado justo porque se limita a reflejar lo que cada uno se merece. En el mercado, todos obtienen lo que se merecen.
La libertad pública, en cambio, está vinculada a la relación igualitaria entre personas que comparten un mismo espacio de participación, inclusión, pertenencia, normatividad y visibilidad. Según esta lectura, solo son libres quienes son iguales, y son iguales porque disponen del tiempo y las condiciones que les permiten participar en la cosa pública. Por lo tanto, la libertad y la política caminan de la mano. Hablar de libertad implica hablar de política, porque la liberación de la necesidad y la búsqueda de reconocimiento son prerrequisitos de la libertad pública. Para que la libertad pueda ejercerse, tiene que darse entre iguales.
La libertad de elección no define por sí sola a la libertad, pero nada impide que concibamos la libertad de elección dentro de una concepción de la libertad pública; al contrario, lo difícil sería entender la democracia sin pluralidad, variedad y diversidad. La ficción democrática de la libertad de elección tiene que ser diferente de la libertad de elección privada antes mencionada, pero en ningún caso desecharla. Esto implica el rol de un Estado que, lejos de buscar tutelar, moralizar, administrar, burocratizar y planificar al detalle la vida de los otros, tiene como función, a través de los servicios públicos y sus políticas públicas, proporcionar el contexto, las garantías y la seguridad para avanzar hacia el libre desarrollo de cada uno como condición para el libre desarrollo de todos. El Estado, que tampoco es un agente neutral, pero sí un espacio en disputa, puede servir de palanca para impulsar la autonomía y no una cadena que la constriñe.
Esa sería la operación democrática de la libertad: el traspaso efectivo del poder, para que todos los individuos puedan elegir. La libertad de elección hay que aplicarla a muchos ámbitos de la vida: la salud, la vivienda, la movilidad, la maternidad, el trabajo, etc. Desde poder elegir que te vea un médico en un plazo razonable hasta poder rechazar un trabajo precario, optar por una movilidad sostenible y alimentación saludable, elegir respirar aire limpio, elegir vivir en una vivienda asequible, elegir poder ser madre si así se desea, tener más tiempo libre, hasta elegir no ir al médico para una baja laboral, entre muchas otras cuestiones que permitan proporcionar “la fuerza efectiva para hacer valer nuestra individualidad” (Marx).
Sabemos que nadie puede sufragarse por sí mismo todo lo que se hace de manera mutualizada, y sabemos que, con ese modelo, se pierde más cuanto menos se tiene
Ni la libertad privada excluye la dimensión social, ni la libertad política excluye la dimensión individual. Tampoco es que una priorice lo social sobre lo individual y viceversa, no, se trata, más bien, de dos lógicas diferentes y opuestas para comprender lo mismo. Ni la libertad privada prioriza al individuo, ni la libertad pública prioriza lo social; son dos formas distintas de entender tanto lo social como lo individual. Sabemos que el esquema de la libertad privada precisa de una decidida intervención por parte del Estado y, también, que supone un mayor coste económico a la sociedad. Sabemos que nadie puede sufragarse por sí mismo todo lo que se hace de manera mutualizada, y sabemos que, con ese modelo, se pierde más cuanto menos se tiene.
Pero también sabemos que nada de esto se convierte directamente en una verdad política. Para empezar, porque las posiciones e identificaciones políticas, así como el modo en que proyectamos en otros nuestras propias aspiraciones, se fundamentan más en mayorías simbólicas que en mayorías reales. El proyecto político que busca concentrar el poder en menos cantidad de gente no solo seduce a los directamente beneficiados, sino que también puede hacerlo sobre amplias capas sociales: el proyecto aristocrático no se nutre únicamente, ni fundamentalmente, de aristócratas.
¿Cómo es posible que la libertad privada consiga ser la hegemónica y adopte una imagen liberadora en detrimento de la libertad política, que es presentada como limitadora? La libertad privada se ha apropiado en su beneficio del espíritu impugnatorio, que era patrimonio de la libertad pública, reorientando la idea de autonomía, de agencia y la crítica a lo que oprime. La libertad pública, en su derrota desde Thatcher, acabó replegándose y regalando a la libertad privada el sentido de las grandes palabras como libertad y autonomía.
Hay que aclarar que esto no se explica por la ignorancia o la falsa conciencia que consigue distorsionar la realidad e impide que la gente vea las cosas como realmente son. O, dicho de otra manera, el modo de enfrentar esta situación no pasa por ir profetizando la verdad que, por sí misma, se abre camino entre las tinieblas de la mentira.
En la política, como en la vida, al igual que ocurre en una película judicial, es más importante la demostración de una verdad consistente que el modo en que haya sucedido algo realmente: en la película Anatomía de una caída, el abogado le explica a la clienta que, de cara a demostrar su inocencia, no importa que su marido se haya caído por la ventana porque eso no era creíble y, por lo tanto, solo existen dos opciones: suicidio o asesinato. Así que si quiere tener opciones de salir absuelta tiene que centrarse en la opción del suicidio.
Para que algo sea considerado una verdad política, y para que pueda ser aceptada como tal, es necesario construir ficciones verosímiles que conecten y den sentido racional y relacional a los sucesos, ya que, como recuerda Aristóteles en su Poética, “el elemento más importante de todos es la trama de los hechos”. Esto se debe, entre otras razones, a que, como personas que somos (recordemos que 'persona' significa máscara), vivimos en una constante pugna de apariencias y ficciones que hacen posible acceder, comprender, interpretar y vivir la realidad y los hechos. Cuando Maquiavelo afirma que debemos atender a la verdad efectiva de las cosas y no a la imaginación de las mismas, nos está diciendo precisamente esto: centrarnos en conocer la naturaleza pasional del ser humano tal y como es, y no perder el tiempo en fantasear cómo debería ser. Enfrentarse al mundo tal y como es –y no tal y como querríamos que fuera–, es la única forma de tomarse en serio su transformación. La única verdad que hay en política es la inexistencia de una verdad objetiva.
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* Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y diputado de Más Madrid.
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