“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
Detestemos al hombre blandengue
El Fary acertaba al señalar la existencia del hombre blandengue, pero erraba en su definición. Para él, el hombre blandengue era aquel que iba con la bolsa de la compra y el carrito del niño, algo por lo que hoy incluso el reaccionario más recalcitrante sería un hombre blandengue a ojos de El Fary. Pero sigue existiendo un hombre blandengue al que detestar, a saber, aquel que confunde la autonomía y la autosuficiencia con desentenderse de sus hijos, de su pareja y se relaciona con los demás como si viviera en los Juegos del hambre. El hombre blandengue es el hombre atemorizado y el hombre atemorizado es el que se funda sobre la base del individualismo posesivo del mercado. El hombre débil es aquel que, por un lado, se prepara para el fin del mundo envasando comida al vacío en un almacén, pero luego es un incapaz que no sabe hacerse un huevo frito. Si no te haces la compra, la cama, limpias o cocinas, no eres más viril, eres disfuncional y la causa no es la igualdad que exigen las mujeres, al contrario, sus demandas solo lo ponen de relieve. Si lo que te gusta es reírte de los que cobran 1000 euros, pero luego tragas con todo en el trabajo, ensalzas a los defraudadores y vuelcas sobre las mujeres tu frustración, eres un pusilánime.
Sin embargo, no tengo claro que, frente a ese hombre atemorizado, exista algo así como una nueva masculinidad. No puedo evitar que esto me suene como a una especie de reeducación, al hombre nuevo bajo el socialismo o, al contrario, a la deconstrucción entendida como la versión progresista de la reinvención neoliberal. En el mundo no hay nada nuevo y creo, con Maquiavelo, que siempre hay la misma cantidad de bien y de mal y que siempre estamos movidos por los mismos deseos. Que en el mundo no haya nada nuevo no significa que la realidad sea estática y no se modifique. La cuestión, entonces, es cómo se articulan esos mismos ingredientes, esos mismos deseos y de qué manera se expresan en prácticas y mentalidades. Lo importante no es tanto buscar algo nuevo como disputar lo existente y la manera de institucionalizar el poder: qué formas culturales y qué vínculos con el mundo y los demás son normalizados y cuáles son percibidos socialmente como marcianadas. Dicho de otra forma: el modo de establecer unos patrones de comportamiento es, en definitiva, la disputa por la manera que somos en el tiempo.
Suele decirse, con razón, que el patriarcado obliga a los hombres a tener que ser fuertes y competitivos, aunque fuerza hay de muchos tipos, basta con imaginar cuánto tiempo tardaría Llados en quebrarse si le toca limpiar culos de ancianos o liderar la lucha contra los desahucios como hacen tantas mujeres y no van alardeando de ello. Pero, en cualquier caso, el problema no radica en la fuerza ni en ser competitivo, el problema aparece cuando eso se convierte en un mandato obligado, pero no en el hecho en sí; se puede estar en contra del patriarcado siendo fuerte y competitivo. Lo importante es hacia dónde se orienta ese impulso, ese ingrediente: los griegos sacaban de la economía la dimensión competitiva, pero la ensalzaban en el deporte. Esto es como la materia, que no se destruye, sino que se transforma: toca reorientar los mismos deseos hacia otros valores y darles valor a otras cosas.
Del mismo modo que la precariedad de los nietos no se explica por la pensión de los abuelos, el sufrimiento de los hombres no se explica por la igualdad de las mujeres
No hay que aceptar como propia la caricatura que hace la manosfera del hombre que está a favor de la igualdad de las mujeres, esto es, como un solo prototipo y estereotipo de hombre marcado y delimitado. Creo que es importante ser capaces de hablar, incluir e interpelar a toda una diversidad de formas de ser hombre, de gustos y estéticas para darle cobertura a una mayoría: puede gustarte el fútbol, el boxeo, jugar a la play, fliparte con el principio de Gladiator, escuchar trap, Non Servium o Eurovisión (o todo a la vez) y nada de eso es incompatible con apoyar la igualdad de las mujeres.
Tengo más dudas que certezas a la hora de declararme como hombre feminista por dos razones. Una, porque como bien muestra el corto La loca y el feminista, puede servir para disfrazar las mismas prácticas y actitudes machistas, y dos, porque puede percibirse como un signo de distinción con otros hombres. En este caso, es mejor intentar ejercerlo que presumir de ello. Hay que abandonar toda pretensión pastoral, de obispo y, por lo tanto, de poner el acento en la manida pedagogía. Hay que huir de la cultura de la culpa, el pecado y el castigo, porque de lo que se trata es de comprender mejor la complejidad y las motivaciones que subyacen antes de juzgar ante el primer indicio de herejía. Por supuesto que no vale todo y nada de esto es incompatible con delimitar cuáles son las fronteras y contornos de una necesaria exclusión y ostracismo cultural de ciertas posiciones y actitudes. No hay inclusión sin exclusión.
Pero se trata de hacerlo desde una posición que no presuponga una suerte de superioridad que enseña y muestra a los demás el camino a seguir. La respuesta ante esa actitud suele ser el rechazo, y no tanto por el contenido de lo que se pueda defender como por lo que se puede destilar al hacerlo. Hablamos de la relación de los hombres con la igualdad de las mujeres, pero también vale para cualquier posición transformadora: hay que invertir el proceso y, en lugar de exigir las 7 pruebas de Astérix para poder ser y formar parte de algo, que se pueda integrar sin poner más condiciones que las justas. Hay que huir de la distinción, abrazar las contradicciones, la complejidad y las dudas para generar afectos que atraigan, no que alejen. Se gana con esos afectos, no con mejores argumentos
Del mismo modo que la precariedad de los nietos no se explica por la pensión de los abuelos, el sufrimiento de los hombres no se explica por la igualdad de las mujeres. La derecha enfrenta a los hombres contra las mujeres porque no quiere ni que ellas sean iguales ni que ellos dejen de sufrir. Muchos hombres están enfadados y tienen muchas razones para estarlo: sufrimos más el suicidio, el fracaso escolar o los accidentes laborales. Sin embargo, la derecha no quiere acabar con las causas que produce ese malestar, y por eso señala a la igualdad de las mujeres, culpándolas de “ir demasiado lejos.” Una persona oprimida que se agita para conseguir los derechos que le corresponden, escribía Martin Luther King, no es el que crea las tensiones. Solamente está sacando a la luz la oculta tensión de que está vivo.
Del mismo modo que la fuerza de la postura reaccionaria no radica en los argumentos, su inconsistencia tampoco lo debilita. Su efectividad es anterior a la palabra: arraiga en un inconsciente colectivo que, a modo de espíritu, domina y guía las almas. Solo forjando otro imaginario más fuerte se puede eclipsar y sustituir el suyo. Toda esa rabia, toda esa pulsión y pasión, en lugar de producir hombres asustados de las mujeres, hay que reenfocarla para apuntar y disparar a la moral de siervo e impulsar una épica de la emancipación.
Los hombres no somos aliados, esto es, subalternos, y no lo somos porque tenemos mucho que ganar y poco que perder con la igualibertad de las mujeres: disfrutar de tus hijos, reducir la dependencia al trabajo, tener más tiempo libre y cultivar más la amistad. En definitiva, aunque de vértigo y no existan manuales de instrucciones, los hombres ganamos al recomponer nuestro vínculo con el mundo bajo nuevas tablas. Y para eso hace falta perderle el miedo a la libertad, apropiarse de la voluntad de poder, desarrollar la ambición y despreciar a la moral de esclavo de mercado. La igualdad de las mujeres es también la liberación de los hombres, en el sentido de que nos libera de tener que relacionarnos con los demás a través de la dominación, el temor y la explotación. A más igualdad, más hambre de igualdad y posibilidad de ejercer la libertad.
____________________
Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y diputado de Más Madrid.
Lo más...
Lo más...
Leído