Chica de barrio

Los tangos son la banda sonora de este relato. “Y esos tangos que ahora escucho obsesivamente para engolfarme en mi drama”, confiesa la protagonista.

Elvira Lindo

Voy camino del restaurante. Me gusta ir camino de un restaurante. Tengo una cita. Me gusta tener una cita. Porque esto es una cita. Yo no llamo citas a quedar con un tío en el bar de Huertas o en los billares de barrio. Llamo cita a esto: un hombre mayor que yo (unos quince años), un restaurante caro, una buena ubicación: cerca de la Castellana. Yo solo he estado en restaurantes caros con mi padre. Hasta que empecé a trabajar le acompañaba en viajes de empresa y me llevaba a comer con sus compañeros. Yo solo comía tortilla o arroz, cosas fáciles, sin espinas, sin huesos, porque aún tengo un gusto infantil y no sé cómo enfrentarme al marisco o a un filetón rebosante de sangre. Los veía beber a aquellos hombres, comer con baberos, fumar y masticar a un tiempo, hablar con la boca llena. A mí me ignoraban y era lo mejor. A veces mi padre me daba un suave pescozón en la nuca, para hacer como que no olvidaba mi presencia y me hacía una pregunta para que sus amigos vieran que tenía lengua, que no era tan tonta como podía parecerles, que quería ser periodista, aunque no leyera un periódico.  Pero ella sabe lo que quiere, decía, y les guiñaba un ojo. Eran restaurantes de reuniones de trabajo, de los que huelen a churrasco y a langostinos, en los que se respira un aire denso de humo y sudores masculinos, de esos en que cuando la sobremesa se alarga el aroma de los chupitos endulza la peste a carne a la parrilla. Un chupito de pacharán, un chupito de orujo, un chupito de licor de cerezas. Un whisky. Ése era papá.

Cuando volvíamos al hotel mi padre buscaba cualquier excusa para aclararle al recepcionista que yo era su hija, porque en alguna ocasión mi presencia había provocado equivocos. Como si eso de que tuviéramos dos habitaciones fuera solamente una tapadera. Ponía tanto empeño en dejar claro nuestro parentesco que lo único que provocaba en ellos eran sospechas. A mí, pensar que alguien pudiera tomarme por amante de mi padre me provocaba una vergüenza insuperable, grima, un asco de vómito, de tal forma que se me iba haciendo cuesta arriba acompañarle en los viajes. Me veía a su lado en el coche y me arrepentía de haber accedido a acompañarlo. Mi mente siempre ha ido dos pasos por delante de la realidad. Pero mi padre, aun consciente de los equívocos que provocábamos y de que aquello me pudiera martirizar, cumplía su deseo egoistón de no estar solo y me llevaba por España para contarme de vez en cuando sus asuntos de trabajo. Y yo, como debía de hacer mi madre en esas circunstancias, asentía y pensaba en otra cosa, en el futuro, en escaparme de aquella infancia a destiempo. Solo cuando el camino nos proporcionaba una inesperada epifanía, como aquel atardecer en que una pareja de jabalíes se detuvo en mitad de una carretera comarcal a mirarnos desafiante, yo pensaba que merecía la pena seguir a su lado, aferrarme a esa niñez detenida; admiraba de corazón su curiosidad por lo inquietante y si finalmente hubiera salido a mirar a aquellos ejemplares de cerca, como a punto estuvo de hacer, no me cabe duda de que lo hubiera seguido a pesar del miedo. También me gustaba observar la facilidad con que entablaba cualquier conversación trivial con los desconocidos en los bares de carretera. Era esa confianza en el mundo que yo no había visto en nadie más que en él y que por tanto pensaba que solo podía ser patrimonio de los hombres.

Eran restaurantes de reuniones de trabajo, de los que huelen a churrasco y a langostinos, en los que se respira un aire denso de humo y sudores masculinos

Pero, al poco tiempo, mi padre, también harto de viajar conmigo, se casó y me dejó plantada, en vez de dejarlo yo a él, como hubiera sido lo propio en el perfecto orden de las cosas. Mi independencia se precipitó y con ella llegó todo de golpe: las barras de los bares, el trabajo, el amor sin sexo, el sexo sin amor, los vermús a la salida de la radio, el desamor y esos tangos que ahora escucho obsesivamente para engolfarme en mi drama. Mi amor del barrio me dejó hace un año por una amiga. La gente me dice, no sería tan amiga. Esa idea de que las amigas no te traicionan es extraordinaria. Digo yo que la palabra traidora define con precisión a quien quebranta la lealtad. Las enemigas, pues, no te traicionan.

No me he recuperado. Cada vez que paso por el Puente de Vallecas fantaseo con arrojarme al vacío y así joderles un poquito la luna de miel, pero la sola idea de que una vez que caiga en la carretera de Valencia me arrollarán dos o tres coches me hace dudar del método. A veces sueño que lo acuchillo, a mi exnovio, pero el cuchillo tiene la punta roma y por más empeño que pongo no se le clava.

Mi novio se fue y yo me quedé en el pisito de alquiler. Me gustaría ser americana y poder llamarlo apartamento. Si se llamara apartamento creoque sería un poco más feliz. Hago todo lo posible por embellecer mi desgracia: me he comprado un kimono de seda y fumo paseando por la casa con una ligereza japonesa. He escrito dos cuentos guarros para el Interviú y con las ganancias me he comprado un tatami. Solo me alimento de sándwiches de jamón y queso. No he comprado pescado jamás. Ni tan siquiera carne picada, que es lo que compra la gente que vive sola. A veces me tengo por una mujer fascinante y otras por una tonta del culo, según haya ido el día. Soy locutora-presentadora según mi contrato. Hago entrevistas en la radio y a menudo mis entrevistados quieren ligar conmigo. Un periodista de relumbrón que había escrito una novela que no pude terminar me dijo fuera de antena, “¿y tú, chica, qué haces por las noches?”. Por una vez tuve algo de sensatez y le dije que dormir, porque qué asco, qué puto asco de tío. No sé por qué, pero parezco una tía fácil. Tal vez será porque me gusta cultivar esa imagen; me halaga que mis compañeros piensen que llevo una vida secreta propia de una mujer de mundo, aunque la realidad sea que ligar y todo lo que conlleva me da en general muchísima pereza.

A mí lo que me gustaría es que mi novio volviera a mis brazos muy arrepentido. Volvió una vez, le di esa oportunidad, pero me pasé el tiempo de la supuesta reconciliación preguntándole cada vez que se quedaba en silencio si pensaba en ella, y él, que no, que no, que para qué coño te crees entonces que he vuelto. Hasta que un día me dijo que sí, que bueno, que vale, que para ti la perra gorda. Y yo le pregunté, y entonces para qué coño has vuelto.

La vida es un sinsentido enorme y yo contribuyo bastante a socavar mi serenidad, pero no albergo grandes esperanzas en que esta cabecita mía cambie. Voy al psiquiatra del seguro, recojo la medicación y poco más. Hay veces que me impaciento tanto en la sala de espera que me tomo un lexatín sin agua, tragando como un pavo. El otro día una tía que tenía sentada enfrente me vio, abrió su bolso y se tomó otro. Madre mía, pensé, a ver si esto va a ser como bostezar. Dice el psiquiatra que mi ansiedad es reactiva, que se me pasará. Qué sabrá él. Es un buen hombre el psiquiatra pero lo veo muy superado por las circunstancias. Una noche en que la ansiedad no me dejaba dormir pensé en tomarme el bote de pastillas y adiós a todo esto. Estaba en la cama, fumándome un cigarro, dándole vueltas al contenido de las cartas de despedida que debería dejar a mi padre y a mi exnovio. De tanto redactar mentalmente, me quedé dormida y me desperté alertada por el olor a quemado. En apenas unos segundos, se abrió un cráter en el tatami de gran profundidad. Eché agua por el agujero y lo tapé con esparadrapo. Ya no me dormí pensando que podía haber muerto.

Tengo una cita. El restaurante se llama “Oscar”. Yo no me puedo permitir restaurantes con nombres así. En “Oscar” sirven ostras, me anunció Leonardo, el hombre que me espera, porque ya llego tarde. Suelo llegar tarde a todas partes porque aún no sé organizarme el tiempo. Me quedan como veinte años para llegar a mi hora a las citas. Eso sí, en el trabajo soy siempre puntual: tengo una alarmita aquí en el cerebro que me advierte de que no se puede concebir una locutora que llegue con el programa empezado. Soy locutora, aunque ya nadie usa ese sustantivo porque suena algo rancio. Soy una chica de la radio, una tía, porque a mujer aún no llego. Me suelo poner años para que me tomen en serio porque sigo siendo la más joven de la emisora. Aun así, siguen sin tomarme en serio y a mí a menudo se me olvida mi edad real de tanto falsearla. Veintitantos. Eso seguro.

Leonardo me dijo que en “Oscar” sirven unas ostras buenísimas, de las mejores de Madrid. Qué ascazo solo de pensarlo. Espero que no pida para mí sin preguntarme antes. Preferiría un sándwich con un huevo encima y la yema asomando sonriente por un agujerito del pan. Cuando me llamó para concretarme la cita todo me pareció fascinante. El nombre del establecimiento, la ubicación, incluso las ostras, de las “mejores de Madrid”, algo que, así, a un nivel puramente teórico, pone el listón muy alto. Lo que me irrita, aunque procuro no centrarme en ese pensamiento, es tener la sensación de que yo tengo que corresponder a la medida de su inversión.

De Leonardo en concreto no me acuerdo muy bien. Sólo que tenía los ojos huevones y un gran mostacho que le confería un aire melancólico. Eso siempre gusta. Y también que tiene un estudio de fotografía. Los fotógrafos me encantan, porque son rudos pero sensibles, tienen las manos enormes, aunque confieso que de verme en la tesitura de posar desnuda preferiría a un pintor. Prefiero que me idealicen. El tal Leonardo se manejó con astucia en la entrevista y mis compañeros dijeron que yo le había puesto ojitos. No saben que he quedado con él, aunque es innecesario porque ellos sospechan que yo quedo con todos los invitados. Y no es cierto. Con todos, no. En realidad, me gustaría que mi vida se pareciera un poco a lo que ellos imaginan que es.

Quiero tener un novio, pero no llego a saber cuál es mi tipo, así que voy probando-probando a ver si saco algo en claro. El que tenía y perdíno me gustaba al cien por cien, pero fue dejarme, para colmo por una amiga, y aumentó exponencialmente su atractivo. Me dijo el psiquiatra que solía ocurrir. Tampoco hace falta estudiar cinco años de carrera para semejante diagnóstico, basta con escuchar un tango. Yo quisiera ver a mi exnovio con los ojos de antes, cuando no me gustaba al cien por cien, pero estoy cegada por el abandono. Sueño, por ejemplo, con que ligo con un tipo de gran envergadura física y me encuentro a la parejita de mi exnovio y mi examiga un domingo por la tarde, en la barra de un bar, ya aburridos el uno del otro, desengañados, arrepentidos de haber cedido a un impulso que les ha arruinado la vida. En cambio, ahí estoy yo, indiferente a su desgracia y loca de ilusión por mi suerte. En esos pensamientos se me van los ratos sin sentir. También la vida.

Hago todo lo posible por embellecer mi desgracia: me he comprado un kimono de seda y fumo paseando por la casa con una ligereza japonesa

Si tuviera un novio no tendría que andar por ahí hasta las tantas, a la caza y captura. Viviendo una decepción tras otra. No grandes decepciones en sí, pero que por acumulativas consiguen socavar mi autoestima, ya que pruebo y pruebo con una constancia y un empeño notables, para sumirme después en un gran pesimismo, porque me da por pensar que de estas exploraciones sentimentales jamás sacaré nada en claro.

Pero ¡hoy tengo una cita! Una cita con el de las ostras. Así que debo controlar ese desánimo que es mi peor enemigo. No puedo dejarme llevar como tantas otras veces por una fatalidad que me resta atractivo según me acerco al encuentro. Llevo bragas y sujetador a juego, color morado capirote, y eso me da una gran seguridad, aunque me daría vergüenza confesar que me he comprado el conjunto para la ocasión. No puedo ir de ingenua. Un tío no te invita a “Oscar” si no espera que luego te entregues y encima con pasión. Leonardo está casado. Estos días está un poco menos casado porque estamos en julio y su mujer se ha ido a la playa. Cuando P me dejó por X (no quiero escribir ni la inicial) me hice el propósito de no representar de nuevo el papel de la abandonada: a partir de ese momento yo sería la amante. La amante, con su kimono, con su tatami. Con su tatami perforado por un cigarrillo. Un poco a lo Madama Butterfly al principio de la ópera. No he cumplido estrictamente mi promesa, pero tras este trabajo de campo que comencé hace un año he concluido que los hombres casados son un puto coñazo. Ser la amante está bien en teoría, tiene como cierta elegancia estética. Pero ¿de qué te sirve vestir bien un personaje si luego te quedas los domingos como Madama Buterfly al final de la ópera?

Llego a la puerta del “Oscar”. Me subo los tirantes del sujetador y me pinto los labios de memoria, como suelo hacer antes de enfrentarme a cualquier encuentro. Detrás de los cortinones de la entrada aparece un camarero a recibirme, pero allí veo al fondo, haciéndome señas, a Leonardo. Vaya, qué grandón. No sé si me gusta tan grandón. Los hombres grandes no saben abrazar. El Oscar es como fino, fino de finústico, todo lacado en gris plata y negro, menos las sillas que son tipo Luis XVI, pero de metacrilato. Un buen escenario para un vampiro y su presa. El camarero me retira la silla y como no estoy acostumbrada a esa ceremonia nos hacemos un lío entre los dos y a punto estoy de caerme al suelo.

Leonardo y yo, frente a frente y nada más, nos miramos. Lleva un polo rosa chicle y está moreno porque tiene piscina. Se ha bebido ya una copa de vino y ha pedido la segunda. Leonardo está nervioso y tremendamente expectante. Cuando un hombre de su edad está nervioso por las expectativas resulta patético. Es de esos que se corren en lo que tarda en hacerse un huevo pasado por agua. ¿Cuántos años tendrá? El otro día me pareció seductor, ahora lo encuentro torpón y ansioso. Yo soy mucho  más joven, aunque a menudo de tanto escuchar tangos me vea cuesta abajo en la rodada. Dejando a un lado esa ventaja discutible, la de ser joven, no tengo nada, no tengo dinero ni una posición sólida en el trabajo, no tengo novio, ni demasiados planes, así que por eso, básicamente, estoy aquí, una noche prometedora de verano, con Leonardo. Leonardo tiene dos hijos, que están también en la playa.

Él pensó que yo era fácil. Incluso le sorprendió que fuera tan fácil. Y es que hay algo en mí que provoca malentendidos. Interpreto personajes que luego no soy capaz de defender hasta el acto final

Esta iluminación es tan íntima que las caras se llenan de sombras y dramatismo. Quisiera levantarme para ver la mía reflejada en el espejo de la barra. A Leonardo se le acentúa la cara de besugo con esos párpados que le cubren casi por completo los ojos, y yo, siempre un poco aprensiva con las cosas de comer y los sonidos que provocan, veo cómo las ostras caen entre sus labios carnosos y son engullidas sin masticar, convirtiendo ese estómago de señor Rodríguez en un mar de criaturas marinas que le habrán de dar mala noche.

Me da algo de pena. A lo mejor soy en el fondo una soberbia, una engreída, una sobrada, porque siento que el hombre está poniendo toda la carne en el asador, que ha preparado este encuentro minuciosamente, que todo lo que posee en esta vida, que es mucho comparado con lo poco que yo tengo, se queda en nada comparado con su tremenda necesidad de follarme. Quiere follarme Leonardo y para arreglarlo me habla de su mujer. Y yo pregunto, pregunto por los detalles, los sinsabores, la desilusión, el inicio de un rencor que desapega tanto como ata, pregunto porque es mi oficio desde que aprendí a hablar, mucho antes de que me pagaran por ello. Indago y me encuentro con un Leonardo desconsolado, acosado por una mujer que es descrita como paranoica, celosa, histérica, que imagina que Leonardo le pone los cuernos en cuanto ella se da la vuelta. No anda descaminada, pienso yo. Ya me contarás, Leonardo, pienso, qué estamos haciendo tú y yo aquí.

Me propone ir a su chalé. Leonardo es de ese tipo de hombres que se ligan a una tía en verano y se la tiran en el lecho matrimonial. El chalé está en Majadahonda. Majadahonda es para mí como Canadá. Un lugar remoto del que no puedo volver en taxi y esa es mi línea roja. Sonrío, pero no le digo ni que sí ni que no, le dejo que saboree su ilusión un rato más, mientras yo hago lo propio con esta tarta helada que sabe casi tan buena como una Contessa. Leonardo está beodo y yo también un poco, lo suficiente como para darme cuenta de que todo esto que tanto prometía es muy cutre. Él pensó que yo era fácil. Incluso le sorprendió que fuera tan fácil. Y es que hay algo en mí que provoca malentendidos. Interpreto personajes que luego no soy capaz de defender hasta el acto final.

En la calle ya, respiro el envolvente aire del verano, el perfume a feromonas de los aligustres del barrio de Chamberí. Algún día todo esto será mío. Ahora ya casi lo es. Mira, qué pena que no me guste este Leonardo. Me señala su coche, un deportivo de techos tan bajos que si intentara entrar en él me daría un porrazo en la cabeza. La chica de barrio que soy piensa que es un hortera, pero tal vez no esté en lo cierto y me hagan falta unos años para comprender que también es vulnerable, que es tan bobo como para hablar mal de su mujer para tirarse a una chica de barrio una noche de julio. Aún me falta mucho tiempo para escribir sobre un personaje como él sin demasiada crueldad. Y para escribir sobre alguien como yo, si es que por el camino descubro qué tipo de persona soy.

Va a abrirme Leonardo la puerta de su súper utilitario cuando veo una lucecita verde. Mi destino cambia en un segundo. Tal vez, si no hubiera visto la luz habría accedido a su deseo, por amabilidad, por pena, por agradar, a pesar del polo rosa, de las ostras, del chalet en Majadahonda, de esa mujer suya, a la que temo y comprendo a partes iguales. Pero he visto una lucecita verde flotando en la noche oscura, acercándose como si quien la guía presintiera mis deseos de huida. Le doy un beso en la comisura, dejando entrever que cabe un nuevo encuentro, en otro julio, en otro verano de nuestras vidas, y ahí lo dejo con sus ojazos asombrados mientras me cuelo en el taxi. Entro en mi piso, mi apartamento. Hace un calor reconcentrado, de techo bajo y mal aislamiento. Me desprendo del vestido en el pasillo y llego al cuarto en bragas y sujetador morados; me lanzo al tatami, que me recibe duro y castigador, y toco ese esparadrapo que me hace amar la vida. El alcohol mece el duro lecho de un lado a otro como si me elevara en una alfombra voladora.

Llegará el día en que no desee tener un novio. Ese es el último pensamiento que acaricio, tibiamente esperanzador, antes de quedarme dormida con alivio por no haber cedido a lo evidente, pero con la sospecha de que echaré de menos esta oportunidad, la última que me habrá de brindar este Madrid ya vacío, de ser torpemente acariciada.

*El último libro de Elvira Lindo es la novela ‘En la boca del lobo’ (Seix Barral, 2023).

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