Victimismo, culpa y reacción

La polarización que tenemos en la sociedad no está en el escenario político, sino en lo cultural. ¿Alguien piensa que si el independentismo catalán renunciara a su proyecto, o que si Bildu rompiera cualquier vínculo existente con el terrorismo de ETA y renegara de ella, se iba a acabar la polarización en España?

No lo haría, como no lo hace en ningún país donde la derecha y la ultraderecha desarrollan la misma estrategia del “divide, enfrenta y vencerás” sobre las referencias culturales, no políticas, sin que en esos países exista el independentismo ni la historia de ETA. Todo gira alrededor de las primeras, la política sólo es el campo abonado para potenciar las críticas frente a quienes amenazan el orden definido por la cultura. Isabel Díaz Ayuso fue muy clara con sus palabras en la reunión donde presentaban las candidaturas a las alcaldías de las principales ciudades (22-1-23), cuando dijo: “No pensar que esto va simplemente de gestionar y no de defender un modo de ver la vida”. Por eso la transformación social que surge de las políticas progresistas la viven como una “guerra cultural”, de ahí la estrategia bélica y la llamada a la “guerrilla” que hizo Aznar, y ahora repite Tellado, con “el que pueda hacer, que haga”. El objetivo no es echar a Pedro Sánchez, como antes no era echar a Felipe González ni a José Luis Rodríguez Zapatero, eso sólo son pasos para lograrlo, el objetivo es “refundar el machismo”, es decir situar las referencias culturales androcéntricas que han definido la realidad en el centro.

La izquierda no es muy consciente de este proceso cuando se centra en la “gestión”, y no tanto en el “modo de entender la vida”, que es el que hace que la gestión sea validada o cuestionada con independencia de sus resultados, de ahí la reacción que vivimos a favor del modelo tradicional desde los más jóvenes a los más mayores.

Las claves de este movimiento global gira alrededor de la idea de victimismo y culpa, para organizar la reacción.

La violencia es una “guerra cultural” en busca de refundar el sistema de valores androcéntricos

Doug Bock Clark, en su artículo en The New York Times del 10-9-24, analiza en parte este proceso y destaca varias ideas presentes en toda esta reacción con relación a la ultraderecha, pero también se pueden aplicar a las posiciones androcéntricas.

  1. La primera de ellas es considerar la realidad definida por la construcción androcéntrica como algo propio, es decir, como algo que pertenece a quienes han sido los autores de la misma, que son los hombres que han ocupado las posiciones de poder a lo largo de la historia. A partir de esa idea de “propiedad”, los cambios que se han producido son interpretados como una especie de alienación que los lleva a sentirse extraños en su propia tierra y cultura, algo inaceptable para ellos.
  2. La transformación social ocurrida conlleva la corrección de los abusos y la reducción de los privilegios levantados sobre las referencias de la cultura. La consecuente percepción de “pérdida” ahora se presenta como “robo”. No es que los privilegios del sistema, entre ellos la legitimidad exclusiva de la derecha para gobernar, se hayan visto modificados por las nuevas circunstancias, es que se los han “robado” de manera interesada para alterar el orden establecido. Incorporan una carga de significado y un componente emocional a la situación generada que alimenta y facilita el discurso de odio.
  3. Aparece la culpa de los otros como argumento nuclear por responsabilizar a determinados grupos del “desorden” generado y del “robo” producido. Todas aquellas personas históricamente discriminadas que ahora ven reconocidos sus derechos son consideradas “autoras del robo”, y entre ellas destacan las mujeres, las personas LGTBIQ+, extranjeros… y culpan al feminismo y a las políticas progresistas como impulsoras de ese robo cultural e identitario.
  4. Aparece la victimización. Se presentan como víctimas de la nueva realidad, especialmente los hombres todopoderosos por su posición de poder material y por su referencia ética sobre la normalidad. La conclusión para ellos es sencilla: no les dejan ser lo que son, no pueden disfrutar de la sociedad que ellos han construido, les roban lo que les pertenece, y lo hacen quienes no merecen reconocimiento alguno ni igualdad. Se sienten víctimas que deben actuar para recuperar lo que es propio de su condición, por eso entienden que su lucha es una “guerra justa”, pues no sólo se trata de conseguir lo personal a título individual, sino de recuperar el modelo de sociedad donde se vuelva a restablecer el orden.
  5. Todo ello conduce a las acciones violentas en nombre de las ideas, valores, creencias, costumbres, tradición… y a que quienes las puedan realizar sean llamados “guerreros culturales”, una idea que define muy bien el mandato de que “el que pueda hacer, que haga”, sea lo que sea y esté donde esté, pues ese es el objetivo, pasar de la pasividad a la acción con independencia del escenario donde se encuentre cada persona: política, medios de comunicación, universidad, administración, empresa, redes sociales… Tienen que actuar para ser reconocidos como “uno de los nuestros”.

La violencia (material, simbólica, política, institucional, social…) es la consecuencia directa de ese escenario. Los datos indican que está aumentando y debemos ser conscientes de la situación para no caer en la trampa ni en el error de pensar que son las circunstancias políticas las que lo definen. Es una “guerra cultural” en busca de refundar el sistema de valores androcéntricos, y nada los va a detener salvo que se modifiquen las circunstancias, algo que requiere una actuación más de fondo y una educación decidida a dejar atrás al machismo y su modelo jerarquizado de poder. O sea, más feminismo.

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Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue Delegado del Gobierno para la Violencia de Género.

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