Los libros
‘El ruido del tiempo’, de Julian Barnes
El ruido del tiempoJulian BarnesAnagramaBarcelona2016
Desde los inicios de la cultura occidental, la música ha sido vinculada con realidades de orden trascendente y se le han atribuido correspondencias simbólicas. Se atribuye a Pitágoras, aunque es probable que proceda de fuentes más antiguas, la noción de la armonía de las esferas o de un universo gobernado por patrones análogos a los que se encuentra en la música, la mayoría imperceptibles para el profano, en el que todos los órdenes de existencia se corresponden como lo hacen las escalas y los acordes. Es en este sentido que las ciencias matemáticas, la astronomía y la música se consideraban saberes afines, pero la realidad simbólica de la música se extiende a la armonía del alma y del espíritu, de las sociedades y la naturaleza. Estas ideas fueron concebidas asociadas a la religión y lo sagrado, pero la importancia de la música ha sobrevivido a la secularización e incluso al nihilismo contemporáneos, como lo demuestra, por mencionar a alguien, la filosofía de Nietzsche, acerbo anti-cristiano, quien sin embargo atribuye a la música la posibilidad de comunicar realidades superiores cuya expresión no es posible de otra manera, realidades que trascienden el orden racional y simbólico, de naturaleza dionisíaca. Tomó la idea de su maestro Schopenhauer, para quien la música vehicula la Voluntad nouménica sin la distorsión de las representaciones de la razón. Si se quiere, la música ha conservado un cierto carácter de sacralidad secular de naturaleza inefable que, sin embargo, instiga a la interpretación.
Dicho carácter sacro sufrió una degradación reduccionista, no obstante, en las sociedades con un sesgo más agudamente ateo, como en la Unión Soviética, en la que la música, como todo arte, debía ponerse al servicio de aquella hipóstasis de lo trascendente llamado Pueblo o, mejor dicho, quien lo representaba de manera más fiel, el Partido. Y al pueblo le gustaba las melodías claras y asequibles, no las complejidades formales de la música moderna que solo alimentan el narcisismo elitista de la corrupta burguesía. Y quién mejor que el Gran Timonel Josef Stalin para saber lo que necesita el pueblo en aquella gran empresa de ingeniería social que fue la URSS.
Con una ya larga y distinguida trayectoria novelística, Julian Barnes dedica su atención en su última novela a la inherente tensión entre libertad creativa e imposición dictatorial, recreando de modo lírico momentos selectos de la vida del músico soviético Dimitri Dimítrievich Shostakovich, o más bien debiera decirse, novelando la conciencia del compositor durante partes cruciales de su vida, haciendo uso de un estilo libre indirecto íntimo y algo desapegado a la vez, a la manera del monólogo interior, pero equilibrando el estilo con referencias a la situación política y social de la Unión Soviética que le tocó vivir a Shostakovich y con escenas realistas de supuestas conversaciones con el Poder y episodios de su vida personal. El tono general de la novela es poético, si bien de una intensidad mesurada, una larga reflexión sobre el desgarramiento de una conciencia que se ve jalonada por sus principios artísticos y éticos de un lado, y la necesidad de sobrevivir, del otro, tanto él como su familia, amigos y allegados, en una sociedad en la que la más mínima desviación o signo de disidencia podía costarle la vida a todos. El resultado es hermoso, sin duda, una novela escrita con sabiduría técnica y conocimiento de su tema (Barnes revela al final de la misma las fuentes en las que ha basado su escritura), pero no exenta de disonancias (para decirlo a la manera musical), las que se dan entre el sujeto de su exploración poética y lo que sabemos de aquella época, de la cultura en la que tuvo lugar su supervivencia. Tres momentos le sirven a Barnes de pivotes narrativos para estructurar su obra, situaciones de terror, derrota y humillación para Shostakovich, quien a pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito y respetado internacionalmente, pero estragado por abismos morales de los que nunca supo recuperarse.
La primera parte se centra en la perturbadora experiencia de asistir a una representación de su ópera Lady MacBeth en Mtsensk, la cual se ha representado con éxito en otras partes, el 26 de enero de 1936, cuando dignatarios del régimen también concurren, entre ellos Stalin, quien se aposta detrás de una cortina en el palco principal. Antes de terminar la ópera, todos se han retirado, indicando con ello su desaprobación. Shostakovich comprende lo que esto significa. Una editorial, unos días más tarde, en el periódico oficial del Estado, Pravda, en la que se vitupera su obra de manera ponzoñosa, como ruido propio de burgueses degenerados (aquí la palabra inglesa tiene connotaciones de las que carece la traducción española, muddle, una mezcolanza barrosa de sonidos), producto del formalismo elitista y la autocomplacencia, le convence de que su fin está cerca, por lo que decide prepararse. Espera todas las noches de pie frente al ascensor, con una pequeña maleta en la que empaca un pijama, un cepillo de dientes, un dentífrico, para salvar a su familia de las agonías de la detención. Noches enteras en vela en las que medita sobre su existencia y los compromisos a que le obliga componer en una sociedad constreñida y asfixiante. El primer amor pasa por su mente, su timidez, su talento para la música y su torpeza para con los seres humanos, las ideas sobre el amor libre, las mutaciones que conlleva tener una familia. Le llaman para una conversación con el Poder, con un oscuro funcionario que le conmina a recordar todo aquello de lo que ha podido ser testigo durante las reuniones con uno de sus más queridos protectores, el Mariscal Tujachevsky, quien ha perdido el favor del régimen y es ejecutado por una supuesta conspiración para derrocar al actual gobierno. El funcionario le da unos días para recordar lo que no puede recordar, conversaciones sobre la conspiración, y Shostakovich se atormenta durante el fin de semana, seguro de que su conversación con el Poder significaría su detención y su ejecución, pero cuando acude a la cita para contar lo que no puede contar, el propio funcionario ha desaparecido, engullido por las fauces de un sistema que no salvaguarda a nadie, ni a sus propios lacayos y sirvientes. Dimitri, por tanto, se salva, pero no así su ópera, que permanecerá prohibida por mucho tiempo.
Barnes nos lleva luego, en la siguiente parte de su novela, a un viaje de Shostakovich a los Estados Unidos de Ámerica, a un congreso por la paz, en los comienzos de la guerra fría, en 1948. Stalin mismo le ha pedido que vaya, llamándole por teléfono y asegurándole que lo de prohibir su ópera e impedirle el trabajo ha sido una confusión lamentable que se rectificará al instante. Al inicio se niega, comprobando, para su sorpresa, que teme al Poder, a toda forma de opresión sistemática y anónima, pero no al mismo Stalin como persona, como individuo, con el que discute pero con el que, al final, y a pesar de sus reticencias, acuerda ir al congreso. Este viaje solo le reportará más degradación moral y un sentimiento de culpa que le acompañará siempre. Tiene que repetir los discursos preescritos para él por los funcionarios del Estado, asentir con artículos que se han atribuido a su nombre sin que siquiera los haya visto de antemano, responder a preguntas hirientes de los que atienden la conferencia que da en América, sobre todo de Nicholas Nabokov (pariente del famoso escritor), al servicio de la CIA, se sabe después, y quien hace hincapié en su condena de la música formalista y, en especial, del compositor al que Shostakovich admira más, Prokófiev, hace años exilado en dicho país y que se ha negado a asistir, para no apoyar un régimen que desprecia y la farsa del congreso por la paz. El discurso que pronuncia lo hace con monotonía displicente, las respuestas le salen prefabricadas y sosas, su actitud es vacua y desencajada. ¿Cómo ha podido llegar a este nivel de bajeza moral, se pregunta, de sistemática cobardía?
Porque la novela, si algún tema la insufla y estructura, es el de la cobardía, la de aquellos que tuvieron que acomodarse a un sistema criminal que no respetaba ninguna frontera ética o política, una cobardía que suscita reflexiones amargas e irónicas de parte del Shostakovich de Barnes, que le hacen incluso postular la paradoja de que se requiere más valentía para persistir en la cobardía toda la vida, con la constante amenaza de represalias, detención, humillación, que ejecutar un acto heroico que significase el fin de la vida en la Unión Soviética, hecho que le ocurrió a muchos otros artistas, conocidos y desconocidos. Una cobardía que solo encuentra respiro en la ironía, en el cinismo, en el silencio. Y en la música, por supuesto, la que sostiene su vida y su existencia, allende el absurdo de la tiranía.
La última parte de la novela nos muestra a un Shostakovich maduro, reconocido y asentado en su profesión, conducido por chófer, director de la federación de compositores de Rusia. Para ello, ha tenido que hacerse miembro del Partido Comunista, lo que había evitado toda su vida, ya muerto Stalin y durante el proceso de cambio desde el período del culto a la personalidad al de reformas parciales y apertura hacia Occidente. Le ha llevado a esa decisión que le agobia otra de sus conversaciones con el Poder, en la figura de un tal Piotr Nikoláievich Pospelov, a quien, no obstante sus temores, llega a decirle que no quiere hacerse miembro de un partido que mata, a lo que replica el diligente funcionario que esa es precisamente la razón por la que tendría que afiliarse, pues el Partido ya no mata, ya han pasado los tiempos del asesinato arbitrario y el crimen de Estado, ahora se le necesita para darle un nuevo lustre al comunismo soviético y para dirigir los destinos de la música en Rusia. Antes, el compositor ha sido sometido a una reeducación política a domicilio, que aseguraría su comprensión de los principios básicos del socialismo realmente existente, uno de los cuales era asentir y callar. Shostakovich no tiene más remedio, nos hace creer Barnes, que afiliarse, hecho que le hace merecedor del desprecio de muchos y que se suma a su larga lista de cobardías y culpas, por las que sufre el más acerbo remordimiento, por la que se desprecia a sí mismo incluso más que antes. Pero allí está, su fama consolidada, su reputación a salvo, su música interpretada en muchas partes, miembro del Partido y de una élite de artistas que el Poder utiliza para promocionarse, para justificarse. Unos años después moriría, admirado por su país y el mundo musical, pero derrotado por el poder, quebrado en su conciencia, lo que expresaría al final de su vida en una serie de cuartetos desgarradores y tortuosos que expresarían mejor que cualquier biografía su tormento interior.
Barnes toca en esta novela el eterno problema de la tensión entre libertad artística y el poder estatal absoluto, y nos entrega un Shostakovich del que un crítico ha afirmado que parece antes inglés que ruso, dado a reflexiones irónicas y comedidas, llagadas por el temor, la culpa y el desprecio de sí mismo, es verdad, pero circunspectas y hasta serenas, con resignación de noble caballero, de profesor de Cambridge o de Oxford. Nadie podrá jamás saber cómo discurrieron las tormentas de su conciencia y mal haría cualquier interpretación al servirse de estereotipos o lugares comunes. Si uno se vale tan solo de la propia literatura rusa, empero, bien puede afirmarse que el Shostakovich de Barnes está lejos de Raskólnikov y es ciertamente ajeno al subsuelo del que ha brotado no poca literatura de aquella parte del mundo. Barnes deja al lector el juicio moral a un compositor que tuvo que traicionar su conciencia para sobrevivir y crear una de las obras musicales más notables del siglo veinte, admirada por algunos, considerada mediocre por otros. Bien puede la música pertenecer a otro orden que el simbólico o el racional, Shostakovich no pudo evitar que se vieran en su obra luchas de clases o irónicos desplantes al poder, según la interpretación al gusto. Su caso y su obra han sido debatidos ad infinitum, siempre asumiendo que la música permite dichas lecturas, traduce realidades que le son ajenas o distantes. La disputa hermenéutica quizá no tiene solución o final. Pero el Shostakovich de Barnes parece volver a los orígenes sagrados de la música, a su pureza elemental y trasracional, a aquel espacio impoluto desde donde surge la creación más elevada, la que tramonta los ardores ideológicos o políticos de su época, la que hará olvidar sus tormentos, cobardías y humillaciones. La que acuerda con la armonía de las esferas y la música del espíritu.
La novela de Barnes comienza y finaliza con la misma escena, un detalle poético conmovedor que enmarca con simple belleza la reflexión lírica de la novela. Shostakovich viaja en tren con un amigo, el cual se detiene en alguna estación distante, en medio de la vasta geografía de Rusia. Por el andén se mueve un mendigo, un veterano de guerra al que han amputado las piernas en la Gran Guerra, quien canta canciones algo obscenas para agradar a los viajeros e incitarles a darle unas monedas. Dimitri y su amigo le muestran la botella de vodka que llevan y el mendigo accede a beber con ellos, por lo que se apean premunidos de unos vasos, que llenan, pero en diferente medida. Al chocarlos para brindar, la diferencia en las medidas de vodka producen una armonía, que el fino oído de Shostakovich capta al instante, y así lo refiere. Una armonía de vasos de vodka en un andén olvidado, y brindando con quien lo ha perdido todo, menos la voz para cantar, beber vodka y pedir monedas para sobrevivir. Barnes quiere decirnos, con la voz de un Shostakovich trágico, atormentado y, a pesar de todo, puro, que la música es símbolo del universo y está en todas partes, cualesquiera que fueran los avatares del poder, la miseria humana y las desgracias de la existencia, más allá del ruido del tiempo, de la historia, de las contingencias y pérdidas. Piensa Shostakovich: "¿Qué podría oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro –—a música de nuestro ser, que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de las décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia. A esto se aferraba él". Un hermoso final para una bella novela en la que la esencia del arte se sitúa más allá del miedo, la culpa y el dolor.
*Frans van den Broek es crítico literario.
Frans van den Broek