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El poeta y periodista Antonio Lucas.  NO USAR

Felipe Benítez Reyes

Cuando Antonio Lucas publica en 1996 su primer libro, Antes del mundo, con apenas veinte años, es el poeta que le corresponde ser, el poeta que todo joven de apenas veinte años tiene el derecho y el afán de ser: un fascinado por la formulación desarticulada, por los símbolos antojadizos y de resonancia inconcreta, por el barroquismo onírico y por las palabras ornamentales que parecen resonar en una bóveda: las dagas, los capiteles, el ópalo y el violonchelo, el oboe y el látigo… (Y esas visiones: una lágrima abierta, el párpado del ciervo, un millar de arpas en llamas). 

Aquel Antonio Lucas casi adolescente cita y homenajea a Lautréaumont, a Nerval, a Mallarmé, a Baudelaire, a Rimbaud y a Saint John Perse, pero recuerda mucho a Jules Laforgue, el malogrado simbolista irónico, el hechizado por Nuestra Señora la Luna. Al igual que aquel francés nacido en Montevideo, el Antonio Lucas neófito busca la oscuridad y el brillo, la solemnidad del conjuro y el prestigio del verso que aspira a conmover más desde la sugerencia alucinada que desde la precisión convencional de su sentido. Establece un juego con la palabra para establecer un juego con las emociones. Confía en la palabra con la inocencia venturosa de quien cree que se pueden confiar las emociones a las palabras, con el propósito de refundar tanto las palabras como las emociones. Es el privilegio esencial del artista novel: desenvolverse en el exceso con la naturalidad de quien se traduce a sí mismo, de quien transcribe la exuberancia de su sentir y las espirales de su pensamiento. Las imágenes del jovencísimo Antonio Lucas admiten la demasía visionaria: esos ojos como hachas, esos océanos en punta, esa luna de escorpiones… El tono tiende a enaltecerse, pero el poeta aplica de inmediato, como medida sabia de descreimiento, un contrapeso coloquial a la grandilocuencia.

Hay también en ese libro inaugural un desbordamiento de raíz tal vez nerudiana: una frondosidad de imágenes, un despliegue acumulativo de recursos que no desdeña el exhibicionismo, por la simple razón de que el poeta joven —como tal poeta joven— quiere dejarnos muy claro que sabe lo mucho que se trae entre manos: inaugurar su territorio.

Con apenas veinte años, en fin, Antonio Lucas presenta sus credenciales deslumbrantes. Inicia su historia. Define la intención vertebral de su discurso.

Ese discurso ha depurado, con el paso del tiempo, sus estrategias, pero se ha mantenido fiel a su espíritu estético fundacional. El Antonio Lucas de su primer libro sigue alentando en sus libros posteriores, hasta los inéditos de hoy. Con su acarreo de tradiciones diversas, sigue vivo y en vilo el poeta que sabe inundarse para contener su torrente verbal y emocional. Sigue alerta el poeta que busca la viveza alucinatoria de las imágenes insólitas, consciente de que la escritura lírica tiene más de aventura que de hábito. Sigue ahí el poeta de imaginación exuberante capaz de ver “la noche con su plata fusilada” o “envuelta en cascabeles”. Pervive ahí, en suma, el poeta valiente y dichosamente intuitivo que sabe llevar al límite sus astucias retóricas, convencido de que sólo merecen la pena las apuestas fuertes.

La madurez de Antonio Lucas nos ha traído un poeta seguro de sí, pero arriesgado. Un poeta que domina con maestría los recursos que lo caracterizan desde sus inicios, pero que a la vez no se conforma con ese dominio y asume, como un deber estético, no sólo la búsqueda, sino también la osadía. En cualquier poema suyo hay un rasgo de gran audacia, una resolución estilística que desconcierta y deslumbra. Su imaginación verbal le pide un vuelo alto y continuo, y él se lo concede.

Sus poemas suelen organizarse mediante una acumulación de ondas concéntricas, en busca de un núcleo complejo de significaciones que nunca son del todo literales: más allá de la enunciación se abre el laberinto de la sugerencia. Más allá del lenguaje hay planos diversos de visión. Más allá de esa visión ramificada se adivina una emocionalidad que juega a definirse desde su indefinición tajante.

Esta es la historia —hasta ahora— de este poeta singular. Entre el fogonazo simbolista y la meditación ensimismada, su voz tiene algo de caleidoscopio en movimiento perpetuo. Algo que brilla y se ahonda en una perspectiva paradójica de irrealidades y de concreciones. Algo que nos seduce y desconcierta. Algo —también— inasible, como todo lo que esconde un buen secreto.

Antonio Lucas se cuela en las fiestas del Gran Gatsby

Esta es, en suma, la historia escrita, pensada y sentida, de un poeta que sabe decir lo que quiere decir como nadie lo ha dicho, y de ahí su grandeza, y de ahí su poderosa exclusividad.

*Felipe Benítez Reyes es escritor. Su última novela es Felipe Benítez ReyesEl azar y viceversa (Destino, 2016). 

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