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Plaza Pública

Después de la sentencia

vamos poniendo tildes a presagios

que se cumplieron o se están cumpliendo

Mario Benedetti

Ya está la sentencia en la calle. El procés, escrita la palabra así, en esa cursiva de las rarezas gramaticales, ya tiene quien le escriba sus conclusiones finales. No sé si definitivas porque me pierdo en los detalles suntuosos de los procesos judiciales y, más aún, en los que aparentemente describen como entomólogas de la palabra sus sentencias. Hablar o escribir de lo que viene sucediendo en Catalunya desde hace años es abrir un boquete en la razón plural que habría de regir en un Estado de Derecho. O de una democracia ampliamente consolidada. Y digo razón, y no puñetazos sangrantes al alma de ese Estado de Derecho o de esa democracia. El Tribunal Supremo ha dicho su última palabra y esa palabra tiene la fuerza obvia de su obligado cumplimiento, pero también la que tenemos la ciudadanía para discrepar de esa palabra. Y la sentencia de entre 9 y 13 años de condena a prisión es una palabra demasiado fuerte para el caso que nos ocupa.

Por eso yo discrepo de esa sentencia.

Con todo el respeto a quienes piensan lo contrario, muestro aquí esa discrepancia. Creo que había como una especie de destino prefijado para los presos. Desde el principio se estuvo jugando con palabras mayores, unas palabras que –según grandes juristas de aquí y del extranjero– nada tenían que ver con la realidad jurídica de los acusados. La palabra “rebelión” salía a todas horas de las bocas interesadas en la dureza de la posible sentencia. Y esa palabra –como se ha demostrado– nunca debería haber acompañado esas reflexiones. Nunca. Pero cuando el Tribunal Supremo ha dicho que no tocaba hablar de “rebelión”, la cosa ya no tenía remedio. El daño estaba hecho. Las conciencias de una sociedad que se ve acribillada a todas horas por tantos mensajes mediáticos de imposible digestión, habían interiorizado que los presos independentistas catalanes eran reos –aparte otros de diferente calificación– del delito de rebelión. La famosa y publicitada violencia del movimiento independentista catalán de que hicieron y siguen haciendo gala los discursos del PP, Ciudadanos y Vox (“¡A por ellos!”, gritaban), se ha demostrado que no existió. Digo la violencia de la ciudadanía catalana. Porque valorar –y aún menos juzgar– la violencia ejercida el 1 de octubre de 2017 por las fuerzas de seguridad del Estado no entraba en la causa judicial contra el independentismo. Esa violencia no entraba en los cálculos de la justicia. Para nada entraba. Para nada.

Tampoco parece claro que el delito de sedición sea aplicable al papel desempeñado por los presos independentistas. Numerosas y autorizadas opiniones piensan que para que se diera esa catalogación deberían de haber concurrido supuestos de intenciones y violencias que no se dieron cita en los días y sucesos juzgados por el Supremo. Si eso es como dice la sentencia sobre la sedición, pronto veremos cómo la sufren de la misma manera quienes se enfrentan a los desahucios o quienes salen a las calles para protestar o denunciar situaciones consideradas injustas por quienes ejercen libre y pacíficamente el derecho de manifestación.

Pero, en todo caso, si la acusación de rebelión no se hubiera mantenido desde el principio por parte de una Fiscalía empeñada en no bajarse del burro, incluso por parte de un Tribunal Supremo que nunca la desmintió, tal vez los presos catalanes no habrían pasado estos dos años en la cárcel. Creo, en ese sentido, que siempre hubo como una especie de versión ejemplar de la aplicación de la justicia. La justicia no tiene por qué ser ejemplar: nos basta y nos sobra con que sea justa. Y no creo que en este caso haya sido justa. Desproporcionada, cruelmente desproporcionada, dice mucha gente que sabe infinitamente más que yo de esos asuntos.

Claro que no comparto todo lo que se hizo en el lado independentista. Pensar en una República, desmentida por los mismos convocantes a los pocos minutos de su declaración, me provoca todavía hoy una inmensa tristeza. A estas alturas, estoy convencido de que muchos de esos mismos protagonistas también saben y reconocen que hubo errores de bulto en sus precipitadas decisiones parlamentarias. Pero esos errores no justifican la carga de profundidad que se ha dejado caer sobre los presos, los siete políticos y los dos (no me gusta eso tan extendido de llamarlos “los Jordis”) que actuaron desde los movimientos sociales y culturales catalanes.

Los sentimientos ocupan y van a seguir ocupando un amplio espacio en los debates sobre Catalunya. Pero los sentimientos no tienen por qué ser inocentes. Cada cual tenemos los nuestros. Y cada cual los construimos y nos construimos con ellos según el punto de vista que acordamos para mirar lo que pasa a nuestro alrededor o a nosotros mismos. O sea, que al final y desde el principio, los sentimientos, los de ustedes, los míos y por qué no los de los jueces, son políticos. ¿O no?

Por eso me produce una tristeza infinita –y a ratos también bastante rabia– escuchar lo que dicen PP, Ciudadanos y Vox sobre la sentencia. Les oigo decir que no se aplique ninguna clase de indulto (lo decían mucho antes de que empezara el juicio a los acusados), ignorando aposta que el indulto, como los beneficios penitenciarios dentro del cumplimiento de las penas, es un derecho incuestionable de quienes sufren la condena. Les oigo decir que tienen que cumplir la pena completa y me entran ganas de gritarles si también tuvieron que cumplirla los golpistas del 23-F, tan queridos seguramente por esos del PP, Ciudadanos y Vox que ahora gritan desencajados contra las posibles salidas, perfectamente legales, de las condenas a los independentistas catalanes. Oigo sus acusaciones de golpismo en Catalunya y alucino cuando esos mismos partidos afirman orgullosos que la rebelión militar fascista de 1936 no fue un golpe de Estado contra la legitimidad democrática de la Segunda República. ¿Cómo se puede asumir eso que dicen las derechas y no pensar que sus palabras sobre el procés están trufadas de algo que se parece demasiado a la venganza –tal vez también al odio– y muy poco o nada a la justicia? Oigo las barbaridades que dicen sobre el independentismo catalán y me entran ganas de romper algo cuando veo cómo se callan después de oír las canalladas que suelta ese maldito Ortega Smith sobre las 13 Rosas o sobre la violencia machista contra las mujeres. O cómo dicen que les da igual que Franco se quede o no en el Valle de Cuelgamuros (claro, la verdad es que no les da igual: prefieren que se quede).

Martín Villa y los Sanfermines de 1978

Ojalá Pedro Sánchez se baje de la tentación electoralista de sumarse a esa dureza extrema que exigen las derechas. De momento parece que se suma. No creo que todo valga para salvar una campaña electoral. No creo que todo valga. Una cosa es acatar la sentencia del Tribunal Supremo y otra muy distinta pensar que esa sentencia no está sometida, también, al juicio de la razón, de esa razón que vive en las afueras de las instancias judiciales, o sea, en nuestra vida de ciudadanos y ciudadanas libres y responsables de nuestras propias decisiones.

Lo peor de todo es que vamos a seguir buscando respuestas a la pregunta del millón: ¿y ahora qué? Pues ahora, una obviedad: conseguir que la política juegue el papel que le corresponde para no avergonzarse de sí misma y de paso, también, que deje de avergonzar a una ciudadanía que ya no sabe si cortarse las venas o cortárselas a la política en legítima defensa.

Sé que escribir sobre Catalunya enciende los ánimos de quienes nos leen. Me gustaría que esos ánimos no convirtieran artículos como éste en una versión metafórica de aquel Fahrenheit que se inventó Ray Bradbury en una obra maestra de esa literatura ahora llamada distópica. Que los discutan, sí, faltaría más, si se tiene en cuenta que lo que hago aquí, precisamente, es mostrar mi discrepancia con la sentencia judicial que el Tribunal Supremo ha dictado sobre los presos catalanes. “Yo esperaba que una lluvia con sol lavara mis certezas”, escribe Mario Benedetti en uno de sus espléndidos poemas. Las certezas mías y las de ustedes, aunque puedan no estar de acuerdo, sí que pueden ser lavadas por la lluvia más imprescindible: esa lluvia que sirve para convencernos de que la mejor certeza –en la vida y en todo– es la de la incertidumbre, la de la duda, la de saber que lo que sabemos es muy poco si lo sabemos solos.

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