Cultura
'Azucre', la voz olvidada de los 1.700 gallegos esclavizados en Cuba
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Fueron 1.700 rapaces. Más de 1700 rapaces de 1.700 familias gallegas los que abandonaron su tierra a mediados del siglo XIX para embarcarse hacia Cuba, siguiendo la aventura empresarial de su compatriota Urbano Feijóo de Sotomayor. El negociante buscaba revolucionar la gestión de los ingenios azucareros en la isla. ¿Por qué seguir utilizando esclavos negros —se preguntó— con los altos costes de transporte y manutención, y con el riesgo que suponía su gran número para la minoría blanca, cuando se podía emplear a españoles por mucho menos dinero y haciendo crecer la población colonial? Los muchachos harían mejor trabajo que los esclavos, e incluso que los esclavos liberados, por una fracción mínima de su salario. Entre marzo y agosto de 1854, barcos cargados de jóvenes gallegos surcaron el océano entre A Coruña y La Habana. Cientos de ellos morirían al poco de pisar la isla. Muchos jamás volverían a ver su tierra.
Las voces de esos aventureros desventurados se han perdido. Y la periodista y escritora Bibiana Candia se propuso recuperarlas mediante una herramienta tan útil como la historia: la ficción. Entre esos 1.700 dibuja a Orestes, Rañeta, el Tísico, el Comido, los protagonistas de su primera novela, Azucre (Pepitas de Calabaza), la palabra en gallego para ese oro blanco que los rapaces iban a arrancarle a la isla. Escuchó hablar de aquella historia por primera vez en 2017, y su primera reacción fue de escepticismo: aquello tenía que ser una leyenda, una exageración o, en todo caso, una anécdota. Pero no le costó comprobar que sí, que efectivamente más de mil jóvenes —muchos de ellos no habían cumplido los 18— habían marchado a Cuba para trabajar y se habían encontrado con unas condiciones de semiesclavitud: comida escasa, poco descanso, enfermedad, encierros, latigazos, castigos durísimos para los rebeldes y los fugados. Quizás no fueran esclavos, pero desde luego no eran trabajadores libres. “No entendía cómo una historia tan enorme, tan dramática, podía haber sucedido y nosotros, al menos los gallegos, no la conociésemos, cómo podía ser que este relato no nos hubiese llegado”, dice la autora por teléfono. “Desde el punto de vista narrativo me suponía casi un misterio”.
Porque es verdad que la información estaba ahí. Hay estudios académicos sobre el caso al menos desde finales de los noventa. El portal xenealoxia.org había recopilado ya información sobre las distintas expediciones. Había un documental de RTVE. ¡Feijóo de Sotomayor tenía hasta página en Wikipedia! ¿Entonces? “Lo que retrata Azucre no es historia con mayúsculas”, apunta Bibiana Candia, que recuerda el concepto de intrahistoria manejado por Unamuno, esas partes de la historia común que están detrás de los grandes nombres, de las grandes fechas, aquellas en las que viven “los millones de hombres sin historia”. “Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar”, escribía el vasco, “es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles, y monumentos, y piedras”.
Candia va por el mismo camino: “Nosotros, los españoles, tenemos una idea de la historia, de las colonias. Tenemos la memoria de la gloria, pero es necesario contar esa parte más humana, menos grandilocuente”. Esa que nos puede dar “la memoria de gente como nosotros”, reivindica, “gente que tenía los mismos miedos, las mismas ansías” que sentimos en el siglo XXI. Porque pasaba otra cosa: esos 1.700 pudieron ser cualquiera, quién sabe si sus vecinos o sus antepasados. “Pensando en la Galicia rural de la época, y pensando en que mi abuelo fue labrador y casi analfabeto…”. ¿Quién sabe? ¿Quien lee ahora estas palabras es gallego, tiene antepasados gallegos? ¿Quizás su historia familiar esté marcada, sin saberlo, por aquel engaño?
Eran analfabetos, esto es importante. Eso tiene mucho que ver con que sus voces no hayan llegado hasta hoy, eso tiene mucho que ver con que no sean los pobres quienes cuenten la historia. Pero, paradójicamente, lo que les salvó fue la palabra: esos analfabetos españoles dictaron desde sus barracones o desde la cárcel cartas que mandarían a sus familias, cartas que atravesarían el mar como habían hecho ellos y que llegarían a Galicia, cartas que viajarían de nuevo tierra adentro hasta el Congreso de los Diputados, donde la mala suerte de aquellos compatriotas se convirtió en escándalo que estalla también en la prensa. Había un pequeño problema: allí, en un escaño, estaba el propio Feijóo de Sotomayor. Las Cortes españolas terminarán por dar la orden de liberación de los trabajadores que habían sobrevivido y ordenan la disolución de la empresa creada por Feijóo, la Compañía Patriótico Mercantil. ¿Resultado? El señor diputado se queda con los fondos de la Junta de Fomento, institución pública que se había beneficiado de sus servicios, y se queda también con lo cobrado a los distintos ingenios azucareros a los que ofrece su mano de obra. Con la empresa disuelta, los rapaces gallegos y sus familias se quedan sin ningún tipo de compensación. Y a otra cosa.
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(No queda ahí la relación entre el Congreso y este pedazo de la historia. En la nota final de la novela se lee: “En el archivo del Congreso de los Diputados y bajo acceso restringido están las cartas enviadas desde Cuba pidiendo ayuda. Ellas son el único testimonio auténtico de boca de sus protagonistas”).
La historia que narra Azucre se inscribe en un debate sobre la historia colonial de España, sobre la imagen que tiene el propio país de su pasado: de un lado, quienes señalan la esclavitud, el genocidio y la responsabilidad del país con su propio pasado; del otro, quienes ponen la gloria imperial por encima de la leyenda negra. “La verdad es que cuando escribí el libro no me lo planteé en ese debate, porque ese debate no existía”, cuenta la autora. “Pero mi posición está clara: España fue un imperio, un imperio que tuvo colonias, en una campaña que duró cuatro siglos, y la situación que se da en Azucre se pudo dar porque había unas condiciones que lo propiciaban”. De qué sirve negar lo que es una verdad histórica, dice: “La mejor manera de asumir quiénes somos es asumir la historia que nos precede. También sus partes ocultas”. Porque Azucre pone también de relieve una incoherencia: esas mismas condiciones laborales que tanto nos escandalizan y que tanto escandalizaron a sus contemporáneos eran las que se aplicaban y se habían aplicado a los esclavos y a los esclavos liberados. “Lo grave era que se estuviera haciendo esclavitud con compatriotas, porque eue había esclavitud en la isla de Cuba no era ningún secreto. De hecho, el debate que hay en Cortes comienza denunciando el hecho de que haya esclavitud blanca en Cuba”. Pero también se discute entonces sobre la moralidad de la esclavitud, en general. Y entonces las cosas no estaban tan claras: “Hay incluso diputados conservadores que son abolicionistas, y entre los liberales unos son abolicionistas y otros no”.
Pero Azucre no habla solo del pasado. “Es una historia muy moderna”, reivindica Candia, “es la historia de un empresario sin escrúpulos que se aprovecha de la necesidad de unos compatriotas que va a aceptar cualquier condición con tal de que les den trabajo”. Piensa en las noticias que hablan de mujeres de países del Este a las que les aseguran un trabajo como asistentas en España, y que luego se encuentran con que en realidad ese empleo es prostitución. Y Azucre es también una historia de hambre, el hambre que dejó en Galicia dos malos años de cosechas, y de enfermedad, el cólera que asolaba el país. Son dos motivos para emigrar más viejos que el mundo, pero también son dos motivos que tienen mala prensa. Esos motivos no dan estatus de refugiado político –tan restringido ya para los que sí optan a él-– y son considerados socialmente como unas razones de segunda. “Hoy en día, por suerte, no estamos muy familiarizados con lo que es el hambre, el hambre de verdad”, dice la autora de Azucre. “Conviene tener presente que no hace tantos años este país era muy distinto. En la posguerra se pasó terrible. El hambre es una razón tan legítima para emigrar como cualquier otra”. Bien lo sabía y bien lo usó Feijóo de Sotomayor.