‘El gato que cuidaba las bibliotecas’, un homenaje a la literatura desde la pasión lectora de la infancia

Detalle de la portada de 'El gato que cuidaba las bibliotecas'

Sosuke Natsukawa

Después de El gato que amaba los libros, el fenómeno literario japonés que conquistó las librerías de medio mundo, llega una novela que nos brinda un nuevo homenaje a la literatura.

La joven Nanami no puede participar en actividades extraescolares por su asma, pero le encanta leer y pasar el tiempo en la biblioteca, entre historias. Un día, se da cuenta de que, a pesar de que la biblioteca está tan poco frecuentada como siempre, sus libros favoritos están desapareciendo poco a poco. Cuando avisa al personal, nadie la toma en serio. Pero entonces se topa con un misterioso hombre con un traje gris. Intenta seguirlo, pero fracasa y él deja a su paso tan solo un extraño haz de luz entre las estanterías. Es entonces cuando Tora, el gato favorito de los lectores, acude al rescate. ¿Podrán superar juntos los desafíos que les aguardan?

Así arranca El gato que cuidaba las bibliotecas, nueva novela de Sosuke Natsukawa, que llega a las estanterías de las librerías españolas el 19 de septiembre de la mano de Grijalbo. Médico y escritor, ha despachado ya más de tres millones de ejemplares de sus obras, ha sido galardonado con el Premio de los Libreros de Japón y el Premio Shogakukan de Ficción. El gato que amaba los libros lo confirmó como autor best seller en el país nipón y se convirtió en su carta de presentación para los entusiastas editores de más de treinta países.

infoLibre adelanta un extracto de este nuevo libro, esperado por miles de lectores de todo el planeta.

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La joven había vislumbrado un leve destello entre las altas estanterías de acero sumidas en la penumbra de aquellas horas, tan densa que los fluorescentes, con su perezosa y macilenta luz, apenas lograban contrarrestar —obviamente, no por ser aquella la sección de literatura francesa habría uno de esperar encontrar allí una esplendorosa iluminación ni una pomposa decoración de estilo rococó—. Cuando sus ojos se acostumbraron un poco más a la oscuridad, Nanami descubrió una tenue luz azulada muy pálida, proyectada al final del pasillo, frente a los estantes que albergaban las obras de Baudelaire y de Flaubert. Pero lo más extraño era que la pared había desaparecido allí donde brillaba aquella luz y que, más allá del hueco dejado por esta, el pasillo se prolongaba en una aparente sucesión interminable de estanterías.

—¿Cómo es posible…? —se preguntó, llena de estupor.

Para ella, la biblioteca era un laberíntico jardín que había recorrido por todos sus recovecos, entre ocasionales enfados del tío Ham cuando, de niña, se internaba en la oficina o en el depósito de libros. Así pues, conocía al dedillo cada rincón, y estaba segura de no haberse encontrado nunca ante aquella pálida luz azulada ni ante aquel largo pasillo cuya entrada la luz iluminaba.

Trató de salir de su estupor y ponerse en pie, pero no pudo. Una voz grave que resonó a sus espaldas paralizó toda posibilidad de acción.

—No te acerques —dijo la voz.

Alarmada, Nanami se volvió de inmediato, para descubrir que allí no había nadie. Sin moverse de donde estaba, observó con mayor atención y descubrió por fin un pequeño bulto agazapado entre las sombras, bajo la sección de literatura italiana. Algo con… ¡orejas! ¡Y con ojos, brillantes y hermosos ojos verdes!

—¿Un gato?

Efectivamente, era un gato. Estimulado tal vez por la voz de Nanami, el felino se incorporó y comenzó a acercarse lentamente a la joven, con sus rayas atigradas, marrones, negras y blancas, delineando perfectamente su elegante silueta. Nanami pudo contemplar la belleza de sus ojos verdes como el jade cuando el gato se situó frente a ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, con su voz grave, el felino.

Paralizada por el asombro, la joven no fue capaz de responder.

—Menuda crisis asmática, ¿eh? —insistió el gato—. Pero ya estás mejor, ¿verdad?

El contenido amable de dichas palabras contrastaba con cierto aire intimidatorio en el tono de voz. Después de parpadear dos o tres veces, Nanami asintió con la cabeza.

—Sí…, creo que sí —admitió.

—Bien —dijo el gato y, tras asentir escueta y serenamente con la cabeza, miró hacia la leve claridad azulada—. Déjalo estar. Es inútil. De nada te servirá perseguirlo. Nunca lo atraparás.

Su voz, de imponente resonancia, parecía provenir de lo más profundo de su estómago. Si ya era raro encontrarse a un gato en una biblioteca, desde luego más raro aún era que este pudiera hablar. Nanami se llevó ambas manos al pecho y respiró profundamente. Los ruidos parecían ir remitiendo y, por tanto, el ataque de asma también.

En algún libro había leído que una crisis asmática especialmente virulenta podía llegar a producir alucinaciones en el paciente, debido a la súbita bajada de los niveles de oxígeno en el cerebro. Sin embargo, la presencia de aquel gato era demasiado vívida como para tratarse de una visión. La muchacha volvió a mirarlo.

—Eres… un gato, ¿verdad?

—Vaya pregunta. ¿Acaso parezco un perro?

Que un gato hablador le preguntara a un humano si le parecía un perro no hacía sino añadir más confusión al asunto. Naturalmente, Nanami carecía de los elementos suficientes para determinar que ese ser que tenía ante sí pudiera ser realmente un gato. Al fin y al cabo…

—Al fin y al cabo, los gatos no hablan —señaló la joven.

—Qué tontería. Lo único que no hacemos es decir sandeces sin parar, como hacéis vosotros los humanos. Nos limitamos a hablar cuando es debido y a callar también cuando es debido.

Aquel era, desde luego, un gato muy particular. Nanami nunca había visto nada parecido. Desconcertada, se llevó las manos a la cabeza.

—En cualquier caso —prosiguió el felino—, solo debo advertirte de una cosa. No te acerques a ese pasillo, ¿lo has comprendido?

—¿Por… qué?

—Simplemente, no te acerques.

—Habrá alguna razón… Además, ¿adónde conduce ese pasillo que se ha abierto al fondo? —Nanami estaba empeñada en que el animal le contara lo que estaba sucediendo—. Que yo sepa, ahí no debería haber ningún pasillo.

—Bien, jovencita, permíteme explicártelo de otro modo: ¡no te metas donde no te llaman!

Sin duda, semejante contundencia invalidaba cualquier nueva pregunta.

—Esto es más serio de lo que imaginas —continuó el gato—. Internarte por ese pasillo no te traería nada bueno. Si cometes la imprudencia de…

Nanami lo interrumpió.

—¿Qué sabes del hombre que rondaba por aquí hace unos minutos?

La osada actitud de la joven pareció pillarlo por sorpresa. Tan imperturbable y seguro de sí hasta ese momento, el felino se mostró repentinamente contrariado. Nanami insistió.

—¿Estaba robando libros?

—Eh… Sí, pero…

—¿Y se los ha llevado al fondo de ese extraño pasillo?

—¡Jovencita! —El tono de voz del gato se intensificó—. Acabo de decirte que no es asunto tuyo, ¿de acuerdo? Deja que te lo explique. Es muy fácil: lo único que tienes que hacer es cerrar la boca, taparte los oídos, mirar hacia otro lado y largarte de aquí. Y, por supuesto, olvidarte de esto. ¡Aaah!

El gato había lanzado un repentino maullido de dolor al notar la mano de Nanami cerrarse sobre la base de su cuello. La joven lo agarró con firmeza suficiente para levantarlo del suelo y mantenerlo sujeto, en vilo, ante sí.

—¿Qué…, qué haces?

—Los libros sustraídos… ¿están o no están al fondo de ese pasillo?

—¡Suéltame! ¡Te lo advierto por tu bien!

Los ojos del gato relampaguearon llenos de fiereza pero, aparte de eso, no había nada que el animal pudiera hacer. Suspendido en el aire, su única movilidad consistía en balancear su grueso rabo de un lado al otro.

—Dime qué debo hacer para recuperar los libros —exigió Nanami.

—¿No acabo de decirte que es peligroso?

—Si es peligroso, entonces al menos es posible. Así que explícame qué debo hacer para traer los libros de vuelta.

El gato clavó la vista en Nanami, con un gesto fiero en el que bullía una mezcla irreconciliable de rabia, hastío y desconcierto.

—¿Qué harás si me niego?

—Seguiré sujetándote así, colgando, hasta que el brazo se me quede dormido y no pueda moverlo más.

—No digas estupideces…

—Parezco frágil, pero tengo mucha fuerza en los brazos. Los he entrenado cargando libros pesados durante años.

Por muy en serio que se expresara Nanami, el gato no parecía dispuesto a dar ninguna explicación, hasta que finalmente, después de unos instantes de silencio, volvió a hablar, esta vez con evidente resignación.

—Bájame…

Nanami obedeció y, una vez en el suelo, el gato se estremeció.

—Mira que eres rara. A la mayor parte de la gente le basta oírme hablar para salir corriendo. Pero a ti no te doy miedo.

—Obviamente, pertenezco a la menor parte de la gente.

—Ni siquiera eso, porque quienes no salen corriendo se limitan a ignorarme y hacer como si nada.

—Ah, ya veo —aceptó Nanami mecánicamente—. Reconozco que me he llevado una buena sorpresa, pero es verdad que no me das ningún miedo. Lo que me preocupa realmente es el robo de esos libros tan importantes para mí.

—¿Qué libros son tan importantes para ti?

—Las obras de Arsène Lupin —respondió Nanami con serenidad. La mirada de la muchacha era afilada y seria, pese a la calma aparente. El gato debió de percibir tal intensidad, porque a partir de ese momento se mostró más cauto. Contempló a la muchacha como si tratara de sondear sus intenciones y, a continuación, preguntó con su voz grave y sedosa:

—¿De verdad quieres recuperar los libros?

Nanami volvió a asentir con la cabeza, y a continuación dijo:

—Ahora, seguro que vas a replicarme que una chica enclenque y con asma no puede hacer nada…

—El asma no tiene nada que ver con esto —aseveró el gato—, y el que seas una chica o un chico tampoco. Si te internas por ese pasillo, lo único que te servirá de ayuda será tu honestidad y tu valentía.

—En tal caso, no veo que haya ningún problema. Mentalmente, me considero una persona fuerte.

—Hum… —El gato la observó fijamente—. Sí, supongo que lo eres. —Entonces, inspiró profundamente y preguntó—: ¿De verdad estarías dispuesta a acompañarme?

—Si ello me permite recuperar los libros…, sí.

—No puedo asegurarte nada, jovencita. Pero, de acuerdo, intentémoslo.

Nanami asintió con firmeza.

'Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona' entre 1877 y 1908, funesto creador del garrote catalán

'Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona' entre 1877 y 1908, funesto creador del garrote catalán

—Antes de nada —dijo—, ya está bien de llamarme «jovencita». Me llamo Nanami. Encantada. —Y tras levantar la pata del gato con su mano izquierda, le estrechó la garra con la derecha.

—Yo soy Tora, que significa «tigre». El nombre me viene por las rayas atigradas de mi pelaje.

A pesar de la aclaración, su voz mantenía cierta hosquedad. Al menos, no trató de zafarse de la mano de la niña, aunque Nanami notó un leve tirón de la garra, quizá involuntario.

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