La felicidad de la impostura
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Caigo en la felicidad en cuanto doy con el más mínimo motivo. Y acabo de encontrar uno: tener el título de estas notas antes de que las escriba, e incluso antes de saber qué diré en ellas y si acabaré ajustándome al título, o escaparé hacia el desierto de Sonora, México, donde hay una universidad con palmeras salvajes, un punto de avanzada en el desierto y donde podría hacerme pasar por otro. De mi generación, fue Justo Navarro el que, en su prólogo a El cuaderno rojo, de Paul Auster, dijo que “ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo.
Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad, escribir es hacerse pasar por otro” Y para algunos, para mí seguro, esas palabras se convirtieron en un lema que acatamos con alegría. Escribir es hacerse pasar por otro, hacerse pasar por uno mismo, que es otra forma de hacerse pasar por otro. Lo que está claro es que en otros días, por el planeta Tierra, pasó Montaigne, que fue quien habló de los diversos yos, de los diversos estados de ánimo de un hombre a lo largo de una sola jornada. Si en un solo día somos tantas personas al mismo tiempo, tantas que se disuelven para dar paso a otras que también están en nuestro interior, ¿cómo podemos pensar que somos cada uno de nosotros un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado?
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Por la Tierra pasó Montaigne y con él se inició un capítulo inédito de la historia del género heroico, sin duda todavía por escribir y que incluiría a todos aquellos –desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett y algunos sucesores de éstos– que combatieron con un esfuerzo fabuloso contra toda forma de impostura. Un combate de claro acento paradójico, pues quienes así lidiaron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea.
Kafka sin ir más lejos con su atemporal obra, centrada tanto en lo inasible y esencial de la condición humana, como en los engranajes que permiten la operación del poder, de sus ligaturas y del motor de la culpa. Utilizó la ficción para llegar, para aproximarse a la verdad, concepto en el que, por otra parte, no creía. En su estancia en Zürau, dejó dicho que sólo hay dos cosas: la verdad y la mentira, y que, como la verdad era indivisible y por tanto no podía conocerse a sí misma, quien quisiera conocerla, tenía que ir por la vía de la ficción. Dicho de otro modo: nada que no sea completamente verdad, puede ser verdad, y todo lo que llamamos verdad a medias es necesariamente ficción.
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Y bien, tener el título de La felicidad de la impostura no tiene por qué significar que uno ya lo tiene. Porque el título podría ser también La felicidad de la literatura y, al menos en un primer momento, estaría diciendo o anunciando lo mismo, sólo que uno y otro título viven por su cuenta sus propias vidas. Y la prueba está en cómo, recién inscritos en la pantalla de mi ordenador, han comenzado a bailar y separarse, cada cual con su mundo.
Me ha parecido estar viviendo una experiencia ya vivida por otro escritor, Sergio Chejfec, al que podríamos situar en la noble línea de los Musil, Beckett. En Últimas noticias de la escritura, dice Chejfec que “la condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física. Como si la presencia electrónica, al ser inmaterial, se hermanara mejor a la insustancialidad de las palabras y a la habitual ambigüedad que muchas veces evocan”.
¿Se unió con estas palabras flotantes Chejfec, genio de las dudas, a la discreta facción de los que un siglo antes, muy especialmente a partir de Hofmannsthal y de su Carta a Lord Chandos (“He perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”) mostraron una desconfianza hacia las palabras en todos los terrenos, ya no digamos a la hora de transformar el mundo.
En una disidente línea de confianza en el lenguaje, estaría Elías Canetti con El poder de las palabras, ensayo que hace años leí hipnotizado olvidándome por un largo rato de mis suspicacias hacia ellas, hacia las insustanciales palabras. Palabras en cuyo poder tanto afirmaba creer Canetti y que están ahí, como presencia o sombra, cuando te acercas a este autor y ves que en la pantalla no baila una sola palabra mientras lees que “todo escritor que ha conseguido un nombre y que lo impone sabe muy bien que, por este motivo, deja de ser escritor, pues administra posiciones como un burgués cualquiera”.
No queda otra que creerle porque ahí nadie puede desconfiar de lo que con las insustanciales palabras de rigor compone Canetti con maestría y precisión y como algo que es imposible que sea más creíble: “Pero ese escritor, el que administra posiciones como un burgués cualquiera, ese escritor, tenido como tal, ha conocido a algunos que hasta tal punto eran escritores que precisamente por esto no pudieron conseguir ese nombre. Terminan apagados y asfixiados, y pueden escoger entre vivir como mendigos o recluirse en un manicomio”.
Ya sólo falta que leamos que el escritor de éxito asesina a los verdaderos escritores, a aquellos que fueron mucho más escritores que él y a los que él difícilmente puede soportar a su lado, aunque eso sí, está dispuesto a venerarlos en el manicomio. También esto, ese colofón de Canetti a sus palabras, nos lo creemos. Porque, entre otras cosas, hemos acompañado a alguien en su visita al manicomio y sabemos que eso ocurre en la realidad, calcado a cómo lo cuenta Canetti y, por lo que sea, lo revivimos a diario como si fuera una ficción. ¿O no es una de las facetas más apasionantes de la literatura el hecho de que la autenticidad siempre permanezca en un estado fetichista, pues jamás se puede cruzar el espejo a su encuentro?
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Está, por supuesto, la felicidad de la impostura en la literatura. Sería un título que contendría una redundancia en su enunciado, pero una redundancia siempre feliz, porque dejaría afuera la grosería de tantas imposturas en la vida real, como una que recuerdo que tuvo como escenario la Ciudad de México.
Fue un caso de impersonation no deliberada, involuntariamente jocosa y trágica a la vez. Llegué a saber de ella gracias a unos amigos que vivían en el Distrito Federal, en Coyoacán, concretamente en la calle de la Dulce Olivia. A esa dirección enviaba cartas a finales del siglo pasado, cuando aún adoraba los sellos que llegaban al buzón de casa desde países extranjeros.
Un día, esos amigos tuvieron a bien contarme por qué su calle, en la colonia Santa Catarina de Coyoacán, se llamaba de aquella forma. Era una imposición del tan desbocado como célebre y temperamental actor Indio Fernández, habitante número 1 del número 1 de la calle. Enamorado platónico de la gran Olivia de Havilland, una noche el Indio –famoso por su carácter bronco, arrollador, para algunos brutal y hasta mortal– decidió hacer una tabla con una leyenda muy particular, en madera, y, muy entrado en copas, fue a gritarles a los vecinos que así se llamaría la calle porque a él le daba “su real y chingada gana”.
Al morir el Indio Fernández en el verano de 1986, su familia lo sintió mucho y al mismo tiempo quedó aliviada, porque se liberó de su volcánica presencia. Hasta que un día, para darles el pésame, llamó a la puerta el doble cinematográfico del Indio, que hablaba con el mismo tono de éste, y hasta físicamente recordaba muchísimo al difunto. Consternada, la familia, a la quinta o sexta plúmbea visita que les hizo en su prolongación fastidiosa del pésame, se vio obligada a sugerirle al buen hombre que espaciara más el tiempo entre un pésame y otro.
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Que la impostura es el motivo mismo de la literatura lo descubrí al publicar Impostura, el título en 1984 de una novela, la primera que publiqué en Anagrama. Antes de ella, había escrito y publicado varios libros, siempre tratando de saber de qué me interesaba hablar y, al no lograr averiguarlo, aquello comenzó a ser una obsesión ridícula, absurda, porque, al moverme en aquellos momentos iniciales de mi escritura en el plano exclusivamente narrativo, podría haberme dado cuenta de que me bastaba con simplemente preguntarme si la ausencia de tema impedía desarrollar una historia. ¡Pero si, después de todo, el tema de la identidad imposible –tan propio del romanticismo– se desprendía de todo lo que narraba en aquellos días!
En toda esa búsqueda de un sentido para lo que narraba, hubo más de un episodio que ahora contemplo con humor, como cuando me dedicaba a imitar y suplantar a Joseph Conrad que durante una temporada se estuvo diciendo a sí mismo (que era lo mismo que también yo me decía): “Quizás quede algo de qué escribir”.
La búsqueda decreció a partir del momento en que publiqué Impostura y la crítica comentó que lo interesante del libro no estaba tanto en la reiteración de un motivo literario usual “cuanto en la muy aguda articulación de este motivo como el motivo mismo de la literatura y el lugar del escritor en el seno del curso literario”.
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A partir de ese momento, sabiendo ya que la intuición me había llevado a articular un motivo literario usual (el de la identidad imposible) con el motivo mismo de la literatura, comencé a sentirme el héroe de mi propia investigación y a vivir con la sensación permanente, tal vez alucinatoria, de que cada espejo me reflejaba de una manera distinta. En cada nuevo cuarto de baño de un hotel a otro, no era el mismo. Era como si la menor diferencia de encuadre, de azogue, de luz incidental, de cromatismo ambiente, hicieran irrumpir, desde mi propio cuerpo desdoblado en el espejo, una visibilidad completamente nueva, no menos verdadera, no menos falsa, que todas las demás.
Era capaz de vivir, con esa sensación, un viaje entero por todo el mundo y, al regresar, anotar, con sencillez (como si, al no haber espejo, el gabinete y el escritorio me devolvieran mi verdadero rostro): “Yo sé quién soy”.
* La última novela de Enrique Vila-Matas es ‘Montevideo’ (Seix Barral, 2022).