'Lucha de tribus'
En esta obra, titulada Lucha de tribus. Mitos y verdades de la batalla política y la radicalización identitaria entre la izquierda y la derecha, el analista político Eduardo Bayón analiza las principales ideas y propuestas políticas que plantean los partidos políticos españoles en ambos lados del espectro. Asimismo, trata también asuntos como el consenso político, el sistema electoral español, la identidad nacional y territorial, el populismo o la crisis institucional, entre otros temas.
infoLibre publica parte del primer capítulo de este ensayo, El consenso como mito fundacional del sistema político del 78. El libro, editado por La Esfera de los Libros, llega este miércoles 9 de octubre a las librerías:
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El consenso como mito fundacional del sistema político del 78
La historia de España como una historia de luchas fratricidas, cainitas y de peleas entre hermanos ha sido una constante en las narraciones de las últimas décadas. Un relato que aparece como un elemento habitual en el repertorio retórico de muchos políticos. Esta narrativa subraya la complejidad de las relaciones históricas y sociales en España, destacando los enfrentamientos internos que han marcado su trayectoria histórica. Los conflictos entre diferentes facciones políticas, ideológicas o territoriales han dejado una huella profunda en la identidad nacional y en la percepción que se tiene de la propia historia del país. Este relato de luchas internas también ha sido utilizado por diversos actores políticos para legitimar ciertas posiciones o para señalar la necesidad de superar divisiones y trabajar hacia la cohesión y la unidad.
En la campaña electoral de las elecciones generales de abril de 2019, Albert Rivera, entonces flamante líder de Ciudadanos —que conseguiría su mejor resultado en aquella cita electoral— fue invitado al programa matinal de la presentadora Ana Rosa Quintana. Aquella mañana Rivera acabaría siendo entrevistado por unos niños que habían sido invitados al programa. Ante las preguntas de estos, el líder del partido naranja realizó la siguiente afirmación: «Aquí hubo una guerra en la que se enfrentaron primos, hermanos y familias que no debería haber existido nunca. Alguna gente radical intentó enfrentar a la gente que vivía junta y a mí no me gustan ni los bandos ni las guerras y muchos menos entre hermanos».1 Rivera aludía de esta forma a la manida idea de que ambos bandos fueron de alguna manera responsables de la Guerra Civil e igual de malos en sus acciones; o bien se elimina el contexto político para sostener que las causas del conflicto fueron irracionales, primitivas y propias del supuesto carácter español. Una idea, que más allá de las responsabilidades y actos de cada bando, elude la responsabilidad de un golpe de Estado y de la sangrienta represión que ejerció la dictadura franquista. Este relato del pasado que servía a Rivera para conectar a su espacio político con la trayectoria histórica del país, entronca también, como se va a ver a continuación, con el relato que dio cobertura al paso de la dictadura a la democracia.
La cultura política de la Transición: ¿un relato hegemónico?
El mito de que España es un país sin remedio, debido a sus particularidades sociales, su primitivismo o la incapacidad de los españoles de vivir juntos sin matarse, se vincula habitualmente a su contrario, en la que aparece la Transición y el sistema político del 78 como una época de esplendor y desarrollo inéditos en la historia del país. Una cultura política, la de la Transición, que pervive hasta nuestros días en relatos mayoritarios. La narrativa predominante presenta el periodo de la Transición, el paso de la dictadura franquista a la democracia, como un proceso pacífico y consensuado en el que se minimizan o pasan por alto los conflictos sociales, políticos y económicos que tuvieron lugar durante este periodo de la historia reciente de España. El mito de la Transición también se presenta como la antesala, como consecuencia de esta, de la desactivación de la calle. Es decir, el final de las grandes movilizaciones ciudadanas y de una política beligerante.
Una noción de unidad, de consenso, sin vencedores ni vencidos, que se invoca de forma recurrente en la dialéctica política. En la mayoría de las veces, se hace con la finalidad de invalidar posicionamientos que aspiren a una mayor transformación del sistema vigente. Un intento de otorgar cohesión en su momento al recién instaurado sistema democrático. El periodista Guillem Martínez, quien acuñó el término cultura de la Transición, se referiría acertadamente a esta cuestión:
La cohesión social, esa cosa que en democracia consiste en acuerdos legales, económicos, políticos, sociales, en una tensión continuada, en España se había sustituido por una cultura, por el uso sustitutivo de la cultura, en contacto con el Estado y al servicio del Estado. El resultado era una cultura que, en ninguno de sus accesos y series, planteaba problemas, sino que los solucionaba, al eludirlos, al sacar de la circulación cualquier producto que chocaba con esa idea de cohesión. Los solucionaba acotando los temas, evitando tensión y beligerancia en temas legales, económicos, políticos, sociales. La Cultura de la Transición, esa cosa que ocurría en todos los medios, series y accesos, era la sustitución de la posibilidad de una cultura beligerante, libre, abierta, por una cultura excepcional, al servicio del Gobierno, limitada y modulada por el Gobierno, que penalizaba la beligerancia y la expulsaba de la cultura, de manera que cualquier producto o hecho no tabulado no solo se ubicaba fuera de la cultura, en general, sino fuera de la identidad española y de la identidad democrática. Al cabo, todo ocurre en nuestra cabeza, y la Cultura de la Transición velaba por que la beligerancia no ocurriera en ella, sino una idea de cohesión en la política, antes que en la sociedad.
La crítica a la cultura de la Transición tuvo su auge tras más de tres décadas de relato hegemónico. Fue con la irrupción del Movimiento de los Indignados del 15-M cuando se cuestionó las narraciones vigentes que sostenían y daban sentido al sistema político vigente, ante una oleada de malestar social sin precedentes como consecuencia de la grave crisis económica de 2008. La cultura de la Transición era presentada por el movimiento del 15-M como una serie de afinidades narrativas de las burbujas de poder político y mediático, que daban forma a un relato ajeno a los sectores populares de la sociedad. En definitiva, una cultura vertical que, a su vez, unifica el imaginario colectivo y social dibujando los límites de lo posible en términos políticos.
Volviendo a la figura política de Rivera —la cual sirve para ilustrar cómo ha operado este tipo de discursos— durante la sesión de investidura fallida de Pedro Sánchez en marzo de 2016, el dirigente liberal apelaba, una vez más, a la concordia de la Transición: «Aquí nadie tiene que venir a ganar. Como en la Transición. No tiene que haber vencedores ni vencidos. […] En el lugar donde se forjó el debate y la concordia. Un debate protagonizado por hombres de Estado que supieron poner en común lo que les unía y que aparcaron los conflictos».
Las dos cuestiones apuntadas convergen en un relato en el que la Transición aparece como la «salvadora» de un destino, el de España como nación, que hasta entonces no tenía remedio. El trauma de la Guerra Civil española del siglo xx, vinculada a otros conflictos bélicos internos, especialmente los del siglo xix —entre los que destacan las tres guerras carlistas—, sirve para afianzar un relato que propicia el no cuestionamiento del sistema vigente, o niega la posibilidad de propuestas que aborden reformas profundas del mismo. Tampoco permitía la crítica. El ejemplo que mejor ilustra esta cuestión es la institución monárquica, que encontró en la cultura de la Transición la legitimidad de la que carecía. Incluso a posteriori, los escándalos del rey Juan Carlos I se han intentado justificar como un mal menor ante el papel decisivo durante estos años que se le atribuye.
Generalmente, estas narraciones pasan por alto que la política y la propia democracia encuentran en el conflicto político y dialéctico un factor inherente a su propia existencia. Ambas, política y democracia, no son en esencia otra cosa que la forma pacífica de canalizar las disputas de la sociedad, de canalizar las demandas contrapuestas por parte de los diferentes actores, de dirimir diferencias y establecer quiénes son los ganadores y perdedores de las políticas públicas aprobadas e implementadas. Admitiendo esto, ¿por qué en España hay una apelación constante a la idea de pacto y consenso? ¿Es este consenso transversal a las diferentes fuerzas políticas? ¿Por qué la generación que protagonizó la Transición a la democracia insiste en esta idea de consenso?
Veamos algunos ejemplos que ilustran esta cuestión. Tres semanas después de las elecciones del 10 de noviembre de 2019, el expresidente del Gobierno Felipe González, en una conferencia impartida en Buenos Aires junto al periodista Jorge Fontevecchia, afirmaba sentirse incómodo con la contienda política que se vive en España. González lo expresaba de la siguiente manera: «Nosotros generamos un periodo a partir de ese consenso que nos ha durado treinta y cinco o treinta y seis años y ahora mi incomodidad es que estamos abriendo nuestra propia grieta con una política de bloques en la que los discursos dominantes están en los extremos del espectro ideológico».
El expresidente del Gobierno de España aludía de esta forma al relato oficial y extendido de la Transición que ha consolidado como eje central una noción concreta de consenso. Esta idea en torno al pacto, la unidad, las renuncias y concesiones políticas configuró el relato sobre la vuelta de la democracia en España. Un proceso político, el paso de la dictadura franquista al sistema democrático actual, que culminó de forma exitosa pese a los presagios de fracaso que marcaron los años posteriores a la muerte del dictador. Una época de España que la generación que la protagonizó considera su obra vital.
Esta idea hegemónica de consenso sirvió para articular en torno al reformismo institucional la reducción de la movilización social. Es decir, se potenció de esta forma la canalización de las demandas de la ciudadanía y el resto de los actores sociales a través de los partidos y los cauces institucionales. No obstante, el denominado consenso fue entonces la voluntad de élites políticas conformadas por un gobierno de políticos provenientes del régimen franquista y unos opositores que aceptaron una salida negociada a cuarenta años de dictadura. Un proceso que, en parte, culminaba en un sistema homologable al de la Segunda República a cambio de «resetear» el pasado político de los protagonistas del nuevo tiempo político. Una reforma política llevada a cabo desde el poder, acompañada por la consolidación de una monarquía que necesitaba propiciar ciertas reglas democráticas para pervivir en el final del siglo xx. Un consenso relativo que dejó fuera de la discusión aspectos clave del entonces futuro sistema político. Precisamente, el más llamativo, fue la forma de Estado, si monárquica o republicana, cuyo debate o hipotético cuestionamiento fue alejado de la agenda política.
Como afirma la historiadora Sophie Baby,5 la Transición fue «un compromiso necesario entre la ruptura radical que reclamaba la oposición y la reforma desde el interior de las instituciones que deseaba la élite en el poder, la fórmula política resultante de las decisiones estratégicas de los actores de la época revela tener en último término un carácter híbrido, bien de una reforma pactada, bien de una ruptura pactada, en función del bando político en el que uno se sitúe. Desde este punto de vista, se impone el gradualismo».
El régimen democrático pervivió, porque quienes tenían otras hojas de ruta fracasaron en sus intentos y no contaron con la fuerza suficiente para llevarlos a cabo. Ejemplo de ello fue la derecha nacionalcatólica proveniente de los sectores más intransigentes de la dictadura, quienes se quedaron fuera del consenso constitucional, al igual que otros grupúsculos de extrema izquierda. Con el sistema político consolidado, la idea de consenso se potenció y mitificó. Una idea de consenso que también cuenta con un componente nostálgico evidente, a través de quienes utilizan la memoria construida de este periodo para atacar o denostar el presente, contraponiéndolo y mostrando su rechazo a este. Es un intento de relatar el presente como una traición o desviación de la idea original con el fin de invalidar posicionamientos políticos en el tiempo actual.
Otro de los aspectos esenciales sobre los que se asienta la idea de consenso es la paz social. El periodo de la Transición estuvo marcado por el miedo. A las amenazas por parte de sectores del Ejército, el denominado «ruido de sables», se sumaba el recuerdo de la Guerra Civil y la necesidad de no repetir enfrentamientos armados y violentos del pasado. Esta idea de paz social ha permanecido vigente hasta la actualidad y es utilizada en discursos políticos para arrinconar a posiciones extremistas, como cuando Sánchez apelaba en la precampaña electoral de las elecciones municipales y autonómicas de 2023 al «consenso político frente a la derecha de los chamanes y el ruido».
'Hezbolá'
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Todo sistema político necesita su mito fundacional. Portugal, por ejemplo, tiene la Revolución de los Claveles de abril de 1974. Un acontecimiento que provocó el fin de cuarenta y ocho años de dictadura (el «Estado Novo»), que gobernaba en el país desde 1926. La Revolución de los Claveles comenzó con un golpe de Estado llevado a cabo por capitanes del Ejército que acabó convertido en una revolución pacífica. La fecha del 25 de abril quedó consagrada como fiesta nacional del nuevo sistema republicano instaurado y la canción «Grândola, Vila Morena», de José Afonso, que había sido prohibida por el régimen y posteriormente emitida por radio a las 00.20 horas del 25 de abril, como señal para que comenzara el levantamiento armado. La canción se convirtió en un símbolo del Portugal democrático. Volvamos al caso español. Los mitos fundacionales también generan hipotecas o efectos no deseados. El consenso del que hemos hablado ha servido a la postre «para justificar el inmovilismo institucional y el privilegiado statu quo de ciertos actores políticos», como sostenía Jorge Urdanoz Ganuza, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra.7 Urdanoz añade, en este sentido, que esta utilización del mito del consenso «genera una perplejidad indescriptible entre la sociedad, en especial entre los jóvenes». Una idea de consenso, prudencia y estabilidad que contribuye a la preservación del statu quo y a un conservadurismo institucional que impide cualquier reforma, especialmente, aquellas que requieren de una modificación constitucional.
La Constitución es un buen ejemplo de ello. Solo ha tenido modificaciones en tres ocasiones en más de cuarenta años. La primera de ellas, el 27 de agosto de 1992, cuando se añadió en el artículo 13.2, la expresión «y pasivo», referida al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales. Esta modificación fue aprobada por los grupos parlamentarios en el Congreso del PSOE, PP, CiU, IU-ICV, CDS y PNV. La reforma obedeció a una exigencia de adaptar el texto constitucional al Tratado de Maastricht de la Unión Europea. La segunda reforma constitucional se produjo en 2011 para la modificación del artículo 135 y la introducción de la llamada «estabilidad presupuestaria». Una modificación pactada entre PSOE y PP en el contexto de las exigencias de austeridad económica tras la crisis de 2008 y que acabó pasando una importante factura política a los socialistas. La tercera y última se ha producido en 2024. Una reforma de carácter menor en términos jurídicos que tuvo la finalidad de sustituir el término «disminuido» por «personas con discapacidad» en el artículo 49 del texto constitucional.
Por lo tanto, durante estas décadas tenemos tres reformas, dos de las cuales responden a exigencias de la Unión Europea, y una tercera que busca corregir el léxico utilizado en la Carta Magna. Lejos ha quedado cualquier intento de adaptar diversas cuestiones a la época actual. Ya no solo el ejemplo del Senado citado antes, sino también otras como la prevalencia del hombre sobre la mujer en la herencia de la Corona. Una cuestión cuya reforma se ha pospuesto para evitar debates acerca de la forma del Estado español.