Carreras de vértigo, un verano fatal y Penélope Cruz en el retrato del carismático dueño de ‘Ferrari’
Neil McCauley mentía cuando decía aquello de “Nunca admitas nada en tu vida que no puedas dejar en menos de cinco minutos si la poli te pisa los talones”. El personaje de Robert De Niro en Heat aseguraba que ese era su lema, que gracias a él no volvería a pisar la cárcel, y te lo creyeras o no ahí estaba la clave para entender una de las películas más celebradas de Michael Mann. Porque Neil, desde luego, estaba dispuesto a abandonar a su pareja si con ello podía evadir la ley. ¿El amor, la preocupación por una vida en común? De eso sí podía zafarse. Pero, si hablábamos de su pulsión arrogante, de un caprichoso código de honor, la cosa cambiaba. Y por eso al final Neil era acribillado por el policía de Al Pacino.
No volvería a la cárcel, pero tampoco había podido librarse de la necesidad de satisfacer su venganza egoísta contra el traidor de Kevin Gage. Enfrentado a un ego mancillado, a una grieta en su currículum criminal, no había habido profesionalidad o mantra que valiese. Neil iba a condenarse a sí mismo, explotando esa tensión que siempre ha anidado en los personajes de Mann. Hombres con un trabajo, hombres que han construido un relato sobre ese trabajo que les ayude a vivir, y el modo en que una vida ajena a metodologías desbarata la equivalencia entre ambas nociones. Es fácil mirar hoy con condescendencia a Mann, veterano de renuencia militante a salir de estas claves. Así lo ejemplifica su empeño en volver a Heat, con una precuela-secuela literaria que quiere llevar pronto al cine.
Mann ha seguido no obstante replicando el afán meticuloso de esos protagonistas masculinos, enfrentándolos a nuevos escenarios y contradicciones. Blackhat —una de las películas más infravaloradas de la pasada década— parecía detenerse de hecho en el enemigo final, o al menos en el ente donde naufragaría del todo cualquier pretensión por mantener un código de conducta (¿caballeresco?, ¿samurái?) en nuestro siglo: ese paradigma digital donde las formas de su cine habían hallado territorio fecundo, a cambio de que los protagonistas terminaran colapsando frente a un abismo de datos que desdibujaba cuerpos y valores. Blackhat, obra sobre el vacío y la suspicacia y la derrota, llevaba más lejos el discurso de Mann que Ferrari. Pero porque Ferrari, a su vez, quiere articular la precuela de esa derrota.
En los últimos años varias voces pensantes, empezando por Cara Daggett, han teorizado la petromasculinidad. Históricamente ha habido un vínculo claro entre los hombres y los coches, pero ajustando ese vínculo a un presente marcado por la emergencia climática y un rechazo organizado a los combustibles fósiles —o al propio machismo—, la petromasculinidad ha pasado de ser un fetiche a un imaginario abocado a la neurosis. Así que por un lado tenemos Fast & Furious, celebración familiar de una virilidad caricaturesca e inofensiva, y por otro las chifladuras de acero y herrumbre que Michael Bay orquestó con Transformers. Los coches como tal, “realistas”, en tanto a emanaciones románticas previas al capitalismo tardío, también han circulado por la pantalla, marcados por la mirada masculina.
Incluso antes de Ferrari tuvimos un episodio histórico no muy lejano a lo que cuenta el film, Le Mans ‘66, donde James Mangold proponía un acercamiento entre irónico y calculadamente neoclásico al parentesco entre hombres y coches. Era un acercamiento muy distinto al de Mann, claro. Porque este Ferrari es sobrio, ajeno a nostalgias confortables, y posee el volumen de dolor correspondiente a haber estado indagando durante cuarenta años en cuestiones parecidas. Ferrari no es un biopic. Solo se dedica a mostrar un verano muy ajetreado en la vida de Enzo Ferrari (Adam Driver), el de 1957, con el fin de seguir rubricando la tragedia del hombre profesional que tanto preocupa al director de Heat.
En este sentido los escasísimos flashbacks aluden a la construcción de un código para Enzo —él también tiene un código— y a las primeras señales de que este colapsará algún día, como contextualización para una peripecia sintética donde, en efecto, todo estallará. La amenaza de que los coches de Ferrari pierdan el récord de velocidad coincide con la preparación para la carrera de la Mille Miglia, así como con la posibilidad de que la mentira sobre la que el protagonista ha edificado su imperio familiar sea revelada. Enzo, elegante a cualquier hora y distante tras sus gafas oscuras, asiste a este encadenado de acontecimientos tratando de mantener la calma, autoconvenciéndose de que podrá solucionarlo.
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A su alrededor Mann pone en pie el impecable aparato formal al que nos tiene acostumbrados, encadenando secuencias de gran complejidad narrativa —el mérito también es del fallecido guionista Troy Kennedy-Martin— donde alterna en progreso simultáneo diversas facetas de la vida de Enzo Ferrari. La puesta en escena de Ferrari es deslumbrantemente precisa, tan capaz de informar de una rutina de vida —la forma en que se nos explica el día a día de su protagonista en los primeros veinte minutos— como de hacer calar dramáticamente los distintos focos que la comprometen. La interpretación llameante de Penélope Cruz como Laura, aunque algo caricaturesca, sirve bien a este propósito.
El equilibrio fraguado entre la cuidadosa visualización de las carreras de coches y la coreografía caótica de los accidentes supone otra faceta de la majestuosidad con la que Ferrari se comunica y confía en sí misma, en la verdad atemporal que está destilando. Es uno de esos films magníficos donde parece que cada pieza está en su sitio, y donde los aspectos menos lucidos —como podría ser el proceso por el que el personaje de Cruz va descubriendo la verdad, resuelto enteramente por fructíferas visitas a un banco— parecen obedecer más a un descuido puntual que a una incompetencia realmente grave.
Volviendo al recuerdo de Blackhat, Mann apunta a haber hallado en el motor rugiente de los coches —como ya había hecho con el cosmos digital— un espacio donde sublimar la egomanía fatalista de sus protagonistas, y enfrentarla a una destrucción por varios flancos que afectará a inocentes más allá de las proverbiales mujeres. Confirmando, en fin, que el hombre no necesita que la poli le pise los talones para perderlo todo igualmente.