Álvaro Pombo entre la ingenuidad y el mal

El exclaustrado

Álvaro Pombo

Anagrama (Barcelona, 2024)

 

En la narrativa española de las últimas décadas, conozco a pocos escritores tan libres y con un estilo tan personal como el de Álvaro Pombo, quien es capaz, como ocurre en su última novela, de citar a Aristóteles, San Agustín, Heidegger, Zubiri, Octavio Paz, el cuento de Caperucita, a la actriz Verónica Forqué y a Escrivá de Balaguer al mismo tiempo. El caso es que nunca se ha atenido a modas, ni cultivado las estéticas o temas candentes, y cuando lo ha hecho, al tratar el tema de la homosexualidad, se ha mostrado heterodoxo. En suma, Pombo tiene una idea de la literatura, de la poesía y de la prosa narrativa que no se parece a la de ningún otro autor. Su nuevo libro es buena prueba de ello, muy distinto, por cierto, del anterior, Santander, 1936, que fue tan bien recibido. Eso no quiere decir que no tenga sus referentes, algunos de los cuales aparecen en estas páginas, ya sea Sartre, con una presencia apabullante, ya Rilke, de quien vuelve a citar una de sus frases preferidas, aunque me parece que de memoria y con alguna variante: “¿Quién habla de victorias? Estar un poco por encima es todo cuanto podemos hacer” (página 106).

El caso es que nos hallamos ante un escritor empapado de numerosas lecturas que administra a su conveniencia, trayéndolas a colación cuando lo considera oportuno. Buena prueba de ello es el peso que tiene en esta novela la intertextualidad, la inclusión de frases memorables de otros autores que adopta como propias. Veamos algunas de ellas: “un amor que no puede pronunciar su nombre” (Óscar Wilde, página 41), “te me mueres de casta y [de] sencilla” (Miguel Hernández, página 122), “el mundo está bien hecho” (Jorge Guillén, página 143), “me quedé no sabiendo, toda ciencia trascendiendo” (San Juan de la Cruz, página 144), “la carne es triste, y yo he leído todos los libros” (Mallarmé, página 155), “a mi soledad voy, de mis soledades vengo, que para vivir conmigo me bastan mis pensamientos” (Lope de Vega, página 163), “en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira:/ todo es según el color del cristal con que se mira” (Campoamor, página 171), “nada te turbe, nada te espante/ (…) la paciencia todo lo alcanza/ (…) solo Dios basta” (Santa Teresa, página 181), o bien “un cuento lleno de ruido y furia que no significa nada” (Faulkner, página 220). Aunque me gusta el juego, el reto, ya me he excedido, no es necesario seguir.     

El exclaustrado está contada por un narrador omnisciente que le cede la voz a los personajes e, incluso, apela al lector como ese posible observador imparcial que observa los hechos (página 216). Le bastan cuatro personajes para componer la historia: Juan Cabrera, el monje exclaustrado, que cuenta 72 años; su joven sobrino Jaime, licenciado en Derecho, que anda por los 20; Antón Rubial, antiguo novicio y ahora profesor de Filosofía del Derecho, quien se muestra manipulador, mentiroso y cruel; y Petri, una chica de treinta y tantos años que trabaja en un club de alterne (tanto ella misma como Jaime y Rubial, e incluso el narrador, utilizan su oficio para denostarla), de donde la rescata el profesor, pues ella aspiraba a llevar una vida tranquila, convencional. Su amiga Luci tiene poco papel y no muy grato.  

Pero según le gustaba recordar a Javier Marías, la rueda del mundo gira sin cesar, aunque a veces parezca que va de acá para allá, sin rumbo cierto. O si lo prefieren, la trama se construye como si se tratara de una partida de ajedrez, con cuatro contendientes que cuentan con habilidades y fuerzas disparejas. El caso es que se plantean varios conflictos que solo se resuelven, de manera inesperada, en los dos capítulos finales, cuando parecía que los personajes se encontraban en un callejón sin salida. Así, la soledad, la amistad o el amor ya sea verdadero o falso, la fascinación, las mentiras, los celos y la venganza adquieren un protagonismo que da pie a numerosas reflexiones, trufadas, como diría el autor, de tropezones de filosofía. 

La trama resulta sencilla y, a la vez, podría decirse que cuenta con la complejidad de una tragicomedia de enredo. Un monje benedictino, Juan Cabrera, decide abandonar el convento, pues ha perdido la fe, de modo que se exclaustra y se encierra en un pequeño piso a leer y escribir, sin apenas mantener relación con nadie. Sin embargo, la visita de su sobrino Jaime empieza a complicarle la existencia, pues este tiene como profesor a Ruibal, a quien Juan Cabrera había denunciado cuando estaban en el convento por un episodio inocuo, lo que le supuso al novicio la expulsión. Años después, Ruibal conoce a Petri, una periquita (las denominan así porque “las cuidaban y conservaban enjauladas”, página 39), en el Machupichu, club de alterne en el que trabaja, y acaba casándose con ella, tras celebrar una boda de relumbrón. De esta unión surgirán los diversos conflictos, que ya no cesarán durante el resto de la narración, enfrentando a los cuatro personajes por razones de maltrato, celos, sospechas y manipulaciones. En el centro de estas desiguales relaciones, se sitúa Petri; a veces víctima, y en otras ocasiones, responsable, en su ingenuo deseo de llevar una vida tradicional, de varios de los incidentes que surgen entre los tres hombres.   

El narrador se refiere a la historia que nos cuenta como un folletín o culebrón (página 77), pues lo es la misma trayectoria vital de Petri; pero también como una farsa o gran guiñol. De todas estas modalidades tienen rasgos los personajes y situaciones. Por su parte, Rubial, en su infinita soberbia, cree, y así se lo hace saber a Jaime y a Petri, que todos ellos forman parte de una ficción, a la manera del “tinglado de la antigua farsa” (en alusión a Los intereses creados, de Benavente), de un gran guiñol cuyos hilos él maneja, en el que Petri y Jaime son marionetas, figurantes, actores de reparto, mientras que el papel de “gran figurón” –el objeto de su venganza– lo reserva Rubial para el exclaustrado. Y como este confiesa en el desenlace de la historia, se trata de un tinglado que monta y desmonta a su gusto (páginas 79, 80, 139, 183, 198 y 219).

La novela puede leerse también como un combate de caracteres, entre personajes de condición, edad y sexo distintos, en el que la tensión va creciendo; e incluso como una lucha entre el bien y el mal (“El mal no es (…) más que lo que impide al bien ser plenamente. El mal es lo negativo y la ignorancia es la negación de la negación” y, unas páginas más adelante, insiste el narrador: “El mal es más interesante que el bien”, páginas 160 y 187), en donde el mal se presenta de forma más explícita en la figura de Rubial, el antagonista, rencoroso y vengativo; mientras que Juan Cabrera se equivoca cuando pretende limitar su existencia a la lectura y el pensamiento, puesto que cuando se decide a actuar no sale bien parado; y Petri y Jaime pecan de ingenuos y volubles. Excepto Rubial, que no tiene arreglo, a los otros tres personajes habría que salvarlos de sí mismos. El autor ha definido El exclaustrado como un libro sartreano, entre otras cosas porque el escritor y pensador francés no creía en la vida contemplativa.

En alguna de las entrevistas que ha concedido, con motivo de la aparición de la novela, Pombo ha comentado que ha intentado equilibrar la filosofía y el diálogo, el pensamiento, la narración de los hechos y la conversación entre los personajes. Pero lo que, sobre todo, me ha llamado la atención es el uso de conceptos de raigambre filosófica, teológica, con neologismos y palabras y frases rebuscadas, no siempre certeras; además del léxico poco habitual (por ejemplo, “se aselaban”, “empecataba”, “fárfula”, “inteligibilizador”, “convivencia tutorial”, “pegajosidad”, “nihilizante”, “preludial”, “charlas homiléticas”, por homilías, “incesantía”, “irrequietud”, páginas 39, 60, 78, 89, 122, 156, 159, 160, 161, 164 y 227) y los juegos semánticos (véase, por ejemplo, el comienzo del capítulo 3, con la reiteración de aterrador/res y de los adverbios en –mente, página 28; y las páginas 44, 61, 104, 135 y 152) o la utilización de la elipsis, como ocurre cuando Rubial y Petri deciden volver a juntarse, entre los capítulos 19 y 20. Nada de esto les llamará la atención a los lectores habituales de Pombo, que se sentirán cómodos entre las reflexiones y los avatares que se cuentan en El exclaustrado, pero a quienes no estén familiarizados con su obra, no me parece que sea esta la mejor para iniciarse en su literatura. Yo les recomendaría que empezaran por El metro de platino iridiado (1990), Donde las mujeres (1996) o, sobre todo, Aparición del eterno femenino contada por su majestad el Rey (1993), las cuales se cuentan entre las mejores suyas. 

Valgan unos pocos detalles más, que quizá no resulten del todo gratuitos: la novela se escribió en el 2020, según ha contado el autor; la acción transcurre durante el periodo de confinamiento por el covid (página 7); Juan Cabrera, quizá por su aislamiento, aunque no le falte una parte de razón, se muestra demasiado crítico con la cultura española: “ahora estamos a la vez cohibidos y desaforados en España. Nadie lee nada, nadie estudia nada, nadie escribe nada seriamente. Todo es opinión desaforada en las redes”, aunque esta última afirmación se la matiza Rubial: “Sus opiniones [de los tuiteros] reflejan más lo que se opina que lo que ellos mismos opinan, por eso son anónimos, opiniones que no se sujetan a sí mismas” (páginas 49 y 51); y fíjense, en otro orden de cosas, en que la atinada ilustración de la cubierta podría ser un poema visual firmado Joan Brossa. Sea como fuere, en esta narración vuelven a aparecer algunos de sus motivos principales, como son la falta de sustancia que atribuye a situaciones y personajes (páginas 20, 25, 57, 205 y 220); el peso de la religión en nuestras vidas; los equívocos; el humor y la retranca que utiliza el narrador; las relaciones entre tíos y sobrinos; o las alusiones a Bernardo de Claraval, personaje histórico que conocíamos por su novela La cuadratura del círculo (1999).

Planto por Javier Marías

Pombo ha definido su obra como una “novela sombría” con un inesperado desenlace. Pues, estamos ante una denuncia trivial que acaba en tragedia. Y aunque Juan Cabrera no sea un autorretrato del autor, algunos de sus rasgos sí parecen advertirse en el personaje: su aislamiento, aunque viva rodeado de libros; el alejamiento de la vida activa, la formulación de sus preocupaciones y la tendencia al individualismo. El que un mes después de la aparición de esta novela, cuando Álvaro Pombo cuenta 85 años, se le haya concedido, con todo merecimiento, el Premio Cervantes, es una grata coincidencia y una alegría para quienes tanto disfrutamos con sus narraciones.

 

* Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario. 

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