Sobre humanos y bestias
Bestiario
Ángel Olgoso
Eolas ediciones (2022)
La polisemia es siempre una opción. Podría empezar diciendo que los cuentos de Ángel Olgoso son fantásticos, y la verdad estaría de mi parte en cualquiera de sus significaciones. Podría decir también que se trata de un escritor bestial, monstruoso, incluso brutal, y sus lectores, con una sonrisilla cómplice, entenderían la picardía del asunto. Porque la polisemia —es lo que tiene— mata siempre dos pájaros de un tiro. También la metáfora participa de este juego reproductor y expansivo, pero de la metáfora hablaremos más tarde, cuando esté a punto de terminar la reseña.
Ahora vayamos sin más preámbulos de lo general a lo concreto. Voy a ser claro: nos encontramos ante un libro absoluto; un libro que trasciende la sofisticación estética —ampliamente celebrada en la obra de Olgoso— para situarse en los territorios de la literatura imprescindible, donde unas veces se llega por virtuosismo y otras por simple intuición, pero donde siempre, siempre, opera la irrefutable verdad de lo humano. Pues justo ahí, en esa alta comarca de las cumbres, se encuentra Bestiario.
Quizá el lector inadvertido —y es por eso que yo quiero advertirles— se abandone a la brillante panoplia de bichos y bestias que transitan por estas páginas. Y hará bien, porque ciertamente hay un goce en la inquietud que genera cada peripecia, un abismo en cada pregunta que nos surge y un puñetazo en cada respuesta. Pero por encima de eso —recuerden que estoy hablando de lo general y todavía no de lo concreto— hay en Bestiario una apelación constante a los cuatro elementos fundacionales, aquellos que nos han convertido en lo que somos, a saber: nuestra parte humana, nuestra zona animal, nuestra sofisticación fantástica y nuestros imponderables realistas.
Y me voy explicando.
Cuando el homo sapiens levantó la cerviz definitivamente dejó orillado —aunque no oculto— ese torrente sanguíneo que lo convertía en preso de su realidad más acuciante: el instinto. A cambio de abandonar ese poder —y como si de una novela fantástica se tratase— se le concedió otro aún mayor, una gracia inalcanzable para el resto de criaturas: el don del sueño. Empezó el ser humano a soñar su vida más allá de la cueva, la charca y la montaña, y soñó también el pasado mitológico de aquellos animales a los que temía, y de tanto soñar acabó por soñarle a sus muertos una vida eterna allá en las estrellas, para verlos tintinear cada noche y dormir bajo su amparo.
Una vez que la imaginación estuvo bien engrasada llegó el código. Una serie de palitos dibujados en el barro que, unidos de diabólica manera, conseguían fijar aquellos sueños en la memoria de un modo casi eterno. Ahí estaban, la fantasía y la escritura, las dos grandes armas con las que el ser humano se había pertrechado para explicar —es decir, para inventar— su mundo. No obstante, por más que ha inventado, por más que ha soñado nunca ha podido alejarse demasiado de esa orilla primigenia donde descansa jadeante su realidad animal. Porque del mismo modo que el ser humano es una evolución del ser animal, el discurso fantástico supone una evolución del discurso realista. No es su contrario, sino una extensión del mismo, una extensión imprescindible para nombrar esos lugares en sombra donde laten los verdaderos misterios.
Pues bien, es por todo esto que veo en Bestiario un libro absoluto y trascendente, porque mezcla, en un cóctel maravilloso y telúrico, lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos; y al mismo tiempo nos niega todas estas posibilidades, para presentarnos la mezcla indisoluble que nos corre por dentro, donde a ratos somos animales soñadores y a ratos alimañas realistas (e incluso surrealistas).
Acabo aquí lo general y me pongo con lo concreto. En este caso, cuanto puedo decir lo ha desentrañado ya la crítica que estudia los cuentos de Olgoso, pero no por eso voy a dejar de recordar algunos detalles de su estilo que andan más cerca del prodigio que del mero oficio de escritor. Lo primero es la audacia a la hora de elegir las situaciones narradas. Entra ahí un elemento que es previo a cualquier decisión gramatical: la mirada. Sin mirada no hay escritor. Y la mirada de Olgoso nos coloca en situaciones inmejorables para que estalle el relato. ¿Cómo no interesarse por los pensamientos de una pulga pegada a la oreja de un perro, o los del pollino blanco que cargaba a Jesús de Nazaret, o los del aquel tiburón que en mitad de un refrescante baño se topó inesperadamente con un naufragio? Un buen punto de partida es fundamental y Bestiario está repleto de grandes ideas iniciales.
Decía Maupassant que no debía la pluma tocar el papel hasta que no tuviera un designio claro de dónde iba a llegar. En este sentido los cuentos de Olgoso son artefactos perfectos, relojes de precisión que marcan cada tiempo del relato hasta llevarte a la explosión final, donde el lector cae abatido por las tres posibilidades inherentes al arte de contar: el impacto de lo inesperado, la reflexión sobre lo acontecido o el aroma del estilo. No son exclusivos ni incompatibles. De hecho, en algunos cuentos como Botany bay blues o Lección de música los tres finales se conjugan en un alarde delicado y conmovedor.
No quiero terminar sin referirme a esa evidencia que todos celebramos en la literatura olgosiana: la virtud verbal. Trabajar el cuento con vocación de orfebre, no avanzar hasta que la palabra correcta esté en su lugar exacto, mezclar, como en un delicado elixir, aquellos adjetivos de naturaleza evocadora que le dan vuelo al relato con estos otros cuyo peso material anclan al sustantivo en el lugar idóneo, donde nunca lo moverá el viento de la vacuidad, ese hablar por hablar, ese contar por contar.
Luis Landero en el teatro del amor
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Les dije al principio que no solo la polisemia provoca el juego de espejos y referencias. También las metáforas ayudan a duplicar lo imaginado. Así, se me ocurre que cada cuento de este Bestiario, es una olla exprés en ebullición. Y amplío la imagen: una olla exprés en ebullición observada por una tribu que apenas conoce el fuego. Nosotros, sus lectores, —humildes miembros de la tribu— miramos con arrobo la pequeña válvula por la que escapa el vapor de agua y decimos "Oh, es fantástico…, se trata de un cuento fantástico". Y sí, de acuerdo, es fantástico, pero para disfrutar del prodigio con más enjundia, conviene observar la olla en su conjunto, conocer los ingredientes que borbotean en su interior, porque sospecho que es ahí, y no en el silbido trepidante y blanco del pitorro, donde reside la magia de este cuentista sobrenatural que es Ángel Olgoso. Y dentro de la olla, no lo duden, está cociéndose el ser humano, en todas sus derivas animales y soñadoras.
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Alejandro Pedregosa es escritor.