LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Las decisiones del nuevo CGPJ muestran que el empate pactado entre PP y PSOE favorece a la derecha

El rincón de los lectores

La Loca del Frente

El escritor Pedro Lemebel.

Lorena Ferrer

—¿Quiénes son ustedes?

—Las Yeguas del Apocalipsis.

Es 22 de octubre de 1988 y en La Chascona, la casa que el Nobel chileno poseía en el barrio santiaguino de Bellavista, el poeta Raúl Zurita espera para recoger el Premio Pablo Neruda. En medio de la ceremonia irrumpen dos hombres travestidos que, para el desconcierto de todos los asistentes, le entregan al galardonado una corona de espinas. Entre sorprendido y azorado, este la sostiene en la mano, sin atreverse a ponérsela. Son Francisco Casas y Pedro Lemebel, poeta el primero, cronista y narrador el segundo; fletos, colizas, maricones ambos. Los dos únicos miembros de un colectivo que, durante los últimos años del régimen de Pinochet y los primeros de la transición democrática, llevó a cabo más de una decena de intervenciones artísticas para denunciar los crímenes de la dictadura, la LGTBfobia, el imperialismo yanqui, para representar las desapariciones y sacar a escena el sida. Las Yeguas del Apocalipsis fueron apóstoles travestidos, se disfrazaron de bandera chilena, encarnaron a Las Dos Fridas del cuadro y se cubrieron, desnudos, con cal. Intervinieron con sus propios cuerpos —y la inestimable ayuda del disfraz, de los ropajes que encubren pero desenmascaran— en la palestra chilena, construyendo así su propia estela mítica.

Recordábamos, en este último Orgullo, al activista Shangay Lily, fallecido el pasado mes de abril. Olvidábamos, sin embargo, homenajear también a su compañero de lucha Pedro Lemebel, quien, desde el otro lado del Atlántico, lo precedió en esa militancia irreverente y que murió, a causa de un cáncer de laringe, en enero de 2015. Del mismo modo que Shangay sigue dando guerra desde su libro póstumo (Adiós, Chueca), donde insiste en la necesidad de repolitizar el movimiento LGTB y no dejarse embaucar por el gaypitalismo o capitalismo rosa que intenta despojarlo de su carácter reivindicativo, Lemebel vivió toda su vida a la contra: de Pinochet y su gobierno militar, sí, pero también del Partido Comunista y la homófoba izquierda chilena, del neoliberalismo y el modelo homosexual blanco, viril e inofensivo importado desde Estados Unidos.

Mi hombría es aceptarme diferenteSer cobarde es mucho más duroYo no pongo la otra mejillaPongo el culo compañeroY ésa es mi venganza

Tacones altos. Maquillaje. Una hoz y un martillo que surcan la mejilla izquierda, desde la ceja hasta los labios. Aún no han nacido las Yeguas del Apocalipsis pero, desde ese altavoz, Lemebel las está preludiando. Es septiembre de 1986 y la izquierda ha organizado una concentración política en la Estación Mapocho (hoy, un centro cultural). Son años de resistencia, rebeliones populares —el día 7 de ese mismo mes tuvo lugar el atentado fallido contra Augusto Pinochet a manos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez— y reorganización para afrontar la vuelta a la democracia. En medio del clamor por la unidad de masas, recita el manifiesto “Hablo por mi diferencia”, donde confronta a sus camaradas, al poner al descubierto las contradicciones que anidan en su moral revolucionaria. ¿Qué cabida tienen los maricones, ya no en la dictadura, sino en la utopía socialista? ¿Habrá en la patria libre un espacio, “un pedazo de cielo rojo”, para que vuelen los niños, tantos, que nazcan con una alita rota?

La única novela que Lemebel publicó en vida —la segunda, al parecer, quedó en el cajón, aunque el autor había hablado con la editorial Planeta para su lanzamiento— es un retrato de la intersección entre estos dos universos subversivos. Tengo miedo torero (Anagrama, 2001) toma su título de un pasodoble, entonado por algunas de las más grandes divas de la canción española (Marifé de Triana, Sara Montiel, Marisol, Lola Flores), y remeda, en gran medida, el argumento de una famosa novela argentina de 1976: El beso de la mujer araña, de Manuel Puig. Mientras que allí la relación entre dos hombres que encarnan, por un lado, la revolución sexual y, por otro, la militancia política, tenía lugar durante su encierro carcelario, Lemebel sitúa en la convulsa primavera santiaguina del 86 esta historia de amor entre la Loca del Frente (una marica, fantasiosa y cupletera, que puede leerse como trasunto del propio autor) y un joven guerrillero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Los silencios y elusiones que Puig cifraba en forma de puntos suspensivos —la única manera de intuir en su novela los episodios sexuales entre los dos protagonistas— son sustituidos aquí por un sentimentalismo kitsch que estalla en su prosa emperifollada: “Este libro surge de veinte páginas escritas a fines de los ochenta, y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon de rouge la caligrafía romancera de sus letras”.

El amaneramiento y la política, viene a decirnos el más valiente de los escritores chilenos, no se excluyen mutuamente. Los panfletos, las armas y los explosivos entran a la casa de la Loca del Frente, donde se disimulan entre “flecos, encajes y joropos de tul que envolvían los cajones usados como mobiliario”; en su radio, las consignas revolucionarias se entremezclan con los boleros, e incluso la ejecución de un atentado puede adoptar, dentro de la novela, tintes de melodrama. Tengo miedo torero es una apuesta por la impureza, enseña que su autor enarboló a lo largo de toda su vida al reapropiarse de cada insulto, de cada acusación de frivolidad, de cada censura a lo cursi y afeminado, y al enturbiar, con todos ellos, el terreno serio y gris de lo político.

Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. […] Pude haber escrito como la gente y tener una letra preciosa, clarita, clarita como el agua que corre por los ríos del sur. Pero la urbe me hizo mal, la calle me maltrató, y el sexo con hache me escupió el esfínter. Digo podría, pero sé bien que no pude, me faltó rigurosidad y me ganó la farra, el embrujo sórdido del amor mentido. Y creí como una tonta, como una perra lacia me dejé embaucar por alegorías barrocas y palabreríos que sonaban tan relindos.

(“A modo de sinopsis”. En la antología Poco hombre, Universidad Diego Portales, 2013)

Antes de debutar como novelista, Pedro Lemebel entrenó su pluma en las calles. Su primer libro, La esquina es mi corazón (1995), reúne una serie de crónicas publicadas a inicios de los años noventa en diversas revistas, en las que comienza a construir una cartografía urbana que irá consolidándose en sus piezas posteriores, muchas de ellas concebidas para ser leídas por la radio y compiladas más tarde en libros como Loco afán (1996), De perlas y cicatrices (1998) o Adiós mariquita linda (2004). La “fantápolis” que perfilan esas narraciones marginales comparte emplazamiento con Santiago, pero rompe con la representación dominante de la ciudad, al desvelar sus rincones más sórdidos y mitificar un imaginario de lo suburbano por el que desfilan pelucas de colores vivos, boas emplumadas y el sida como una plaga que arrasa con todo. Lemebel habla de muchachos que venden droga, de madres prostitutas, de chaperos que apenas piden por sus servicios más que una ducha, comida y cama, de travestis muertas a navajazos sin que a nadie le importe, de señoras bien de la élite cultural cuyas casas albergan centros de tortura de la policía secreta (una historia que más tarde novelaría Roberto Bolaño en Nocturno de Chile). Habla, también, de sí mismo. Busca, por medio de la escritura, la manera de decirse y no ocultarse.

De él dijo el propio Bolaño que era “uno de los mejores escritores de Chile y el mejor poeta de mi generación, aunque no escriba poesía”, además de “uno de los pocos que no buscan la respetabilidad (esa respetabilidad por la que los escritores chilenos pierden el culo) sino la libertad”. A Pedro Lemebel le debemos el coraje de abandonar el armario por el micrófono y los focos para darles voz a quienes no tuvieron, ni hoy tienen, la oportunidad o la valentía suficiente para ostentar su diferencia. Gracias a que él fue libre y no escatimó en florituras, gracias a que renunció a la clandestinidad y escribió con carmín sus proclamas en los muros de la capital chilena, conocemos hoy la otra acera de esa América deslumbrante.

Pedro Lemebel, la 'loca' que combatió la dictadura de Pinochet a golpe de pluma

Pedro Lemebel, la 'loca' que combatió la dictadura de Pinochet a golpe de pluma

*Lorena Ferrer es investigadora predoctoral en Filosofía.

Lorena Ferrer

Más sobre este tema
stats