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Luis Mateo Díez en la época del cine como gran evasión

El limbo de los cines

Luis Mateo Díez (Ilustraciones de Emilio Urberurga)

Nórdica Libros (Madrid, 2023)

Se compone este libro de doce cuentos que tienen como tema el cine, y más en concreto los cines de provincias, las viejas películas que en ellos se proyectaban, y la identificación de los espectadores con las historias y los personajes que aparecían en la pantalla, diría que en la estela de dos películas de Woody Allen, La rosa púrpura de El Cairo (1985) y Días de radio (1987). Este conjunto de narraciones formaría lo que conocemos como un ciclo de cuentos, pues algo importante las une, no solo la temática, sino también un peculiar estilo, así como los trasvases constantes entre realidad y ficción. Y a pesar de ello cada una de las narraciones admite una lectura independiente.

Se trata de relatos en primera persona, todos ellos narrados por un personaje innominado, coprotagonista de los hechos, excepto el titulado Pagoda, que pone en boca de una mujer, quien nos cuenta su complicada amistad con Mica Varra, llamada Varilla, por lo estirada y aviesa que era y porque nunca daba su brazo a torcer, y cómo ambas compiten por un militar emasculado en la guerra. La acción de estos cuentos transcurre en un tiempo que tampoco se precisa, aunque podría tratarse de los años 50 y primeros 60. Sí se concreta, en cambio, el espacio, las Ciudades de Sombra, todas ellas de su invención, conocidas por los lectores del autor, entre las que se cuentan Oceda, Balboa ("una ciudad tan animosa y descuidada"), Doza ("ciudad menestral", bañada por el río Nega), Borela, Odesa Solba, Bericia (de la que el narrador nos dice que era la Ciudad de Sombra "en grado sumo"), Armenta, Ordial, Anterna (bañada por el río Margo), Oleza, Borenes ("urbe romanizada") y Ontanares. En ocasiones, se señalan los barrios en que se proyectan las películas, cuya acción sucede en los cines que proporcionan título a los cuentos. Se trata de las mismas ciudades y ríos que aparecen en su libro de cuentos Vicisitudes (2017), por recordar solo un ejemplo reciente.

Comentaba que, en estas narraciones, se produce un traspaso constante entre el cine y la realidad, de tal forma que los espectadores, a su vida habitual, suman la que desarrollan en la cinta, viviendo situaciones propias de los personajes, al romper la pantalla, lo que en el teatro se llama la cuarta pared, aunque -en este caso- el trasvase entre la sala y la ficción resulte recíproco. Podría decirse, por tanto, que, para Luis Mateo Díez, la vida tiene mucho de película ("A veces la vida, como el cine, repone lo que te quita", página 53), por lo que podría hablarse de la gran película del mundo, una variante del gran teatro del mundo calderoniano.

El caso es que son constantes los juegos de palabras, las relaciones extravagantes y las asociaciones insólitas, los dobles sentidos, los chistes, la ruptura de la relación causa efecto, la adopción de forma literal de una expresión, así como el hecho de llegar a conclusiones que se alejan de las premisas. Con ello, evita el costumbrismo nostálgico, pues no pretende mostrar la realidad tal como fue, sino alejarse de ella, recomponiéndola en su versión literaria, más sutil, compleja -e incluso- más verdadera, transitando el territorio de lo disparatado.

Otro de los componentes principales de estos relatos es el humor, tanto de situación como verbal, según he indicado, cercano al de grandes humoristas, pienso en Jardiel Poncela y Miguel Mihura, a caballo entre lo inverosímil, lo absurdo y lo sorprendente. Pero, a ese respecto, me gustaría citar también como posibles antecedentes el nonsense, los limericks, de Edward Lear, o la Alicia, de Lewis Carrol, los haya tenido en cuenta el autor o no. Los personajes suelen ser, como resulta habitual en su obra, gentes normales y corrientes, tipos de "medio pelo", por utilizar un calificativo propio de Luis Mateo Díez, quienes huyen de la realidad y completan en la ficción sus vidas, probablemente anodinas, aunque con una conducta a veces estrambótica, extravagante, diría que con ribetes fellinianos. Tampoco las condiciones materiales son las mejores. Así, la pantalla puede estar "sin planchar, arrugada y mugrienta"; las bobinas, desajustadas; el desierto que aparece en una de las películas, muy sucio "por el tecnicolor de un celuloide pasado de cuentas"; y los altavoces del cine, como ocurre en el Condado, medio escacharrados (páginas 77, 78 y 85).

Tampoco falta, en estos textos, el léxico familiar del autor (el concepto de figuración o la expresión "llamarse a andana"), pues ya sabemos que disfruta nombrando, inventando voces que se alejan de lo habitual para resultar insólitas, por no repetir el adjetivo extravagante, según ocurre con las denominaciones de los barrios (de la Cinta, del Peltro, del Morro o el de la Simiente); con el banco Marisma en la calle del Cobro, o con la Iglesia del Pendón, las monjas leucocitas, los padres aretinos y los tolontinos... Nombres que podríamos encontrar perfectamente, ya sean estos mismos u otros semejantes, en las ciudades españolas. También se vale del léxico de una época, hoy en parte en desuso, como ambigú, ozonopino, zangolotino, pelanas, cinta por película... Pero, ya lo hemos dicho, su uso va más allá del mero costumbrismo.

La lista de escritores que se han interesado por el cine es tan extensa como la de los cineastas que han cultivado la literatura. Dejo aquí solo unos pocos nombres recientes: Guillermo Cabrera Infante, Juan Marsé, Manuel Puig, Terenci Moix, José de la Colina, Javier Marías, Vicente Molina Foix o David Trueba, por no salir del mundo hispánico. Siempre hemos sabido que Luis Mateo Díez era un gran cinéfilo, uniéndose a ellos con este libro, pues en su obra los cines suelen ser espacios simbólicos, que ahora se transforman en el mismísimo limbo, homenajeando viejas películas cuyo género –no en vano, se nos dice, "los géneros cinematográficos no tienen en ningún caso el apresto de los textiles" (página 117)- puede ser, tal y como se definían en la infancia y juventud del autor: bélicas, de misioneros que bautizaban leprosos (como Molokai, la isla maldita, 1959, la historia del padre Damián, misionero belga), de seres del espacio, de marcianos, de terror psicológico, de amor y lujo, sobre la Legión Extranjera, de pioneros, de periscopios y aguas internacionales, de islas tropicales y aves del paraíso, de buscadores de oro y gemas, del Oeste, de palacetes y barrios residenciales, de playboys y riviera con champán y yates, o de joyas y orfebrería.

Su temática y personajes en ocasiones se recuerdan, e incluso sus títulos, pues no faltan películas reales, como El hijo de nadie (comedia mexicana de Miguel Contreras, 1946), o El hijo de todos, que en la realidad se trata de El hijo de todas (de Julián Sorel, con Dolores del Río, 1967). Jugando con estos dos títulos, con lo que tienen de insólitos, compone una de las narraciones, la titulada Bahía. Otra, Crisol, con la que empieza el conjunto, podría leerse como un homenaje al cine mudo, con un guardia de la porra que persigue al narrador porque "se figuró que birlabas algo" (página 18). En Cosmo, durante una película, los marcianos, abducen a los espectadores y, en la siguiente, los devuelven al mismo cine. Y Condado podría definirse como "lo que Eulogio me contó"..., siguiendo una fórmula que había utilizado Javier Marías. Caledonia, que transcurre en Borenes, "urbe romanizada" (así se denominaba al León del autor), quizá sea la de trama más disparatada y catastrofista, sin que por ello carezca de rasgos de humor. Los protagonistas son el narrador y su amigo Carretero, dos malos estudiantes, repetidores, "dos pelanas", y las dos amigas que van con ellos al cine, Cora y Copelia, a los que habría que sumar la taquillera y el acomodador del cine. Pero sobre todos ellos, se impone "un fango gelatinoso", "una masa viscosa", una "sustancia podrida que, además, olía a rayos, no era otra cosa que en lo que se habían convertido los espectadores"; una masa y una garra, en suma, que al narrador le lleva a pensar "si aquello podía acabar de alguna manera que no fuese la eliminación total y el comienzo de la invasión de Borenes y, a partir de ella, del mundo entero, con el excremento expansivo y la desintegración de la especie humana". Qué pasó con nuestros protagonistas, con la masa y con la suerte de Borenes y de nuestra especie, se cuenta en los párrafos finales de la narración (páginas 95-101). Y siguiendo con el valor de los desenlaces, los de Zodial y Cosmo resultan modélicos. Sea como fuere, en estas historias se muestran muchas de las pasiones humanas, las toleradas y, sobre todo, las secretas.  

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Cabe decir, por último, que durante los años a los que se refiere el autor, a lo largo de la gris posguerra, el cine pudo llegar a ser como una especie de limbo, un mundo que se desarrollaba ante nuestros ojos al margen de la realidad. Vivir unas horas en ese limbo podía ser una de las pocas experiencias gratas que nos deparaba la existencia. No quiero acabar sin destacar antes la cuidada edición, en tapa dura, así como las atractivas ilustraciones que enriquecen las narraciones y el curioso colofón que da soporte a un personaje que parece estar en el limbo y que certifica que el libro acabó de imprimirse el día del aniversario del nacimiento de Tolstói, narrador muy apreciado por Luis Mateo Díez, sobre todo por su novela corta La muerte de Iván Ilich (1886). Pero tampoco puedo concluir sin afirmar primero que se trata de unos cuentos atípicos en nuestra literatura actual, tan inteligentes como divertidos, y con un dominio del lenguaje poco común, a los que no les faltan antecedentes de prestigio, ya procedan de la nuestra, ya de otras literaturas, e incluso de la misma obra del autor.

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* Fernando Valls es profesor de Literatra Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Bracelona y crítico literario.

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