Los diablos azules
Nocturna y luminosa
Por la tinta que recorre Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019) fluye la demonología poética de siglos, desde Blake y su exploración del infierno, Baudelaire y sus flores malignas, o Lautréamont y su aullido de criatura sublime torturada por el mal. Late en ella la genealogía de los malditos, los del partido del ángel rebelde, ese que Aloysius Bertrand convirtió en personaje de referencia con su Gaspard de la nuit para referirse al poeta, dándole un nombre que no en vano se repetirá en uno de los protagonistas de esta novela: Gaspar, que encarnará igualmente la sedición frente a un poder omnímodo, como su padre, Juan Peterson, médium y vidente como él, y amante de la poesía de Keats, Blake, Eliot y Neruda. Esa rebeldía se proyecta aquí en una doble vía con su juego de espejos: la temática gótica —frente a las fuerzas extrañas— y la política —frente al terror que asoló Argentina entre 1976 y 1983, y que la sembró de muertos y desaparecidos: "los crímenes de la dictadura eran muy útiles para la Orden, proveían de cuerpos, de coartadas y de corrientes de dolor y miedo, emociones que resultaban útiles para manipular"—. Ese paisaje nacional devastado, sembrado de cadáveres y alumbrados por un sol negro, fue también retratado desde las estrategias de lo fantástico por el poeta argentino Juan Gelman, en versos donde una muerte mágica acoge a todos esos desventurados viajeros del trasmundo: "¿como los muertos que josé veía/ yendo viniendo por el aire? (...) oh muertos que digo / aire que son / huesito o patria...".
Nuestra parte de noche es una novela que tiene la verticalidad de lo poético, con sus sucesivos estratos y lecturas posibles, y reformula además con notable acierto la tradición fantástica rioplatense, de nombres tan irrenunciables como los de Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, Silvina Ocampo —a la que la autora ha dedicado la biografía La hermana menor— y Adolfo Bioy Casares, que habló del ansia de inmortalidad de los amantes en su obra más memorable, La invención de Morel, citada en el primer epígrafe de esta novela.
Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) construye aquí una sólida metáfora sobre arquetipos universales como el descenso a los infiernos o la búsqueda de los padres, y lo hace con maestría, con unos personajes que toman vida ante nuestros ojos y se hacen de carne y hueso, y con una historia estremecedora por muchas razones que van más allá de los efectos del género de terror. Nos sobrecoge sobre todo por la humanidad que la sustenta, y por tocar algunas de las obsesiones y anhelos ancestrales que han inquietado al ser humano desde sus orígenes, en especial esa búsqueda de nuestros ausentes, de nuestros muertos: el deseo imperioso de transgredir las leyes terrenas y volver a ver a los seres que hemos perdido y que la imaginación a lo largo del tiempo ha situado en lugares tangibles, como la Isla de los Muertos de Böcklin. Ese deseo ya se proyectaba en el encuentro del homérico Ulises con su madre —Anticlea— en el Hades, cuando el héroe acude a indagar sobre su camino de regreso a Ítaca; o en el aún más conmovedor descenso del Eneas virgiliano a los infiernos para buscar a su padre, Anquises, quien le desvela algunos de los misterios de ultratumba. Y ese anhelo es igualmente el de amantes como Orfeo, que viajó al inframundo para intentar liberar a su amada Eurídice. Probablemente la versión contemporánea más celebrada de esas travesías sea la que protagoniza el Pedro Páramo de Rulfo, donde Juan Preciado busca a su padre para cumplir el último deseo de su madre. Todo eso y mucho más late en esta historia magnética donde un padre y un hijo interpretan un viaje ritual tras la muerte de Rosario, su esposa y madre respectivamente, para buscar una salida del laberinto en que están inmersos. Una historia donde los personajes secundarios están asimismo cuidadosamente perfilados, como ocurre con Esteban o Tali, imbuidos también de poderes de videncia: "los padres y madres de jóvenes desaparecidos por la dictadura la buscaban, para al menos, saber cómo habían muerto, si su cuerpo estaba en un pozo de huesos o bajo el agua o en un cementerio perdido". Se trata de una historia aquí incontable, porque el género no admite, por supuesto, noticias previas a la lectura, y que recorre los contextos que van desde los años sesenta –con su psicodelia, su movimiento hippie y su música, incluyendo a la añorada Violeta Parra– a los setenta y ochenta con el drama del terrorismo de Estado o el del implacable sida que tantas vidas arrastró consigo.
Mariana Enriquez ya destacó previamente por otras entregas, en especial por dos colecciones de cuentos de títulos sugestivos, Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego —los endecasílabos que los componen ya nos anuncian una escritura de cuidada cadencia y de impecable factura—. Ambos acogen al género de terror al que pertenece igualmente Nuestra parte de noche, una novela sobre el Mal como fuerza oscura, indómita y terrible, de tanta presencia en las narrativas de nuestro siglo XXI, zarandeado por enigmáticos poderes acéfalos y siniestros. Antes del tan recordado paradigma bolañesco –inevitable recordar aquí Nocturno de Chile o Estrella distante–, la abyección había sido ya el gran tema del chileno José Donoso, que acudió a la mitología chilota para representarlo, sobre todo con El obsceno pájaro de la noche y su recuperación de la figura del imbunche –o invunche–, ese personaje torturado, esclavizado y monstruoso que custodia el espacio de los brujos y que también estará presente en esta novela de Enriquez –que por cierto firma su apellido sin la tilde, tal vez por anglicismo ortográfico–. Esa tradición del horror sagrado se amestiza aquí con otras, en una propuesta perturbadora que nos cautiva desde la primera página hasta la última, tal es la fuerza de su dominio literario y de su trama sobre una secta satánica y poderosa dominada por la sed de mal, y estrechamente unida al poder político, vinculado con una familia rica devota del ocultismo y la práctica de la crueldad, y para la que el dinero es en sí un país, una patria de límites precisos que la aísla y protege del resto del mundo. Una historia que además dura 666 páginas... y media, en una muestra más de los inquietantes caprichos del azar objetivo. Y más allá de que el lector pueda o no sentir interés por la literatura de horror o creer en una u otra cosa, la maquinaria narrativa se impone por su contundencia y nos obliga a contemplar el mal, a seguir leyendo, a no meter la cabeza bajo el ala, a tomar conciencia de la infamia, de esa parte de noche que nos implica a todos. El padre, angustiado por la cercanía de la muerte, dada su grave dolencia cardíaca –en la que se detiene Enriquez especialmente, en ese somatismo de tanta presencia en la narrativa de nuestro tiempo– dirá al hijo: "no sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche". Sin embargo, combate por esa posibilidad, mientras transita, como un nuevo Melquíades, los oscuros pasadizos que enlazan el mundo terreno y el ultraterreno.
La ola latinoamericana
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En esta novela, escrita con minuciosa inteligencia, los pasajes más artificiosos –necesarios en una novela de horror gótico, que fusiona la tradición occidental y sus sectas secretas con la indígena y sus dioses antiguos– no logran romper el embrujo del conjunto. Desconcertante y cautivadora, funda su originalidad en una genealogía definida, que Enriquez reconoce y alambica para obtener su propia voz. Nuestra parte de noche se configura así como una novela sobre el amor y la libertad, pero también sobre el poder y el miedo, sobre la ira y la locura, sobre el deseo desesperado de romper la barrera entre la vida y la muerte, y sobre el dolor físico que puebla tantas escrituras actuales, como si en ellas cristalizara toda la rabia y la impotencia por la invasión de lo maligno, y también por la conciencia de la finitud y del vacío, ese destino último que Juan nombra sin ambages: "son campos de muerte y locura, no hay nada y yo soy la puerta de esa nada". Después del hedonismo antiintelectual de poéticas anteriores, que se oponían a los grandes monumentos narrativos de los sesenta, las de nuestra época exploran a menudo un nuevo expresionismo con su señalamiento del dolor descarnado de esa criatura desvalida que es el ser humano, ahora más desasida de consuelo que nunca. En ese marco, Nuestra parte de noche se perfila como una novela nocturna y luminosa, nacida para quedarse, porque tiene algo de esa madera indefinible de la que están hechos los clásicos.
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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria, 2018)