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Condenada Roca
¿A quién se le ocurrió llamar a los de Gibraltar llanitos, si aquello, con ese pedazo de tupé de roca, es cualquier cosa menos llano? La verdad es que la pregunta, que trae ecos de chirigota gaditana, da que pensar. Y la respuesta, como todo en este trozo de tierra castigada con una ubicación tan extraordinaria que el mundo no ha dejado en paz a sus pobladores, tiene una sorpresa dentro. Una incontenible inercia de siglos empuja a la singularidad –incluso a la excentricidad– a la Roca, The Rock la llaman en su metrópoli, un trozo del Reino Unido al sur del sur de Andalucía, así llamada por Jabal Tāriq, la montaña de Tarik, una tierra hecha de tataranietos de ingleses, españoles, malteses, judíos regresados y marroquíes llegados durante el cierre de la verja para suplir mano de obra. Y genoveses también. Como Gianni, o Giovanni. Y de ahí a giovannitos. Y de ahí a yanitos. Yanitos, sí. Sería preciso escribir con “y” el gentilicio popular de los gibraltareños, moradores de esa tierra tan anhelada –“¡Gibraltar español!”– como desconocida a este lado de la frontera, que ahora vuelve a vibrar por culpa del Brexit. España, dado que el divorcio puede alterar el estatus político y fiscal de la Roca, pretende aprovecharlo para ganar fuerza en un contencioso en el que las demandas maximalistas –la soberanía del Peñón– entorpecen la resolución de los problemas prácticos.
El algecireño Juan José Téllez, que escribe con una de esas miradas periféricas capaces de integrar a Andalucía con Latinoamérica y el Magreb, resume en cuatro palabras la historia de los gibraltareños: “Rehenes de la historia”. En libros como Sin ninguna base y Yanitos. Viaje al corazón de Gibraltar desgrana de la Roca un peculiar paisanaje anglo-meridional, con una personalidad forjada en más de tres siglos bajo el fuego de las tensiones mundiales. Si uno repasa la peripecia milenaria de este centro del mundo, la conclusión parece clara: es imposible que Gibraltar sea español. Mejor dicho: es imposible que los yanitos lo deseen. “Es una cuestión de perspectivas diferentes. De un lado de la verja, el español, Gibraltar se ve como un problema a resolver. Y desde el otro, no”, explica el poeta Trino Cruz, por cuya sangre corre sangre linense, sefardí, tangerina... Gibraltar, en suma.
El istmo de la discordia. “Vasija hueca”, decían los fenicios de la Roca. También fue Calpe, una de las columnas de Hércules que aparecerán en la bandera andaluza, verde omeya y blanca almohade. Pasaron griegos, romanos, vándalos, visigodos. Las tropas del Califato la tomaron en el 711. Y la retuvieron hasta 1462, cuando entró el duque de Medina Sidonia. Hagan cuentas. Ha sido más islámica que católica. Y luego más británica que española. Porque desde 1704 ondea allí la Union Jack, birlada la Roca en un alarde de oportunismo por navíos partidarios del archiduque Carlos contra los borbones en la Guerra de Sucesión. Por cierto, que había entre los conquistadores 350 catalanes –queda un pueblo de pescadores llamado Catalan Bay–, pero que no se enteren en Vox porque les da algo.
El Tratado de Utrecht (1713) apresa a los gibraltareños en la Historia con mayúsculas. Porque España jamás se resigna a esta pérdida. Somete a Gibraltar a cuatro asedios durante el siglo XVIII desde su posición en una cercana línea de defensa. Esa línea, a la que fueron llegando negociantes y artesanos a buscarse la vida al calor de la soldadesca, es hoy La Línea de la Concepción, la vecina pobre de Gibraltar, donde más se sufre la falta de pragmatismo con la que se sigue encarando el conflicto. Porque no hay aquí, en pleno 2018, asomo del posibilismo mansurrón con el que el Estado mira para otro lado ante las bombas de Palomares o acepta las bases de Rota y Morón. Aquí no. Aquí no se cede un ápice. El desastre del 98 nos pilló gritando “¡Gibraltar español!”. Perdimos Cuba y Filipinas sin que decayera el “¡Gibraltar español!”. Ifni, Guinea, la Marcha Verde... La gloria imperial es polvo de olvido. Pero ahí seguimos: “¡Gibraltar español!”.
Maldita vecindad
“La política española rara vez ha tenido flexibilidad para aceptar el fenómeno gibraltareño”, resume el historiador Mario Ocaña, autor de El Estrecho de Gibraltar durante las Guerras Napoleónicas (1796-1814), que lleva años buceando en relatos de corsarios y contrabandistas, deslumbrado por la historia fronteriza. El siglo XX fue aciago. Gibraltar se convierte en la pasada centuria en una novela entreverada de Pérez Reverte y Le Carré. Pasemos algunas páginas. La Operación Félix de los nazis para tomar la Roca, felizmente frustrada. El bombardeo involuntario de La Línea en 1941 por aviones italianos. Los agentes del servicio de inteligencia japonés pululando. Es fascinante pensar que Gibraltar fue en el cenit del Tercer Reich la excepción aliada en una Europa nazificada.
Si hubo alguna oportunidad para una vecindad normalizada, quizás en los años treinta, se frustró. “La relación de los gibraltareños con el resto de la comarca llegó a ser bastante fluida. Pero el cierre de la verja fue una ruptura radical”, señala Ocaña. El cierre de la verja. Su sola mención como hipótesis en caso de Brexit duro estremece a un lado y otro. Es fácil de entender. 1953: Franco sale del ostracismo con sus Pactos de Madrid con Estados Unidos y su Concordato. Rehabilitado por la potencia capitalista de la Guerra Fría y bendecido por el Vaticano, se crece. Y aprovecha una visita de Isabel II a Gibraltar en 1954 –¿cuánto tiempo lleva esta señora en el trono?– para desatar una ola de indignación nacionalista cuya espuma aún alcanza nuestra orilla. “¡Gibraltar español!”. El régimen lanza una ofensiva diplomática que acabó con Naciones Unidas exigiendo la descolonización del Peñón. ¿Qué hizo Reino Unido? Reinterpretar el mandato de la ONU y darle a Gibraltar una Constitución. ¿Cómo respondió España? Cerró la verja. Nuestro particular muro de Berlín entre 1969 a 1982. Un drama. Un desgarro.
“Durante la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de la gente del Peñón tuvo que salir por razones militares. Es ahí, en la añoranza de la tierra perdida, donde se empezó a producir una mayor definición como pueblo de los gibraltareños”, analiza Mario Ocaña. Pero fue de 1969 a 1982, año en que se reabre la verja, cuando se agudizó el sentimiento nacionalista gibraltareño. Cuando Gibraltar se convirtió en una “numancia”, como escribe Téllez. Mientras el rencor se consolidaba en el sentir de los gibraltareños, la Roca renovó en democracia su condición de fetiche patriótico español. Felipe González normalizó relaciones, pero jamás ha habido una renuncia expresa a la soberanía sobre la Roca, por más que la realpolitik indique su inviabilidad. Diplomáticamente tendrá su lógica, pero ve y explícalo en Gibraltar, o en La Línea: no se lo cree ni el que lo dice.
Porque el tiempo –es decir, la economía– ha ido haciendo su trabajo. Los 30.000 residentes en los siete kilómetros cuadrados de Gibraltar disfrutan de una renta per cápita de 61.000 euros y una tasa de paro que se acerca a cero. Su ventajoso régimen fiscal es un imán para las empresas. Es una minipotencia económica. Al otro lado de la verja, la comarca del Campo de Gibraltar –La Línea, Algeciras, Los Barrios, San Roque, Tarifa, Castellar y Jimena–, con 300.000 habitantes, tiene una renta per cápita de 16.000 euros y una tasa de paro que ronda el 30%. Y además a La Línea le toca sufrir la peor cara –la violencia, la tensión– del narcotráfico. Seamos francos, ¿por qué iban los yanitos a querer ser españoles? Incluso al ministro Alfonso Dastis, del PP, se le escapó en 2017: “Uno puede comprender a Gibraltar. Mire al otro lado de la verja. ¿Cree que quieren ser como esa otra gente?”.
Inteligencia. Es lo que llevan décadas pidiendo en el Campo de Gibraltar. Que sí, que vale, que no hace falta renunciar a la soberanía. Pero que esa demanda no enturbie la relación cotidiana. Que los dejen vivir. Porque la comarca, sobre todo La Línea, vive de la Roca. La aportación anual del Peñón a la comarca roza los 1.000 millones de euros, un 25% de su PIB. 10.000 españoles trabajan allí, la mayoría linenses que observan con preocupación las noticias sobre el Brexit.
Del Gobierno español esperan poco en la zona. Llevan escuchando promesas de desarrollo industrial desde los años setenta. Se les llegó a prometer una provincia propia. Todo fue un fiasco. En el colmo de la política de escaparate, Margallo anunció una refinería iraní en 2016. Humo. Algeciras, el primer puerto español por tráfico de mercancías, continúa sumida en el subdesarrollo ferroviario, año tras año aguardando el ansiado Corredor Mediterráneo. Nada. Encima en el Telediario les cuelgan el sambenito de tierra de narcos. Y tienen por último que rezar por un Brexit blando.
El hartazgo crece en La Línea. El alcalde, el independiente Juan Franco, abandera una propuesta de referéndum para convertirse en “ciudad autónoma”. El “Linexit”, lo llama la prensa, un poco en cachondeo. La extravagancia política es síntoma del desgarro social. En esas aguas agitadas han pescado los demagogos. Vox ha dejado a todo el mundo a cuadros con sus resultados en La Línea, donde ha obtenido casi un 15% de los votos con su propuesta de cerrar la verja, que es como obtener un buen resultado electoral prometiendo cargarse la empresa del pueblo.
Cierra la ‘window’
Ni siquiera en democracia la sociedad española ha desarrollado un imaginario sobre la Roca distinto del edén patriótico que proponen los nostálgicos de un pasado que ni conocen. La imagen arquetípica de Gibraltar, sobre la que lanzamos una mirada entre el rencor y el desdén, se resume en los monos gamberros del teleférico y el tabaco de contrabando. La exquisitez moral de España es sublime ante todo lo que respecta a la Roca. Indigna lo que allí ocurre más que cualquier injusticia. Se diría que el Tireless es el único submarino nuclear que ha pasado por la bahía. O que Gibraltar es el único territorio fiscalmente paradisíaco de Europa. O que el contrabando en torno a la frontera es la única actividad ilegal en la Península. O que España es territorio libre de juego, en contraste con esa fábrica de ludópatas, capital mundial del juego online.online
Los problemas que implica la vecindad con Gibraltar existen, por supuesto. Y son graves. Pero, ¿no hay en la insistencia general en subrayarlos algo de hipocresía? ¿No es como si desaguáramos nuestra propia conciencia por los túneles de la Roca? Nadie –tampoco la izquierda– ha reivindicado una mirada a la vieja columna de Hércules distinta del kitsch carpetovetónico. Es como si nuestra relación con la Roca se hubiera congelado diplomáticamente en la luna de miel de Carlos y Diana (1981), cuyo inicio en Gibraltar motivó que los reyes de España no fueran al enlace. De ese material está hecho ya este contencioso. Desaires por un quítame allá ese gestito. Y como remate, las sonrojantes epopeyas del héroe de turno que llega a nado hasta Gibraltar a plantar la rojigualda. Uno de ellos, por cierto, el hoy secretario general de Vox, José Ortega Smith. “Sonará muy bien en Madrid, pero cuando aquí se escucha a alguien defendiendo un Brexit duro, o hablando de cosoberanía, no digamos ya de cerrar la verja, pues dices ‘mejor que te hubieras callado”, señala Manuel Triano, secretario comarcal de CCOO.
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Pero podría haber otros imaginarios, como los que reivindica Téllez. La Gibraltar que ha acogido a los españoles fugitivos de la intolerancia, desde liberales como Torrijos a republicanos en 1936. O la Gibraltar que garantiza el sustento de La Línea. O el único territorio de la Península sin una guerra civil en dos siglos. O el sitio extravagante donde se puede oír “cierra la window, que hace mucho cold”window cold. Pero nunca ha cuajado en España la idea de esa otra Gibraltar. Rajoy cerró el foro tripartito y la sede del Instituto Cervantes que había abierto Zapatero. Es como si la historia no nos dejara lecciones. “Fue el franquismo”, recuerda Téllez, “el que más contribuyó a convertir a Gibraltar en una numancia nacionalista”. Ahora los gestos de fuerza y la posición de España ante el Brexit, aprovechando la desestabilización que produce para volver a alentar la idea de la cosoberanía, despierta hondísimas antipatías en la Roca, que tiene algo de Roca de Sísifo del nacionalismo español. Una y otra vez lo intenta. Una y otra vez fracasa. Condenado Peñón, se dicen los que creían en la vieja teoría de que Gibraltar estaba a punto de “caer como fruta madura”. A la inversa, los yanitos y no pocos campogibraltareños ven como una condena ese empeño español de anteponer la patria a la comarca. Pero es que a España le importa ese territorio. Las personitas que hay en él, ya menos.
*Este artículo está publicado en el número de febrero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí