La dignidad de Gisèle

“Quiero que la vergüenza cambie de lado”. Tras esa afirmación, Gisèle pedía que fueran ellos, sus violadores, los que sufran el escarnio público por lo que hicieron. La dignidad de Gisèle Pelicot, su historia, sus años de calvario siendo drogada y violada por más de 70 hombres (sólo han podido identificar y llevar a juicio a 51), todos desconocidos que aceptaron la “oferta” que hizo su marido en internet (la ofrecía para esas orgías sexuales a cambio de dinero y a cambio de grabar esas agresiones, sin que ella lo supiera, sin que ella lo recordara después), está conmocionando al mundo.

Su hija y sus nietos le han acompañado en todo este proceso y en su petición de que el juicio no sea a puerta cerrada como querían los violadores. Quiere que la prensa pueda entrar, que las cámaras puedan grabar y fotografiar sus rostros y sus testimonios. Ellos ya han dicho, en un intento de defender lo indefendible, que pensaban que todo aquello era consentido, que violar a una mujer inconsciente era algo asumido por ella y por su marido, que, recordemos, lo grababa todo. Eso ocurrió durante años. Durante todo ese tiempo Gisèle tuvo hijos, los crio, pensó que tenía una vida “normal” y que el hombre con el que la compartía le amaba, como él le repetía una y otra vez: “Eres el amor de mi vida”.

Gisèle sufría dolores de cabeza, consecuencia de las drogas que le daba su marido; dolores vaginales, consecuencia de las violaciones, pero nunca supo el porqué de esos dolores. Hasta que lo descubrió, hasta que supo que su marido era un monstruo, el peor que se pueda uno imaginar. Él entonces hizo lo que hacen siempre este tipo de cobardes: hacerle pasar por loca, por celosa, por enajenada. Pero no coló. Los investigadores encontraron más de 20 mil archivos con todo el material que él iba almacenando bajo el título de “mi puta” o “su violador”.

Nunca vieron a Gisele como una persona, como una mujer con sus anhelos, con sus miedos: era un trozo de carne al que utilizar

La impunidad de ese monstruo y de los otros más de 70 que consumaron las agresiones fue total durante mucho tiempo. Su conciencia nunca les paró, ¿para qué? Nunca vieron a Gisèle como una persona, como una mujer con sus anhelos, con sus miedos: era un trozo de carne al que utilizar en cada sesión. Si aquello estaba bien o mal, ¿para qué preguntárselo? Y cuesta creer que ninguno de ellos, ni el marido, ni los cómplices, ni los que repetían (porque algunos fueron varias veces), se desvelaran por las noches por el ruido de su conciencia, por las dudas de lo que hacían. La tomaron como un juguete sexual. Ni más ni menos. Sabían que ella estaba drogada y que era imposible que consintiera aquello, pero ¿para qué preguntar?

El juicio se va a alargar durante semanas, meses. Está previsto que las sesiones terminen en diciembre. Gisèle tendrá que escuchar testimonios terribles de lo que le hicieron, verá imágenes de esas agresiones, las que grababa su propio marido, con el que estuvo casada 50 años. Vivirá un calvario, seguro, pero con la dignidad de haberlo hecho público. De haber dejado que todo el mundo vea, conozca y escuche lo que le hicieron. Quiere que sea así. Una decisión valiente: podía haber mantenido su anonimato, haber protegido su intimidad. Pero Gisèle prefiere toda la exposición pública porque sabe que, con eso, habrá alguien que quizás se replantee denunciar, “para que ninguna mujer sufra una sumisión química”.

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