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El feminismo no da votos, los quita

A la izquierda el feminismo ya no le da votos, pero le puede destrozar. Y me quedo corta.

La polémica por la reducción de penas a consecuencia de la ley solo sí es sí se ha convertido en un culebrón cuyo argumento resulta cada vez más retorcido y absurdo. Desde Igualdad decidieron que esta ley y la ley trans serían la herencia con la que pretendían ser recordadas, imprimiendo así a ambas normas un sentido patrimonial que les hizo olvidar la máxima de que, cuanto más trascendente es una ley, mayores apoyos necesita y con más mimo hay que tramitarla, máxime si abordan temas tan sensibles para la sociedad. Tras meses de informes, borradores y propuestas, no exentas de enfrentamientos, el Consejo de Ministros, con integrantes del PSOE y de Unidas Podemos, dio el visto bueno a la ley sin ser, al parecer, ni unos ni otros conscientes de los riesgos. Por el camino, varias renuncias que hoy resultan determinantes.

Durante los meses de tramitación se renunció a explicar un ángulo antipunitivista que dejara claro que mayores penas no equivalen a mayor protección de las mujeres (como ocurre también en el resto de delitos), motivo por el que ahora no vale esgrimir este argumento, que en ningún momento se hizo presente en la elaboración y debate de la ley. Más bien al contrario, según reconocía la propia ministra Montero hace unos días en la Ser, la ley “no es punitivista pero casi”. Probablemente esto se hizo siendo conscientes de que la sociedad española es fuertemente partidaria del Código Penal, de forma bastante transversal, como muestra el último estudio del CIS

Tampoco se reconoció, explicitó y explicó a la sociedad que cualquier variación en el Código Penal implica un periodo de ajuste en el que se pueden dar situaciones no deseadas; por ejemplo, reducciones de condenas. En su lugar, escuchamos afirmar con rotundidad que no se producirían dichas rebajas. No cabe tampoco ahora, por tanto, dar lecciones de Derecho Penal cuando se había renunciado a hacerlo antes.

En este escenario, para regocijo de la oposición conservadora, las continuas rebajas de penas aplicadas por una parte de la judicatura han llevado a la situación límite de dar un puñetazo en la mesa, con el presidente del Gobierno en persona mandando encontrar una solución. Durante los primeros días, a todas luces la polémica parecía una cuestión técnica. Montero decía que estaba dispuesta a acordar una reforma si no se tocaba el consentimiento, y Bolaños afirmaba tajante que el consentimiento no se tocaría. Por cierto, la falta de consentimiento es la base de todo delito contra la libertad sexual, antes de la ley, con la ley y con las reformas que se puedan plantear; asunto sobre el que también se han vertido buenas dosis de demagogia. Cosa distinta son los grados y las pruebas, pero eso no tiene que ver con la evaluación fundamental del consentimiento.

Apenas unos días después, el PSOE presenta su proposición de ley de reforma y Podemos dice que ha ofrecido hasta seis soluciones que no han trascendido a los medios, si bien una de ellas parece incorporar la violencia como agravante, lo que plantearía el mismo problema que la distinción de la agresión con o sin violencia o intimidación planteada por el PSOE. Durante toda la semana hemos sufrido una más que desafortunada declaración de la ministra de Justicia, Pilar Llop, en la Ser, hablando de lo fácil que sería demostrar “una herida” en una agresión, y una escalada de tensión en las intervenciones públicas de las responsables de Igualdad, que venían precedidas por esa amenaza –“lo pagará”– que Pablo Iglesias lanzó al presidente del Gobierno en la misma emisora unos días antes. Lo que el lunes parecía un problema de ajuste técnico acaba el viernes a las tres de la madrugada con una declaración del presidente de Gobierno desde Bruselas aclarando in extremis que la coalición no se rompe. 

Las encuestas llevan meses diciéndoles a los socios de gobierno que necesitan movilizar a los suyos. La bronca, el desacuerdo y las acusaciones cruzadas es justo lo que genera desmovilización en un electorado progresista bajo de moral

¿Qué pasó por el camino? Nada que tenga que ver con el debate técnico, jurídico y complejo sobre qué hacer con la ley. La ansiada bandera del feminismo ha vuelto a ser objeto de disputa entre los socios de la coalición, que olvidan algunas cosas: en primer lugar, que el feminismo se les da por hecho, y no van a conseguir ni un solo voto más por ser más feministas, porque ambos partidos tienen credenciales para recibir esos réditos. Unas, más valoradas entre las jóvenes; otras, respetadas entre las más veteranas, pero la historia del feminismo y de sus éxitos en los últimos años trasciende, con mucho, a las dos formaciones. Ahora bien, les puede destrozar, como advertía un diputado socialista en los pasillos del Congreso. Manipular, hacer demagogia, exhibir incapacidad, ineptitud o falta de flexibilidad en un asunto tan sensible como este es jugar con fuego. Aprovechar la polémica para hacer crecer la figura de Irene Montero como futura candidata en las próximas generales constituye una jugada de alto riesgo.

Las encuestas llevan meses diciéndoles a los socios de gobierno que necesitan movilizar a los suyos. La bronca, el desacuerdo y las acusaciones cruzadas es justo lo que genera desmovilización en un electorado progresista bajo de moral. El feminismo ya no va a dar más votos a quienes ya los tienen, pero puede darles la espalda y destrozar la coalición y a cada uno de sus miembros. Máxime, ahora que Feijóo ha entendido que la clave de las próximas generales está en ese estrecho sector del centro ideológico que no está dispuesto a dar marcha atrás en derechos y libertades individuales.

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