El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Ferraz es Vía Laietana
Hace unos días, un buen amigo, afincado en Barcelona y sufridor del Procés, me hacía llegar su perplejidad por el excesivo protagonismo que algunos medios están dando a los disturbios en la sede del PSOE en Ferraz. Tras un intercambio de whatsapps, contestó: “... no puedo dejar de sospechar que ese darle importancia también responde a la lógica y los intereses del momento.” Inmediatamente me transporté a los meses más duros del Procés, cuando, amigos también, esta vez indepes, decían lo mismo de los disturbios que los CDR causaban en Barcelona un día sí y otro también. Al margen de la diferencia cuantitativa, que la hay, probablemente por esa tradición anarquista que en Barcelona ha hecho brotar numerosos “bloques negros”, abrí mentalmente un juego de los espejos entre aquellos momentos y los que ahora vivimos.
En la política catalana, desde hace años, y desde la pasada semana en la española, la cuestión territorial se ha impuesto. Frente al eje izquierda-derecha, que protagonizó el bibloquismo desde la ruptura del bipartidismo imperfecto en 2015 hasta la reciente campaña electoral del 23J, esta vez prevalece la tensión entre quienes defienden una España plurinacional frente a quienes la quieren una y homogénea. Desde la Transición han coexistido las dos divisiones, por lo que esto no es nuevo; pero sí lo es que la segunda se imponga sobre la primera con tanta rotundidad. Situación similar se ha dado en Cataluña desde el año 2017, en que empezaron a gobernar juntos dos partidos independentistas ideológicamente antagónicos: ERC en la Izquierda y Junts en la derecha más liberal.
Incluso en el ámbito de la izquierda, quienes no ven clara la amnistía no siempre lo dicen en voz alta, y cuando lo hacen, es desde el dolor y pidiendo respeto para debatir
Decisiones de calado han tensionado la sociedad en uno y otro espacio. Ayer, grandes movilizaciones a favor de la independencia en las capitales catalanas en las Diadas y más allá junto a sucesivos estallidos de violencia ante la Jefatura Superior de Policía en Via Laietana, cortes de autopistas, bloqueos en El Prat… Hoy, enormes manifestaciones en las principales ciudades españolas, y concentraciones menores, pero no irrelevantes ni inocuas, de una mezcla de nostálgicos del franquismo y grupos neonazis ante la sede del PSOE en Ferraz cantando el Cara al sol brazo en alto y con banderas preconstitucionales. Que nadie me malinterprete: más allá del rechazo a la violencia, no pueden compararse las proclamas e idearios indepes con los de la ultraderecha; unos quieren independencia —discutible, pero legítimo—; los otros, volver al más oscuro de los tiempos, a lo peor de la historia europea. (Para una descripción detallada de los grupos de ultraderecha en España, es muy recomendable el libro de Miquel Ramos, De los neocón a los neonazis. La derecha radical en el Estado español, RLS). Eso sí, tienen en común el eje de muchos de sus discursos identitarios, dramáticos y excluyentes, y un lema mutuamente calcado: “¡Prensa española, manipuladora!”, grito que asombra cuando sale de la ultraderecha españolista, pero que expresa el deseo de escuchar tan sólo una información exclusivamente conectada con la propia visión —simplista y monolítica— de la realidad. Ayer, como hoy, unos partidos los condenan con la boca pequeña y otros directamente los alientan, incluso con la participación de algunos de sus líderes.
En ambos momentos, los respectivos protagonistas han querido internacionalizar el conflicto. La batalla del independentismo catalán en Europa, de la que salió vencedor gracias a la torpísima estrategia política del Gobierno español en manos de Rajoy, cabalgaba a lomos de #FreedomForCatalonia. Hoy, los corresponsables extranjeros no saben muy bien qué pensar cuando Feijóo les convoca a una reunión en Génova presidida por una pantalla con un grito de auxilio: #HelpSpain.
No suele ser bueno abusar de los paralelismos porque acostumbran a ser limitados, pero estos días se puede comprobar cómo en el conjunto de España se está viviendo mucho de lo que los años del Procés dejaron en Cataluña: una tensión social al extremo que hace que las conversaciones entre quienes piensan distinto, en el mejor de los casos, se acallen, rompiendo relaciones sociales y vínculos personales. Incluso en el ámbito de la izquierda, quienes no ven clara la amnistía no siempre lo dicen en voz alta, y cuando lo hacen, es desde el dolor y pidiendo respeto para debatir, como hacía Fernando Vallespín hace unos días en esta columna.
Quienes estamos decididos a impedir que eso pase, mantenemos conversaciones con aquellos que por su parte entienden la situación actual de forma distinta a nosotros. Y nos obligamos a seguir pensando y valorando sus argumentos para intentar entender al otro, que siempre tiene, al menos, algo de razón. A mi amigo he de agradecerle, además, que haya inspirado estas líneas.
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