Investidura, ¿para qué?

La sesión de no-investidura, transmutada en moción de censura preventiva, no ha sido en vano. Además de mostrar de forma pedagógica que quien gana las elecciones consiguiendo más votos no tiene por qué ser quien gana el Gobierno si no obtiene los apoyos de la mayoría del Congreso, ha dejado claras las estrategias políticas que protagonizarán la legislatura. Feijóo, consolidado como líder del PP y del conjunto de la bancada de la derecha, ha unido su destino al de Vox y se ha quedado en un rincón del tablero. Socialistas e independentistas, condenados a entenderse, empiezan ahora una nueva fase de la negociación.

Los próximos días el rey celebrará las consultas a los grupos parlamentarios y previsiblemente encargará a Pedro Sánchez que forme gobierno. Si Sánchez propone una fecha para la sesión de investidura a la presidenta de las Cortes, Francina Armengol, será un signo de avance en las negociaciones y delimitación de los tiempos por parte del presidente en funciones. Se abriría así un primer plazo, aunque, si no resultara elegido, Sánchez todavía podría volver a presentar después de nuevas consultas del rey hasta alcanzar la fecha finalísima del 27 de noviembre. No obstante, en ningún sitio está escrito que la próxima semana conozcamos la fecha de la siguiente sesión de investidura. El artículo 170 del reglamento del Congreso dice así: “En cumplimiento de las previsiones establecidas en el artículo 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidato a la presidencia de Gobierno, el presidente de la Cámara convocará el pleno”. No hay plazo, por tanto, para la convocatoria, salvo el ultimátum del 27 de noviembre.

Las estrategias de los negociadores socialistas e independentistas, que han estado hasta ahora en sombra con todas las miradas puestas en este extraño tiempo muerto que ha sido el mes de septiembre, empezarán ahora a desvelarse. Conviene recordar varios puntos clave del manual de negociación: cada uno sale con posiciones de máximos, hay una primera pelea por marcar los tiempos, los plazos tenderán a agotarse y quien establece el terreno de juego sale con ventaja.

Es cierto que toda negociación que se quiera exitosa necesita discreción, pero una cosa es el contenido de las conversaciones y otra el marco de la discusión pública. ¿Estamos hablando de una amnistía para conseguir unos votos que permitan la investidura de Sánchez o de avanzar hacia un modelo de Estado más federal, según la doctrina que el PSOE tiene aprobada en su Declaración de Granada y posteriormente en la de Barcelona? ¿Se trata de dar respuesta a esos más de dos millones de catalanes que dicen que no se sienten cómodos con la actual relación de Cataluña con España, o de amnistiar a todos los que tienen causas pendientes por el procés? ¿Es igual, a estos efectos, quien participó en los disturbios callejeros que quien declaró la independencia y al día siguiente se fugó?

Si la política fuera, como la teoría de juegos, el arte de la estrategia para maximizar los beneficios, el acuerdo sería seguro. Pero la política tiene mucho de pulsiones, pasiones, egos, celos y envidias. De ahí su encanto y su interés

La clave de lo que empezaremos a ver estos días no es sólo la complejidad de la negociación, que lo es, sino la trascendencia de la misma. Un análisis puramente racional no dudaría del acuerdo. Los independentistas están en horas bajas, ni siquiera han conmemorado por todo lo alto el 1-O como signo de fuerza tras una Diada descafeinada, a Puigdemont se le acaba el oasis europeo el 9 de junio, y Sánchez, con el apoyo de Sumar y de los nacionalistas vascos, necesita sus votos para gobernar. En principio, por tanto, y más allá de fuegos de artificio que ya no se saben si lo son o no (como la resolución pactada el viernes pasado entre ERC y Junts exigiendo a Sánchez que “se comprometa a trabajar para hacer efectivas las condiciones para la celebración del referéndum”), nada debería impedir el acuerdo. Sin embargo, no siempre la política responde a criterios racionales. También era lo más racional convocar elecciones cuando Puigdemont decidió declarar la independencia y huir a Waterloo. Si la política fuera, como la teoría de juegos, el arte de la estrategia para maximizar los beneficios, el acuerdo sería seguro. Pero la política tiene mucho de pulsiones, pasiones, egos, celos y envidias. De ahí su encanto y su interés.

Hasta aquí, una parte del mapa. En la otra, encontramos una derecha con un discurso durísimo y enormes cotas de poder territorial que ya ha empezado a crear el marco, nuevamente, del gobierno ilegítimo conseguido tras perder las elecciones y mediante pactos con los independentistas. Si finalmente hay gobierno progresista con apoyo de los independentistas, este será el eje de oposición de un PP unido a Vox, el mismo Vox que amenazaba desde la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados: “La amnistía es un ataque, una agresión de la que el pueblo español tiene el derecho y el deber de defenderse. Y lo hará. Después no vengan ustedes lloriqueando”.

Por si fuera poco, la desconfianza entre los negociadores salta a escena cada vez que se recuerda el pasado, cuando se pacta una resolución pidiendo el referéndum el mismo día que se vota la investidura de Feijóo, o cuando el PSC vota en contra de la amnistía. Si la confianza es la argamasa del acuerdo, parece que a este aún le queda por cocinar.

Las últimas elecciones, tanto autonómicas y municipales como generales, desvelaron mucho de cómo es hoy la sociedad española. Capaz de movilizarse para impedir que la ultraderecha gobierne, como ocurrió el 23J; pero con dudas, cuando no oposición (sobre todo fuera de Cataluña), a aplicar excesivas medidas de gracia a quienes protagonizaron la fracasada declaración unilateral de independencia.

De ahí la importancia de que Pedro Sánchez, si quiere reeditar su presidencia, sea capaz de explicar para qué quiere hacerlo y en qué marco hay que atender amnistías o movimientos similares. Que acuerde una investidura a un precio difícil de explicar es plenamente legítimo, pero implica riesgos: en unos años se volverá a votar, y entonces el clima será irrespirable. Que consiga un acuerdo que permita pasar página de uno de los episodios más duros de las últimas décadas en España y avanzar en derechos y libertades, no sólo es legítimo, sino que responde a la esencia de la política, y es coherente con las políticas de “desinflamación” que, con éxito, se han aplicado los últimos años.

Independientemente de lo avanzado que esté o no el acuerdo, estamos asistiendo a los primeros compases de la proyección pública. El jueves, con la resolución acordada entre ERC y Junts pidiendo que se trabaje para un referéndum, los independentistas subieron el precio del acuerdo. Veloces, los socialistas pusieron pie en pared. Empieza el baile.

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