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Lecciones de las elecciones (III): Cuando es la sociedad la que no encaja en la normativa

Entre las cosas que más sorprenden a los estudiantes universitarios es escuchar que en la Transición, cuando se diseñó nuestro ordenamiento jurídico, los partidos políticos eran sinónimo de modernidad, libertad, democracia, pluralidad y buen rollo. Sí, los mismos que hoy son denostados por una abrumadora mayoría y en los que apenas un 7% (según el último Eurobarómetro de marzo de 2023) dice confiar. Cuatro décadas prohibidos bastaban entonces para convertirlos en el símbolo de la democracia.

En este contexto, el constituyente tenía dos obsesiones: dar a los partidos el papel de piedra angular que merecían en una democracia –lo cual explica, por ejemplo, el estrecho margen que se deja a la participación ciudadana–, y dotar al sistema de mecanismos de estabilidad. Se miraba de reojo a Italia con pánico.

Estos elementos operan como lógica que subyace a todo nuestro sistema político. Se legisló pensando en grandes mayorías –aunque sólo en cinco ocasiones hasta la fecha se han dado mayorías absolutas– y no se tuvieron en cuenta situaciones como las que hoy se están viviendo. Por eso, y como pasó ya en 2019, la noche electoral del 23J volvimos a acordarnos del artículo 99 de la Constitución, ese que ya entonces se vio que era necesario reformar, pero ahí sigue. Como estos días se hablará mucho de él, conviene recordarlo. Dice así:

Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno.

A nadie se le escapa que la reforma constitucional o de leyes orgánicas requiere mayorías que exigen el concurso de los dos grandes partidos, algo que hoy por hoy no parece cercano

Nada más. Ningún criterio que aplicar en la decisión regia. Es decir, al legislador no se le ocurrió en 1977 que pudiera haber dudas sobre a quién tendría que proponer el Rey, sino que se consideraba más bien un formalismo. Como es conocido, con la ruptura del bipartidismo esos tiempos pasaron, y ahora la aritmética parlamentaria acostumbra a ser más caprichosa. Tanto, que en estos momentos el monarca tiene un dilema: si alguno de los dos posibles candidatos le muestran su disposición de acudir a la investidura pero ninguno de ellos puede garantizar –como suele ocurrir en las negociaciones– el cierre de los acuerdos hasta el último momento, ¿nombra a uno de los dos –al más votado según criterio de anteriores ocasiones– o deja pasar el tiempo hasta que alguno pueda mostrarle los apoyos suficientes para conseguir los ansiados 176 o más síes que noes? ¿Hasta cuándo?

Por mucho que la situación se salve, como se salvará, aunque sea a base de retorcerla, como cuando en 2016 Rajoy rechazó la propuesta del Rey y acabó Sánchez presentándose para empezar a hacer correr los dos meses de plazo, existe aquí una laguna que hay que subsanar. En una monarquía parlamentaria como la actual, ni el Rey tiene que verse en esa tesitura ni debe tener esa responsabilidad.

No es éste el único precepto que habría que reformar a la vista del pluralismo político que, pese a cierta recuperación del bipartidismo, caracteriza hoy a nuestro Parlamento. El último ejemplo lo vimos hace unos días. Imagínense que en la votación para la elección de la presidenta de las Cortes, las dos candidatas, Francina Armengol y Cuca Gamarra, empatan a votos, algo que podría ser perfectamente factible si los apoyos hubieran sido los previsibles y Coalición Canaria y Junts se abstienen. ¿Qué hubiera ocurrido? El Reglamento del Congreso dice que se votará sucesivamente. ¿Hasta cuándo? El artículo 37.3 dice así:

3. Si en alguna votación se produjere empate, se celebrarán sucesivas votaciones entre los candidatos igualados en votos hasta que el empate quede dirimido.

A nadie se le escapa que la reforma constitucional o de leyes orgánicas requiere mayorías que exigen el concurso de los dos grandes partidos, algo que hoy por hoy no parece cercano. Desde al menos 2015 sabemos que esas reformas están pendientes, y que lo seguirán estando una buena temporada. Las decisiones que tome el Rey, o las situaciones sin salida en que podemos encontrarnos, podrán parecer mejor o peor, pero son producto de una normativa que no encaja con la sociedad, aunque a base de mantenerlas, parece que sea la sociedad la que no encaja en la normativa.

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