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¿Ha resistido la democracia norteamericana?

Cristina Monge nueva.

Tras la celebración de la derrota de Trump ha surgido un debate para nada menor. Consiste en dilucidar si la democracia norteamericana ha salido airosa del envite o no. Si entendemos la democracia como la convocatoria periódica de elecciones y un entramado institucional anclado en unos principios democráticos, podríamos responder que sí, aunque los daños en las instituciones, si los hay, se irán mostrando con el tiempo. Ahora bien, si acudimos a una noción más amplia de democracia que incorpore la cohesión social, la libertad de expresión (incluida la de prensa), y otros criterios, la respuesta no parece tan fácil.

En lo referente al posible daño institucional causado por cuatro años de Trump, Freedom House advertía hace unos meses al hilo de la publicación de su Informe de la libertad en el mundo 2020, en el que se puede leer: “Los procesos democráticos en Estados Unidos también se encuentran amenazados. Si bien este año la calificación del país se mantuvo uniforme, en la última década disminuyó ocho puntos en la escala de cien. Entre los indicios preocupantes registrados en 2019 se encuentran los cambios normativos que menoscabaron los derechos de los solicitantes de asilo, las nuevas constancias de interferencia en los procesos electorales y la intensificación de los enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso en relación con sus respectivas facultades. El desafío a la autoridad del Congreso fue el elemento central del juicio político al presidente Donald Trump, quien ordenó a funcionarios y exfuncionarios que no acatasen las solicitudes formales del Poder Legislativo para la presentación de documentos y de declaraciones testimoniales correspondientes a su tentativa de obtener favores políticos del presidente ucraniano. Al mismo tiempo el gobierno ha enviado mensajes contradictorios sobre el deterioro en el extranjero de las instituciones democráticas y del respeto de los derechos humanos.”

Lo explica muy bien Katrina Mulligan, una ex alto cargo de la unidad de seguridad nacional del Departamento de Justicia, en unas declaraciones recogidas en este artículo: "Durante mucho tiempo, yo fui una de las personas que aseguraban que los guardarraíles de la democracia funcionaban (…) Pero en estas semanas, he cambiado de opinión al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Ahora creo que dependemos demasiado de aspectos frágiles de nuestra democracia y esperamos que los individuos, en lugar de las instituciones, hagan el trabajo que debería hacer la institución". 

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Habrá que esperar unos años para ver si estos riesgos son reversibles o no. Sobre todo, si los dos senadores de Georgia pendientes de elegir caen del lado republicano, lo que llevaría a un posible bloqueo institucional en buen número de temas.

Pero más allá de estos aspectos –sin duda, muy relevantes–, conviene fijarse en otros tanto o más significativos: La desigualdad en EEUU ha alcanzado cotas máximas y la polarización sigue creciendo, aspectos ambos que comprometen seriamente la democracia. Pero hay más: 74 millones de norteamericanos han depositado su voto en un candidato que lleva cuatro años mostrando su más absoluto desprecio por la democracia. Son 11 millones más que en 2016. Y por si esto fuera poco, aproximadamente la mitad de ellos están convencidos de que, como dice Trump, las elecciones han sido manipuladas.

Si nos fijamos en los medios de comunicación, la manera con que muchos de los grandes medios han cubierto y dado pábulo a las mentiras y bulos de Trump hace muy difícil que puedan seguir cumpliendo el papel que deben tener en una democracia. Aunque a ultimísima hora, cuando la derrota era ya evidente, empezaran a pararle los pies, durante más de cuatro años han sido colaboradores necesarios en la aparición de eso que se ha llamado los “hechos alternativos”, un auténtico revés a la idea de verdad como principio de convivencia que hacía imposible siquiera definir de forma común un hecho. No opinar sobre él, que este extremo, efectivamente, es más delicado, sino ni siquiera definirlo. La pensadora Carolin Emcke lo describe así de bien en este artículo: “Cuando a una estupidez flagrante ya no se le llama estupidez, ni a una mentira, mentira, sino que tan solo se etiquetan como “controvertidas”, queda de manifiesto una de las huellas más destructivas de la presidencia de Trump: el relativismo nihilista, que no reconoce ningún conocimiento ni ninguna norma, que todo lo iguala, y que legitima como “opiniones” diferentes lo que debería ser considerado falso o inhumano.

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