Urge volver a València Pilar Portero
... Con sonrisa
En el instituto unos chicos les hacían la vida imposible. Esto ahora se llama bullying, ellas lo llamaban: "Ya están ahí los gilipollas, vamos por la otra calle".
"Ellas" eran dos, se habían elegido a los siete y no se despegaban. Almas gemelas en casi todo y complementarias en lo poco que les diferenciaba. Tenían melenas abundantes de distinto color y en sus caras un atributo con gran protagonismo, la dentadura. Este era un elemento facial muy práctico porque lo que más hacían juntas era reírse. También lloraban, claro…
Sería porque siempre iban juntas, porque hablaban con un deje similar y calcaban gestos la una de la otra. Sería por sus melenas y por ese complemento dental tan característico, que los gilipollas decidieron bautizarlas: "las hermanas caballo" y cada vez que ellas pasaban a su lado, ellos relinchaban.
El acoso no iba a más, era una tontería de adolescentes, pero a los trece, algunas tonterías tienen forma de dardo y hacen diana en tu punto débil. Escuchar los relinchos de esa manada de gilipollas, cada vez que pasaban junto a ellos, era un trance desagradable y casi inevitable, iban a clases distintas, sí, pero al mismo instituto.
Este trago, como otros muchos, nunca lo compartieron con nadie. Lo vivían para dentro en la cueva emocional que solo habitaban ellas. Nunca contaron lo mal que lo pasaban, si no lo contaban, no existía.
Muchos años después, cuando eran dos adultas hechas y casi derechas, empezaron a comentarlo en público entre risas: "Menudos gilipollas, cómo nos amargaban". Lo contaban con toda naturalidad en esas conversaciones de abuela cebolleta en las que nos da por revivir secuencias de instituto. Y lo hacían sin dolor, con la perspectiva que da el paso de tiempo. Había hasta quien les decía: "Bah, seguro que les gustábais, era la forma de llamar vuestra atención". Menudos gilipollas.
Un día, una de ellas fue a comer a la casa de sus padres y el padre no llegaba. De pronto sonó el teléfono, era él:
—Un hombre me ha dado un golpe con el coche. No, tranquila, nada grave. Pero vamos a subir un momento para arreglar los papeles del seguro en casa.
Al parecer, al "contrario" le faltaba algún documento y aquel señor, haciendo alarde de empatía, había decidido echarle una mano para completar el parte amistoso.
Cuando aparecieron, ella no podía creerlo, el chico era uno de los más activos en la manada de los gilipollas. Entró en la casa tímido y apocado, con el susto del golpe todavía en el cuerpo y se puso rojo como un tomate de pera al verla aparecer. Ella le saludó con una amplia sonrisa y esta vez él no relinchó.
La sonrisa reapareció muchos años después, casi como un desnudo, como una reivindicación, como una prueba de firmeza. Ahora es muy raro que ella no sonría para la foto, ni para la vida. Mostrar los dientes es una de sus señas de identidad, el rasgo quizás por el que más la reconocen
Al marcharse no contó en casa quién era él. Le provocaba una inmensa tristeza pensar en lo que podría sentir su padre, tan protector siempre, si descubriera cuántos tragos innecesarios habían sufrido ella y su hermana en la adolescencia. En esa edad, un choque en tu seguridad puede provocar un siniestro total…
Por la tarde, se pusieron a ver viejos álbumes de fotos. Ella las había visto mil veces, pero esta vez se dio cuenta de un detalle: a partir de los trece, no enseñaba los dientes en ninguna foto. Su sonrisa, en esos años, era una mueca de boca cerrada, ni entraban moscas ni salía alegría.
La sonrisa reapareció muchos años después, casi como un desnudo, como una reivindicación, como una prueba de firmeza. Ahora es muy raro que ella no sonría para la foto, ni para la vida. Mostrar los dientes es una de sus señas de identidad, el rasgo quizás por el que más la reconocen. Ella soy yo y mi hermana, la sonrisa que me falta desde el 2 de abril del 2019.
A los que relinchan: solo sois unos gilipollas, lástima que en ocasiones tengáis tanta fuerza. Eso sí, a veces, cuando os entra el miedo, os desarma una sonrisa. Qué cosas.
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