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Ampliar el campo de batalla

Alguien tendrá que contar algún día cómo pasamos en diez años de utilizar la política para escribir poesía en los pasos de peatones a vivir en una sociedad que está a un par de tropiezos del IV Reich. Lo primero es anecdótico y no pretendo situarlo, del todo, en la cadena de acontecimientos. Lo segundo, aunque parezca una exageración, no lo es.

Tras el durísimo primer lustro de la pasada década, donde la crisis y los recortes dejaron este país hecho un erial, los ayuntamientos del cambio fueron la primera expresión de que la organización política del descontento valía para algo, al menos para arrebatar a la derecha instituciones municipales que habían ocupado durante demasiado tiempo.

Aquellas experiencias de gobierno no fueron sencillas y aquel nuevo progresismo, con más ganas que experiencia, se dio de bruces con la realidad: era realmente complicado articular cambios sociales profundos desde la maquinaria institucional. Quizá por eso, las políticas simbólicas y culturales fueron un signo de distinción de su mandato.

La mayoría de aquellas corporaciones sólo duraron del ejercicio 2015 a 2019. No es motivo de este artículo juzgarlas, pero sí constatar que su recuerdo es más frustrante que dulce. Viendo en qué se está convirtiendo nuestro presente, el pasado se contempla, más que con poesía, con estupefacción.

En aquella mitad de década, además, en España se desarrolló, vía fascinación con el activismo estadounidense, la creencia en que la izquierda, más que promocionar la consecución de la igualdad, debía centrarse en representar la diferencia. El objetivo siempre marca a los protagonistas y las herramientas, por eso, en vez de sindicalistas y convenios colectivos, el progresismo se decantó por expertos en comunicación y peleas en torno a las desinencias gramaticales. 

Pero, a veces, lo inesperado nos vuelve a situar las piezas en la casilla de salida.

La pandemia no permitió al Gobierno progresista tener demasiados debates sobre cuál era el contenido fundamental de la política de izquierdas. La guerra en Ucrania, tampoco. De ahí que su primera legislatura, 2020-2023, estuviera marcada por medidas centradas en la economía, el empleo y la energía. 

De los ERTE a la excepción ibérica, de la subida del SMI a la reforma laboral, de la lucha por mutualizar la deuda a los fondos post-covid, el tono de la partitura fue bien diferente. Faltaron cosas y se pudo profundizar más, pero lo relevante es que se torció la inercia neoliberal que empezó en un ya muy lejano 1979 en el Reino Unido de Thatcher. Insisto: no es poco.

En esta segunda parte, sin embargo, las cosas están siendo diferentes. Este Gobierno lleva un año peleando por sacar la cabeza del agua. Por articular una mayoría con la que poder dar brío a una legislatura que las derechas se han empeñado en boicotear por lo civil o por lo criminal. 

El acoso judicial, la desmesurada tensión mediática, las manipulaciones digitales y el uso indecente de asuntos como inseguridad o inmigración han hecho de este último año un auténtico campo minado para este Gobierno. Quien ha podido hacer, ha hecho, de eso no le cabe duda a nadie que preste una mínima atención a la actualidad.

Por otro lado, el asunto territorial sólo está saliendo a medias. Es muy relevante que el PSC vuelva a gobernar en Cataluña, también la aprobación de la ley de amnistía. Nos queda la duda de cuál es el pacto de financiación singular acordado con ERC, cómo encaja en un sistema autonómico solidario. Respecto a Junts y el escurridizo Puigdemont, mejor pasar página.

Las grandes cifras económicas son buenas, la inflación desciende y el empleo sigue siendo un motor confiable. Estos son, de lejos, los baluartes de este Gobierno. El gran problema radica en que con unos precios del alquiler presa de la especulación, la redistribución flaquea, cuando no la estabilidad necesaria para cualquier proyecto de vida.

Este 2024 no acabará como empezó. Del resultado de las elecciones en Estados Unidos siempre han dependido muchas cosas, esta vez, además, la estabilidad de las democracias occidentales. No es sólo Trump, es el grupo de millonarios tecnológicos que han decidido protagonizar su propio asalto institucional.

Este Gobierno lleva peleando un año por articular una mayoría con la que poder dar brío a una legislatura que las derechas se han empeñado en boicotear

Esto va mucho más allá de la evidente influencia de los poderes económicos en el presidente de Estados Unidos, esto es mucho más profundo que un lobby haciendo presión para obtener ventajas fiscales o ayudas a su sector. Esto es la emancipación descarada de una élite de las reglas comunes. 

Peter Thiel, uno de los inversores de capital riesgo que conforma este grupo, el principal promotor de JD Vance, candidato republicano a vicepresidente, explicó en una conferencia a principios de agosto que “la democracia, sea lo que sea, está exhausta, por lo que hay que empezar a pensar más allá” de los límites actuales. 

Si Kamala Harris gana las elecciones por la mínima comprobaremos a qué límites se refería Thiel, que, por cierto, nació en Alemania. Nada de lo que está sucediendo ya en España, como el intento de la ultraderecha de incendiar las calles aprovechando hasta el asesinato de un crío, se puede desvincular de estos movimientos en EEUU.

Este repaso a década y media tiene una conclusión: si la izquierda quiere parar esta ola descivilizatoria, su única posibilidad pasa por liberar a la política de los estrechos márgenes a los que la confinó el neoliberalismo, volver a dotarla de una verdadera capacidad transformadora, es decir, ampliar el campo de batalla.

La tarea es enorme, pero no hay posibilidades intermedias. El tiempo se agota y los juegos de manos, como los que Macron está ejecutando en Francia para no reconocer la victoria del Frente Popular, se pagarán caros. Esta vez nos hará falta algo más que poesía y desinencias gramaticales. 

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