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El Gobierno recompone las alianzas con sus socios: salva el paquete fiscal y allana el camino de los presupuestos

El momento es ahora

La negativa de Francia al MidCat confirma, para el que aún no quiera verlo por cortedad o espíritu mezquino, la relevancia que el corte del gas ruso otorga a España, tanto por su posición de tránsito como por su capacidad regasificadora para el licuado. El carácter técnico de la oposición francesa es una coartada que trata de complicar la vinculación entre las urgentes necesidades alemanas y la oferta española. Macron nos puede dar besos y abrazos, siempre que no nos coloquemos a su altura. Este episodio vuelve a confirmar la gran debilidad estructural de la UE: incluso en una situación de urgencia no encuentra concierto ni siquiera en su eje rector. Moscú sabía con quién se la jugaba y la importancia de la carta energética cuando comenzó la guerra. EEUU también.

En clave doméstica encontramos, precisamente, esa cortedad de miras y ese espíritu mezquino. Alberto Núñez Feijóo, que como todo líder de la derecha cuenta con el mismo crédito que un ludópata millonario en Las Vegas, es decir, infinito, ha decidido que su apuesta por la moderación en la oposición va a consistir en hablar bajito mientras que desprecia los intereses de nuestro país, en el mejor de los casos, o permite que sean saboteados, que es lo que sucede cada vez que Isabel Díaz Ayuso mueve ficha. Como es normal, la oposición debe fiscalizar al Gobierno y, si puede, adelantarle en propuestas para mostrar al ciudadano su mayor capacidad. No enfangar la mitad del verano en montar una guerra cultural en torno a unas tímidas medidas de ahorro energético para hacer creer al paisano que Pedro Sánchez va a robarle las bombillas de su casa. 

No se trata tan sólo de que actuar así complique la labor del Ejecutivo, se trata de que cuando un país no tiene capacidad de ponerse de acuerdo en asuntos de Estado muestra al exterior una imagen de debilidad. Ya pasó con Marruecos y la inmigración, cuando Pablo Casado tenía extrañas reuniones con emisarios alauitas. Pasará si aliados y adversarios perciben que nuestra política de la energía va a variar dependiendo de quien se siente en la Moncloa. La continuidad en puntos clave es lo que diferencia no sólo la seriedad con la que un país es tratado, sino sobre todo la capacidad que tiene ese país de alcanzar sus objetivos. La derecha patria tan sólo concibe España como un valor de identidad arrojadiza.

Mariano Rajoy practicó en su presidencia la táctica del ensimismamiento vigilante. Hacer que nunca se enteraba de nada, que tan sólo pasaba por allí, como un fulano al que te encuentras azarosamente en la cola del pan. Si algo bueno sucedía no se ponía demasiados laureles, si algo malo acaecía era el último en ser señalado. Esto le permitió que, aun siendo el presidente más radical que hemos tenido en el ámbito económico, hoy apenas cuente con detractores incluso entre los que no estuvieron de su lado. Feijóo pretende hacer lo mismo. Esperar. Esperar a ver qué pasa. Esperar mientras que Ayuso, Vox y sus veinte terminales mediáticas meten fuego. Esperar a ver si Putin recrudece al asedio. Esperar a ver si Argelia corta el gas. Esperar a ver si Estados Unidos vuelve al solipsismo.

El problema es que en 2022 ya no hay tiempo para esperar porque nadie, nadie en su sano juicio, piensa que podamos volver a algo parecido a lo que había antes de la crisis de ciclo largo. Rajoy se podía permitir esperar, jugar al ensimismamiento vigilante, porque aún muchos pensaban en que era posible un retorno a los años previos de la Gran Recesión. Por eso Rajoy, aun practicando una radical economía de derechas, nos dejó estampas de sainete trágico, pareciendo, más que un político, un personaje atolondrado escrito por Carlos Arniches. Feijóo cree que puede interpretar el mismo papel, quedarse muy quieto esperando a que el toro cornee a otros, sin darse cuenta de que al adjetivo ha pasado a categoría de sustantivo y hoy ya solo nos queda lo trágico, sin sainete. No hay nada más crudo que comprobar que lo que pensabas una separación momentánea fue desde siempre un divorcio permanente.

Al Gobierno, a los partidos que lo conforman, ya más de dos bloques, las perspectivas electorales no les resultan halagüeñas. Algunas encuestas lo expresan con vítores y confeti, otras, las menos, con más contención, afirmando que al PP, de ganar, no le valdría tan sólo con Vox para llegar a la Moncloa. Más allá de las encuestas, es obvio que una inflación de dos cifras sacude a quien ostenta el liderazgo de un país, tenga o no responsabilidad directa en los motivos del incremento de precios. Además, y esto va camino de convertirse en un mal endémico, la industria de la mentira ha arraigado de tal manera en el debate público que ya no se discute en torno a modelos, medidas o iniciativas, sino que parece que lo único que queda es sobrevivir, una jornada más, a salvo de cualquier demencial fabulación que corre de los grupos de Telegram de la ultraderecha a las portadas de los periódicos presuntamente liberales

Todo esto provoca que, en privado, un sector de la izquierda dé por amortizado no sólo a Sánchez, sino también a Yolanda Díaz. No hablo tan sólo de votantes, simpatizantes o cuadros, contagiados en parte por el ambiente, en parte con tendencia al martirio. Hablo también de dirigentes que contemplan las próximas elecciones como una derrota segura, en parte por los datos que dicen manejar, en parte por los intereses que manejan ellos: defenestrar a un líder siempre deja vacía la silla del liderazgo. No finjamos sorpresa, la política es así, también en la izquierda. El problema, de forma análoga a lo que sucedía en la derecha, es que tampoco hay tiempo para esperar.

La crisis bélica, energética e inflacionaria resulta un nudo con gravedad propia que no puede ser tomado a la ligera. Pero tampoco sobrevalorado, ya que muchos de los elementos que la hacen más grave son netamente arbitrarios

Existe sin embargo una diferencia abismal. Mientras que a la derecha le ha caducado el modelo, la izquierda nunca ha estado tan cerca, en estos últimos cuarenta años, de situar sus políticas como una alternativa viable al neoliberalismo. Ya no se trata de Sánchez, de Díaz, de unas elecciones, se trata de que la crisis de ciclo largo ha abierto una fenomenal oportunidad para volver a situar a la economía como una herramienta al servicio de la democracia, no como el látigo de los intereses del sistema financiero contra la soberanía popular. Nada más y nada menos. De ahí que resulte de una gran vergüenza cortoplacista que parte de la izquierda dé por amortizado este ciclo electoral. Dejar pasar un tren que puedes dirigir desde su cabina resulta torpe. Dejar pasar el único tren que te queda es un acto propio de quien no sabe ni cuál es su momento ni cuál es su lugar.

Los poderes de la Unión Europea no son más sociales ahora que hace una década, pero llevan ya dos años optando por el intervencionismo porque el contexto no les permite otro camino. Incluso las voces que pretendían una vuelta a la austeridad detrás del coronavirus se han vuelto a quedar afónicas porque la guerra manda. Lo primero que hay que entender es que los sucesos que atañen a nuestro presente no son una concatenación azarosa, sino una secuencia que se inició en 2008 y que aún no ha encontrado una solución definitiva. La labor de la izquierda no es avisar de que el tope al precio de la energía, la mutualización de la deuda, los fondos de recuperación, la tendencia a adoptar una fiscalidad más dura con los beneficios o las oportunidades en materia laboral son débiles, reversibles e inducidos para lograr estabilidad institucional. Sino aprovechar esta oportunidad para hacer de esa brecha, una tendencia y de esa tendencia un consenso

La crisis bélica, energética e inflacionaria resulta un nudo con gravedad propia que no puede ser tomado a la ligera. Pero tampoco sobrevalorado, ya que muchos de los elementos que la hacen más grave son netamente arbitrarios. Primero, nuestro problema energético inmediato es que ante una reducción de la oferta gasística debido a la guerra, el sistema de fijación de precios, pensado para privilegiar a las empresas, no ha variado, pasando de lo injusto a lo insostenible. Segundo porque lo que la inflación lo que plantea es un conflicto entre beneficios privados contra recursos comunes y salarios. El Gobierno está acertando en las medidas de carácter social paliativo, pero le falta un modelo propio que enfrente el conflicto entre beneficios privados contra salarios, además de una política tributaria que no sacrifique por defecto los recursos comunes. Sin coherencia entre ambos aspectos sólo gestionas el modelo neoliberal. 

Y tercero porque la guerra, que es siempre un proceloso laberinto de salida esquiva, puede ser larga, pero no infinita. Es cierto que Rusia ha jugado bien su carta gasística, pero no lo es menos que la transición energética ya estaba en marcha antes de que se iniciaran las hostilidades. No es cierto, como se expresa a la ligera, que las sanciones no hayan afectado a Rusia, un país cuya industria dependía de elementos para la finalización de sus productos que ya no pueden importar. Los países de la Unión Europea se están enfrentando a una subida de precios, pero Rusia en el medio plazo se enfrenta a una paralización para la que dispone de una transición inmediata. Tras más de medio año de guerra, en lo militar, la que se suponía una maquinaria bélica de primer orden no consigue avanzar en ninguno de sus objetivos pese al ingente esfuerzo material y humano desplegado. No se trata de jugar al Risk, sino de afirmar que el desencadenante inmediato de esta crisis puede sufrir variaciones importantes y súbitas a lo largo de este año.

La izquierda europea, especialmente la izquierda española, que ostenta el notable poder que supone encabezar un Gobierno, tiene que entender un hecho sencillo: el momento es ahora. El momento es ahora, no dentro de dos años, porque lo electoral no sólo se gana con más mensaje, con más presencia, con más denuncia de la industria de la mentira. Sino apostando por una ruptura total con la ortodoxia económica de derechas que ha emponzoñado nuestra sociedad en las últimas cuatro décadas. Si hay mercados que resultan no sólo socialmente injustos, sino ineficientes, el cometido no es tan sólo adecentarlos desde lo público para que cumplan sus expectativas mínimas, sino cuestionar abiertamente su utilidad y conveniencia frente a la iniciativa pública. La valentía y la sensatez convergen en plantear un nuevo contrato social donde recursos comunes y trabajo manden sobre beneficios empresariales, donde la democracia muestre su imperio a la economía. Quien sea capaz de dar este primer paso desde un Gobierno podrá ser derrotado, pero también podrá marcar época. El momento es ahora.

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