Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
Que nada pare
Hubo un tiempo, creo recordar, en que en verano la actualidad parecía detenerse o, mejor dicho, el ámbito de la política echaba el freno. Los parlamentos paraban, los decibelios se contenían y los periódicos empezaban a buscar relleno para la información. Así, una intoxicación en un chiringuito de Málaga, un crío perdido por la Sierra de Gredos o la procesión de una virgen para aliviar la sequía, se convertían, hace unas décadas, casi en asunto de portada nacional.
Esta disposición de la atención tenía sus puntos positivos. Como las firmas consagradas colgaban los bártulos, aquellos que tecleaban con cierta hambre de reconocimiento tenían su oportunidad para destacar. Así, algún escritor despuntaba entre los relatos vacacionales, el redactor tenía la oportunidad de dejar los breves y animarse con crónicas de lo cercano y el reportero de publicar esa historia que ya le habían congelado un par de veces los fríos del invierno.
Un parón da siempre la oportunidad de que empiece algo nuevo, especialmente para quien lo sabe propiciar. Lo que se detenía, realmente, era una versión particular de la política, una que se dejaba arrastrar por la inercia de lo conocido cuando parecía que todo iba a ser igual siempre. La estabilidad es condición para lo tranquilo, pero también para el sopor. Y el sopor, en asuntos públicos, es el ancla para evitar los cambios, para que nadie tenga la tentación de sacar los pies del tiesto.
Este verano, ya unos cuantos antes, ha sido diferente. Salvo, quizás, por el paréntesis olímpico, nada ha parado. El atentado contra Trump, pasando por la retirada de Biden, los disturbios en Reino Unido o el asesinato de Haniya en Teherán, son hechos que nos indican que cuando la bicicleta del presente se lanza a tumba abierta por la pendiente no hay pausas que valgan frente a su avance. Estamos seguros de su endiablada velocidad, no así del lugar donde se encuentra la meta.
Abstraernos hace la vida más amable hasta que sólo la podemos vivir como otros nos marcan. Esos que no descansan nunca, esos que pueden comprar lo que sucede, esos que aspiran a imponer el incendio sobre la razón
Podemos pensar y conformarnos con que estos sobresaltos son sólo una concatenación casual. O mirar a lo que nos antecede y ver que desde 2008 hemos entrado en una crisis de ciclo largo que está aún lejos de resolverse. Una crisis que en su inicio fue económica pero que ha ido conmocionando cada epígrafe de nuestro mundo como una onda sísmica que anima decenas de terremotos por contagio. Una vez que sucede el primer movimiento ninguna estructura conocida queda al margen del temblor.
En este escenario, en el que poco queda a salvo, algunos actores han encontrado el papel de su vida. Como las enfermedades oportunistas, que medran cuando el sujeto cuando está débil por una dolencia preexistente, aprovechan para atacar sin reparos ni piedad a la sociedad que les marcaba los límites. Ver a Elon Musk utilizar el altavoz que se compró a golpe de talonario para proclamar una inevitable guerra civil nos debería advertir tanto de la obviedad de su piromanía como de la exasperante lentitud de los bomberos.
Puede que esta lentitud no sea más que pereza, una que viene tras acostumbrarnos a lo inédito, tras haber digerido mal las múltiples conmociones de estos últimos años y haber deducido que por mucho que la tostada se caiga, al final, como en las películas, lo hará por el lado bueno. Es verdad que en el verano de 2024 han sucedido muchas cosas, casi ninguna de ellas buena, tanto como que todas nos han importado cada vez menos. No hay pellizco moral en el análisis, tan sólo constatación de que no damos más de sí.
Hace unas semanas visité San Juan de Busa, una de las iglesias del Serrablo, un conjunto de templos en el Valle del Tena, Pirineo oscense, que transitan entre el prerrománico y el mozárabe. Cercano a los mil años, solitario en su emplazamiento, con una peculiar arquitectura que le hacía parecer un pequeño barco entre un mar de imponentes montañas, me conmovió por lo breve que uno se siente ante su historia. A diferencia de la roca, las personas sólo tenemos una vida, breve por comparación.
Abstraernos de lo que nos rodea la hace más amable durante un tiempo, hasta que sólo la podemos vivir como otros han marcado por nosotros. Esos que no descansan nunca, esos que pueden comprar lo que sucede, esos que aspiran a imponer el incendio sobre la razón.
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