Plaza Pública
Sátira y Constitución: A propósito de una condena
La creación y difusión del cartel que encabeza este artículo y que publicitaba un espectáculo musical satírico ha supuesto para la revista Mongolia la condena al pago de una indemnización de 40.000 euros al torero José Ortega Cano. Así lo acaba de confirmar la Sala Civil del Tribunal Supremo. Se trata de una sentencia especialmente relevante a la hora de delimitar la libertad de expresión y, en concreto, lo que podríamos denominar como el derecho a la sátira.
La sátira es una tradición que tiene y ha tenido una presencia constante en las manifestaciones creativas y de expresión del ser humano. Concebida para hacer reír, generar sorpresa o estupor, lo satírico se hace presente como instrumento de denuncia y crítica social en la literatura, el teatro, el humor gráfico, el artículo periodístico, los programas o sketch televisivos, el cine o la canción. Desde Las Nubes Las Nubes de Aristófanes, múltiples han sido las creaciones artísticas que han recurrido al humor y a la ridiculización como arma para combatir los desmanes del poder o como forma de poner en cuestión reputaciones y verdades impuestas. La tradición satírica española tiene, en concreto, su momento fundacional en el Sexenio Revolucionario y esto no es algo casual, ya que es constatable que la mayor o menor laxitud con que la sátira es aceptada por una determinada sociedad suele ser proporcional al mayor o menor nivel de compromiso de ésta con las señas de identidad de los sistemas verdaderamente democráticos. Tampoco es casual, en este sentido, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya señalado que “la sátira es una forma de expresión artística y comentario social que, exagerando y distorsionando la realidad, pretende provocar y agitar. Por lo que, es necesario examinar con especial atención cualquier injerencia en el derecho de un artista –o de cualquier otra persona– a expresarse por este medio”.
En esto la jurisprudencia de Estrasburgo es claramente deudora, como en muchos otros asuntos, de la de la Corte Suprema norteamericana que ya en el año 1988 pronunció, en su famoso fallo en el caso Hustler Magazine, Inc. vs. Falwell, que la libertad de expresión también protege el derecho a parodiar figuras públicas, incluso cuando esas parodias son “ultrajantes” y perturban a quienes son objeto de las mismas. En una sentencia unánime, la Corte Suprema recordó que en la historia de los Estados Unidos la descripción gráfica y la caricatura satírica habían tenido un papel predominante en el debate público y político. Así, enfatizó la necesidad de dar a la prensa suficiente espacio para ejercer la libertad de expresión, añadiendo que “si la causa de la ofensa es la opinión de quien la expresa, ésta es razón suficiente como para otorgarle protección constitucional, ya que es una exigencia que deriva de la Primera Enmienda que el gobierno permanezca neutral en el mundo de las ideas”.
La idea de que la libertad de expresión protege el derecho a parodiar la imagen de las figuras públicas tampoco es ajena a nuestra doctrina judicial. Cabe recordar, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional en el llamado Caso Preysler, de 2010, dijo expresamente que “desde el punto de vista de la libertad de expresión, la caricatura constituye, desde hace siglos, una de las vías más frecuentes de expresar mediante la burla y la ironía críticas sociales o políticas que, en tanto que elemento de participación y control público, resultan inescindibles de todo sistema democrático, y coadyuvan a la formación y existencia de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político, que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático”. Con frecuencia, continúa la sentencia, “este tipo de sátira es una forma de expresión artística y crítica social que con su contenido inherente de exageración y distorsión de la realidad persigue naturalmente la provocación y la agitación”, y cuando así suceda, el uso manipulativo de la imagen ajena podrá constituir un ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión.
Obviamente, como todo derecho fundamental, también la libertad de expresión es limitable, y la manipulación satírica de una fotografía, ya sea de un personaje público, puede obedecer a intenciones que no gozan de relevancia constitucional suficiente para justificar la afectación del derecho a la propia imagen, por venir desvinculadas de objetivos democráticos. El propio juez constitucional español ha matizado que no está amparado por la libertad de expresión “el propósito burlesco, animus iocandi, cuando se utiliza como instrumento del escarnio; cuando se produce la difusión de caricaturas comercializadas por mero objetivo económico; o, incluso, cuando son creadas con la específica intención de denigrar o difamar a las personas representadas”. En estos casos, la ausencia de un interés público constitucionalmente defendible, esto es, que la caricatura contribuya al debate social, priva de justificación a la intromisión en el derecho a la propia imagen.
Pues bien, partiendo de estos presupuestos teóricos elementales, creemos que la sentencia del Tribunal Supremo desvirtúa hasta hacer irreconocible el contenido de libertad de expresión, entendido éste, en este caso, como derecho a la sátira. Y lo sostenemos así porque, tomando en consideración el contexto en el que transmite el montaje litigioso, es deducible que tras el mismo hay una genuina reflexión satírica sobre un personaje público y no un objetivo económico o intención denigratoria. Cualquier observador imparcial mínimamente informado sabe que en el momento en que se hace uso paródico de la imagen de Ortega Cano, su relevancia pública no radica, en lo que aquí interesa, en su popularidad como matador de toros, sino específicamente en su condena penal por un delito de conducción bajo los efectos del alcohol, dato este de indudable relevancia social. Por ello, no deja de resultar extraño que el Tribunal Supremo afirme que “la composición fotográfica y los textos que lo acompañan en el cartel, centraban la atención del espectador en la adicción del demandante a las bebidas alcohólicas, algo que resulta atentatorio su dignidad”. A este respecto, cabe matizar que el menoscabo que haya podido producir en la reputación social de Ortega Cano el hecho de haber conducido, con desenlace fatal, bajo los efectos del alcohol, sólo a él le es imputable, y no al medio de comunicación que reflexiona públicamente sobre esa conducta a través del reclamo satírico, cuya virtualidad, olvida el Tribunal, radica precisamente en la exageración como instrumento para propiciar el debate social.
La desorientación del Tribunal en lo referido al eje central de este litigio, que es la libertad de expresión, se hace patente cuando el mismo afirma que “la composición fotográfica en la que se pretendía centrar la atención del público no se integraba en ningún artículo informativo o de opinión sobre el demandante (esto es, dirigido a comunicar hechos veraces de interés general sobre su persona o a expresar valoraciones subjetivas o juicios de valor en torno a su persona o comportamiento)”. Y es así porque, a la luz de las palabras del Tribunal Supremo, parece que éste confunde la libertad de expresión –que puede ser vertida tanto en un artículo de opinión, como en un cartel, en una pieza de arte o una fotografía sin necesaria contextualización–, con la libertad de información. Esto no deja de resulta llamativo en una sociedad donde, de la mano de las nuevas tecnologías, la imagen, y en concreto la imagen satírica –valga pensar en los celebérrimos meme–, es un vehículo elemental para la difusión de opiniones y juicios de valor. En definitiva, el Tribunal no atiende al propio uso social para circunscribir el objeto litigioso, algo a lo que precisamente insta el artículo 8.2 de la Ley Orgánica 1/1982.
Del mismo modo, sólo obviando el contexto del litigio, y en concreto, el hecho de que es en el humor donde se haya instalada permanentemente la filosofía y el quehacer cotidiano de la revista satírica Mongolia, puede el Tribunal Supremo descartar que no esté aquí presente el animus iocandi y sí el solo propósito denigrante y difamatorio de la persona de Ortega Cano. Como ha señalado con acierto el profesor Presno Linera, parece desconocerse en este supuesto que, si bien la una caricatura no es, en principio, un insulto, tampoco es, por definición, un retrato y puede molestar u ofender a la persona caricaturizada, sin que esa mera ofensa sea título válido para restringir la libertad de expresión porque, valga recordar lo obvio, no existe en ningún ordenamiento liberal un derecho a no sentirse ofendido.
Por último, llama la atención la presunción que hace el Tribunal Supremo del fin lucrativo del uso de la imagen de Ortega Cano en ese cartel satírico, lo que le sirve para reafirmar una sanción económica cuya desproporción resulta clamorosa. La revista Mongolia no diseña ese cartel promocional para explotar la imagen de Ortega Cano, sino para dar a conocer que su espectáculo es propiamente un lugar para la reflexión satírica, en coherencia con los que son los principios originarios de la revista. En definitiva, se publicita la sátira haciendo sátira, algo que ocurre, por otro lado, con cualquier portada de una revista satírica: en ella se nos anuncia mediante la parodia y la exageración, el propio tono paródico que vamos a encontrar en sus páginas.
Una condena de 40.000 euros puede ser suficiente para callar para siempre a un medio de comunicación como el aquí implicado. Pero, desde un análisis económico del derecho, hay que atender no sólo a este coste particular, sino a los costes netos que para la sociedad tienen este tipo de fallos. Se trata de sentencias que provocan ese “efecto desaliento” en el ejercicio de las libertades, frente al que, en buena medida, se construye el sistema de la libertad de expresión en una sociedad liberal. Nada más y nada menos.
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Víctor J. Vázquez y Ana Valero son profesores titulares de Derecho Constitucional de las Universidades de Sevilla y Castilla-La Mancha.