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DESDE LA TRAMOYA

Semana Santa para ateos

El verdadero racionalismo no está en rebelarse ante la irracionalidad del comportamiento humano, sino en encontrarle una explicación racional. Y si todas las culturas humanas  –todas, absolutamente todas– tienen una religión, será que la existencia de la religión tiene algún tipo de beneficio social que cabe explicar de manera racional.

De hecho, egregios antropólogos, etnógrafos y biólogos evolucionistas ateos (como suelen ser) encuentran esas utilidades a la religión. Incluso Karl Marx no se limitó a definir la religión como "el opio del pueblo". En su Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, dijo algo más que eso:

"El sufrimiento religioso es al mismo tiempo la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es el alivio de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo".

Por supuesto, la posición de Marx y la del resto de los ateos de izquierda invita a rebelarse contra las imposiciones dogmáticas, contra la barbarie extremista, contra los privilegios de los tahúres, brujos y sacerdotes que abusan de su supuesto control de los artilugios del más allá, contra la imposición de un credo sobre cualquier otro, contra la promoción de la superstición, o contra la sumisión y el conformismo tan bien articulado por las élites religiosas.

Aquí en el Occidente católico, nuestra posición se levanta contra el machismo, contra la imposición de una maternidad no deseada a las mujeres, contra el ofensivo exhibicionismo de los palacios episcopales, contra el conservadurismo paralizante y paleto que domina en la jerarquía, contra ese remedo de justicia social que ellos llaman "caridad", y contra quien intenta imponer fe a cambio de pan.... Pero sería poco inteligente despreciar por irracionales o estúpidos unos sentimientos universales que en realidad tienen una explicación evolutiva bastante razonable.

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La religión alivia la angustia ante la certeza de la muerte. Reconforta en el sufrimiento y atempera excesos. Impone mediante metáforas y cuentos sencillos un código moral sin necesidad de recurrir a códigos legales. Resuelve dudas inexplicables de otro modo. Une al grupo y le distingue de otros. Reúne a la comunidad en liturgias colectivas fáciles de cumplir cada cierto tiempo. Produce las más excelsas expresiones de arte.

Cada Semana Santa todas esas gentes salen a la calle a observar con temor las lágrimas de lúgubres imágenes centanarias que invitan a pensar que todo esto es pasajero, que vendrán tiempos mejores, que el sacrificio tiene recompensa y que, juntos, con fe, superaremos las dificultades. Porque mañana hay una resurrección.

Arrogantes y pagados de nosotros mismos, los ateos nos distanciamos de tamaña estupidez. Nos parece ridícula, cómo no, esa obsesión de un padre porque su bebé sea rozado por el manto dorado de una virgen del siglo XVIII. Pero algunos como yo, cansados de argumentar contra la irracionalidad de ese supersticioso comportamiento colectivo, preferimos pensar que si la genética ha puesto la religión en nuestro ADN, puede que esos nazarenos y esos costaleros y esos escultores de tallas y artesanos de mantos marianos, y toda esa muchedumbre llorándole a un cristo de madera, encuentren sentido en algo más que la simple locura humana.

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