Normalizar la beneficencia Gutmaro Gómez Bravo
Muero porque no muero
La censura que ha sufrido por parte de la Comunidad de Madrid la obra Muero porque no muero de Paco Bezerra da la razón a las intenciones originales del dramaturgo. La idea de presentar una vida doble de Teresa, haciendo que la santa viaje del siglo XVI a nuestra época, hubiera debido servir de manera metafórica para hacer una comparación sutil e iluminar con la memoria meditaciones actuales sobre el cuerpo, la mujer, la cultura y la libertad. Pero una vez más la realidad supera a la ficción, o la realidad le da la razón a la ficción, o la ficción y sus imaginaciones sirven para conocer la realidad, porque la Teresa que se vio perseguida por el Santo Oficio se encuentra ahora con una nueva forma de Inquisición en el Gobierno de la Comunidad de Madrid.
Este acto de censura sirve para definir una vez más el modo con el que el populismo neoliberal se llena la boca con la palabra libertad. No se trata desde luego de la búsqueda de un marco social en el que puedan convivir las diferentes conciencias individuales, sino de una santificación de la ley del más fuerte. Si hemos asistido desde hace años en China al uso del autoritarismo en favor de la mercantilización de la vida, ahora comprobamos en algunos territorios europeos que la mercantilización de la vida y la privatización de los servicios públicos se desplazan al autoritarismo y la censura de la derecha extrema.
En este proceso es importante notar que el desmantelamiento de la educación pública va unido a grandes inversiones económicas en favor de la ignorancia y el nuevo analfabetismo. La credulidad, los bulos y las simplificaciones se enfrentan así a las posibilidades de conocimiento que ofrece la cultura en un mundo siempre complejo. Cuando saltó el escándalo en torno a Muero porque no muero, antes de opinar, quise leer la obra de Paco Bezerra. Tengo la impresión de que los responsables de esta censura tomaron su decisión sin haberla leído. El texto no le falta el respeto a nada y trata con cariño y delicadeza cultural al personaje en una atmósfera que en realidad no juega con los recursos más impertinentes que desde hace siglos son de uso frecuente en algunas creaciones artísticas. El impulso represivo ante una Teresa envuelta por las realidades del siglo XXI es en este caso fruto del desconocimiento y de las prisas del censor en asumir el dominio irracional de los tabúes. Las vieja supersticiones buscan complicidades con las nuevas formas de irracionalidad polarizada.
No hay ofensa, ¿pero si la hubiera? ¿Es inaceptable una mirada artística irreverente sobre una mística del siglo XVI? Perseguir la libertad de expresión en las obras de arte supone un síntoma de la degradación cotidiana de una vida democrática en la que no es posible el respeto ante la diversidad de opiniones. Más que diferencias de criterio se generan enemigos a los que hay que insultar o silenciar. Desaparecen los matices que son lo más valioso a la hora de habitar con dignidad la vida. Precavido desde hace años ante la irracionalidad neoliberal y su corrupción de las normas institucionales, hay puntos de la obra de Paco Bezerra con los que no me identifico, porque no me atrae unir la emancipación de la cultura con las exaltaciones de la droga y la libertad con la desaparición de los políticos. La droga sólo ha servido para desmantelar rebeldías y generar dolor. El vacío de la política deja siempre las manos libres a los prepotentes. Por vocación cívica, mi apellido no es Garzía, sino García. Pero estas diferencias de criterio ni me convierten en un enemigo de Paco Bezerra, ni me impiden admirar con sinceridad su obra, su enorme talento y su magnífica y solidaria imaginación creativa.
Perseguir la libertad de expresión en las obras de arte supone un síntoma de la degradación cotidiana de una vida democrática en la que no es posible el respeto ante la diversidad de opiniones
Alabo también la convicción con la que Paco Bezerra defiende su libertad. Los que estamos convencidos de que resulta imprescindible multiplicar las inversiones culturales en España, muy alejadas de su contexto europeo, no podemos consentir que el dinero público destinado al arte se confunda con el clientelismo. Reclamar el papel imprescindible de la cultura en la salud democrática no puede confundirse con la obediencia debida o la servidumbre por agradecimiento de las subvenciones. El que compra es un indigno y el que se vende se comporta como un derrotado.
La derecha está acostumbrada a llamar pesebristas a la gente de la cultura que se opone a sus modos de pensar y actuar. Otra paradoja. La verdadera tristeza del clientelismo la hemos vivido en Madrid. Demasiadas gentes que viven o esperan vivir de las subvenciones de Isabel Ayuso han dejado solos a Paco Bezerra y a su significación en la cultura española.
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