A la mierda con la autoestima

En este mundo de valores descompuestos y orgullos reaccionarios, a la izquierda se le da muy bien decir lo que le parece mal, pero le cuesta mucho trabajo ponerse de acuerdo para hablar de lo que le parece bien. Es lo que denuncia el artista alemán Jean-Philippe Kindler en su libro A la mierda con la autoestima, dadme lucha de clases (Bauplan, 2025). Elige un tono meditativo entre la prudencia vigilante y la radicalidad porque no quiere dar armas a los enemigos ideológicos con sus negaciones. La lucha cultural ofrece hoy muchas muestras de cómo se manipulan las ideas para hacerlas enemigas de aquello que pretendían defender. Son dinámicas potentes que sufre el pensamiento democrático ante el empuje capitalista de la extrema derecha. La necesidad de oponerse de manera radical a los bulos, de prohibir el impudor salvaje de los poderosos, no debe convertirse, por ejemplo, en un túnel que favorezca la renuncia a la libertad cívica o a la libertad de expresión.

Todo es cuestión de palabras. El peligro de prohibir tampoco puede solucionarse con el sometimiento a la impunidad. Necesitamos indagar en aquello que cabe democráticamente en la capacidad de regular. Y no basta sólo con denunciar la nueva soberbia del dinero y sus excesos. Conviene también, como hace Kindler, comprender el proceso cultural que coloca los sentimientos sobre la pobreza, la felicidad, la crisis climática y la buena vida al servicio de la ideología neoliberal y de los intereses capitalistas.

Reivindicar una nueva cultura política supone acercar la política a la vida de la gente, explicar cómo determinadas decisiones influyen en la realidad de su presente y en las posibilidades de futuro

La autoestima, la satisfacción ante el esfuerzo y el mérito propio de la élite triunfadora, sirve sobre todo para hacer autoculpable de sus fracasos y de sus condiciones caóticas a la inmensa mayoría. Las alabanzas al “trabajar duro”, tan propias del sueño americano que hoy se extiende por los EEUU, es tan peligrosa como una defensa del derecho a la felicidad y la buena vida que se resuelva en las costumbres del consumo ilimitado y en la confusión de deseos con derechos. Todo acaba desembocando en la ley del más fuerte. Eso ocurre incluso con algunos consejos sensatos: que la gente recicle sus latas de cerveza y sus plásticos no hace a la gente responsable del cambio climático. Mejor no olvidar las contaminaciones de las grandes empresas, gobernadas por millonarios con avión privado. En este panorama de coches lujosos, cuando sólo la esperanza de ganar mucho dinero nos hace iguales, la política queda desprestigiada. Es una actividad innecesaria, molesta, corrupta y limitadora de la libertad necesaria en la lucha por la vida y el triunfo. El verbo convivir se sustituye por el verbo competir, los individuos se separan de los derechos y deberes de la comunidad. La vivienda, la salud y la enseñanza se convierten en un reto privado más que en un compromiso público.

Así estamos. Europa es invitada hoy a esta barbarie desde EEUU y desde el populismo nacionalista de su extrema derecha. Reivindicar una nueva cultura política supone acercar la política a la vida de la gente, explicar cómo determinadas decisiones influyen en la realidad de su presente y en las posibilidades de futuro. ¿Cómo conseguirlo? Me ha interesado de manera especial la meditación que Jean-Philippe Kindler propone sobre la necesidad de unir la palabra identidad con la palabra universal, es decir, la defensa ilustrada de la declaración universal de derechos humanos junto a la necesidad de comprender que esos derechos se viven y se combaten de manera distinta según seamos hombres, mujeres, pobres, ricos, homosexuales, heterosexuales, europeos, norteamericanos, africanos, rusos, chinos… Tan arriesgado es personificar los problemas como desconocer sus encarnaciones concretas en la vida de los individuos. Y tan arriesgado es separar las razones de los sentimientos, dejar que los sentimientos se conviertan en ley.

Repolitizar la vida supone ahora un esfuerzo cultural, una radicalidad prudente, una forma de pensar las cosas, ilusiones muy atentas a los ideales imprescindibles, a las realidades concretas y a la tergiversación de los valores democráticos. Por eso se extiende desde las élites el desprecio a la cultura, la apuesta por el entretenimiento zafio, la ignorancia, las confusiones interesadas y la simplicidad. La cultura progresista no se empeña en decirle a la gente lo que tiene que hacer, algo que sí caracteriza desde hace años a la cultura neoliberal. A lo que no renuncia la cultura progresista es a avisarle a la gente: cuando se habla y decide sobre sexo, trabajo y compromisos políticos, no actuamos en un espacio privado, libre de ideologías. Resulta necesario comprender los intereses económicos a los que se responde.

Agradezco a la nueva editorial Bauplan la publicación de este libro. A la mierda la autoestima, dadme lucha de clases.

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