El día en que el macronismo se convirtió en lepenismo
“No hay que renunciar a nada, a nada": estas fueron las palabras finales de un discurso pronunciado el 10 de diciembre de 2023 con motivo del septuagésimo quinto aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fue en París, el mismo lugar donde se proclamó en 1948 en la primera Asamblea General de las Naciones Unidas. El orador elogió la universalidad de los derechos y la igualdad de todos los seres humanos, independientemente de su origen, condición, credo, apariencia o nacimiento, sexo o género.
"Pensar en resolver nuestros problemas contemporáneos olvidando esos derechos [...] sería no sólo un error político, sino moral", añadió, antes de hacer un último llamamiento a su auditorio para que nunca cediera ante los enemigos de la igualdad natural que niegan nuestra humanidad común: "Cada vez que cedemos un milímetro, retrocedemos un milímetro para nosotros mismos, o para nuestros hijos, o para nuestros hermanos y hermanas". No pasaron ni diez días y el mismo orador cedía en todo.
Emmanuel Macron, porque se trata de él, fue elegido en dos ocasiones para bloquear a la extrema derecha, cuya candidata, Marine Le Pen, llegó a la segunda vuelta de las presidenciales tanto en 2017 como en 2022. Sabemos muy bien, como Mediapart [socio editorial de infoLibre] documenta a diario, que durante casi siete años las políticas que ha llevado a cabo no han tenido en cuenta la pluralidad de votos emitidos en su favor, prefiriendo imponer al país una marcha forzada hacia una mayor desigualdad e injusticia, no exenta de cinismo y amoralismo. Pero aún no se había roto del todo un dique de contención, el de la relación con el mundo y con los demás, con los extranjeros y en todas partes. El del humanismo, en suma, donde lo esencial está en juego, frente a la extrema derecha en sus diversas expresiones partidistas.
Desde la audaz fundación de la Revolución Francesa, esta familia intelectual y política está unida por el rechazo categórico de lo que la Declaración de 1789 proclamó al mundo: la igualdad natural, que fue y sigue siendo el motor de la invención, la conquista y la defensa de los derechos fundamentales de la humanidad. En todas partes del mundo, la desigualdad natural, es decir, el privilegio del nacimiento, del origen y de la pertenencia, es el credo radicalmente antidemocrático de la extrema derecha, con la consecuencia concreta de una jerarquización de la humanidad, de las identidades, de las culturas, de las civilizaciones, de las creencias y de la apariencia física.
Ahora bien, desde la catástrofe europea de mediados del siglo XX, con sus crímenes contra la humanidad y el genocidio de los judíos, sabemos lo potencialmente criminales que son estas ideologías, que abren el camino a una caza sin fin de la alteridad, de las minorías y de las diversidades que la encarnan. Desde la derrota del nazismo y de sus aliados, la extrema derecha fue relegada a los márgenes del debate público y de la existencia política, y desde entonces ha intentado emerger utilizando la cuestión migratoria como caballo de Troya. Esta ha sido siempre su cantinela obsesiva, en Francia desde la creación en 1972 del Frente Nacional, que se convirtió en Agrupación Nacional (RN), ampliado en 1973 por el "Halte à l'immigration sauvage" (Alto a la inmigración incontrolada) en una reunión parisina de Ordre nouveau (movimiento neofascista que dio paso a RN, ndt).
Más allá de la xenofobia y el racismo que difunde esta obsesión antimigratoria, su objetivo político es abrir una brecha en la igualdad universal de derechos y, en consecuencia, en nuestra cultura democrática, sus valores, sus principios y sus referencias. Más de veinte leyes de inmigración desde 1980 no han resuelto ninguno de los urgentes problemas sociales, ecológicos, morales o geopolíticos a los que se enfrenta Francia. Pero han conseguido situar en el centro del debate público las palabras y las ideas con las que prospera la extrema derecha.
Es decir, que los derechos humanos no se aplican a todo el mundo, que es legítimo distinguir entre los que tienen derechos y los que no, que es normal introducir la preferencia nacional, que tenemos que atrincherarnos contra el mundo que nos rodea, que la inmigración es una amenaza o incluso un peligro y, en fin, que la parte de nuestro pueblo que procede de ella es en sí misma un peligro para Francia, su identidad o su eternidad, lo que se resume en la ideología asesina conocida como grand remplacement (el gran reemplazo), que es un llamamiento a borrar, excluir, discriminar o expulsar a los seres humanos que dan testimonio de la diversidad de la que está hecha Francia.
Emmanuel Macron, al elegir esta agenda xenófoba como distracción política tras su demostración de fuerza ante el rechazo parlamentario, sindical y popular a su reforma de las pensiones, y al dar carta blanca a su ministro del Interior, cuyos rumbos ideológicos proceden de la extrema derecha, ha cogido de la mano a la Agrupación Nacional. Al borde del abismo, podría haber frenado, bien retirando ese proyecto de ley tras su rechazo en la Asamblea Nacional, bien reconociendo una crisis política evidente mediante una disolución del parlamento seguida de nuevas elecciones legislativas. Abusando del poder de la presidencia, optó por seguir adelante, humillando obstinadamente a su propio bando al ignorar las "líneas rojas" fijadas por su bancada.
El resultado está a la vista: en una moción que reúne a la extrema derecha y a la derecha de Les Republicains, radicalizada hasta el punto de estar ya dispuesta a gobernar con aquélla, la ley "de control de la inmigración" responde a todas las exigencias de la Agrupación Nacional, que está encantada con ella: preferencia nacional, pérdida de la nacionalidad, cuestionamiento del ius soli, limitación de cuotas de inmigración, aumento de los obstáculos al derecho de residencia, restricción del derecho de asilo, precarización de los extranjeros, tipificación como delito de la residencia ilegal, facilidades a las expulsiones, menoscabo de los derechos fundamentales a la salud, al alojamiento y a la protección de la infancia, aumento de los obstáculos a la acogida de estudiantes, etc. (véase nuestra explicación de las disposiciones de la ley y la del Comité Inter-movimientos para los Evacuados, Cimade).
Lo grave de este decreto es que admite como postulado que los extranjeros son el enemigo público
Desde que el filósofo alemán Georg Hegel (1770-1831) teorizó sobre la dialéctica, los filósofos debaten sobre ese momento crucial en el que el movimiento infinito de las cosas y los seres transforma una cantidad acumulada en una nueva cualidad. Es lo que en nuestro lenguaje se traduce por "salto cualitativo". En ello estamos. Antes de llegar ahí ha habido muchas renuncias, muchos compromisos y muchas cobardías. Pero esta vez estamos en un punto de no retorno: el programa xenófobo de la extrema derecha se ha convertido en la ley de la República. De repente, lo precipitado de las derrotas anteriores crea una cristalización sin precedentes, cuyas consecuencias sufrirán los seres humanos, mujeres, niños y hombres, que ahora son entregados a la arbitrariedad estatal de la policía administrativa sin demasiados obstáculos ni apenas recursos.
Este momento, nuestro momento, nos recuerda irresistiblemente otro, desastroso. El 2 de mayo de 1938, gobernando Édouard Daladier, cuyo nombre está indisolublemente ligado a los Acuerdos de Múnich firmados en septiembre de ese mismo año para capitular ante la Alemania nazi, la República Francesa promulgó un decreto-ley de extranjería que endurecía drásticamente las condiciones de entrada y estancia de los extranjeros en Francia. Estableció una cultura y una práctica estatales que legitimaron el compromiso administrativo francés con las fuerzas de ocupación nazi. El 1º de enero de 1939, en Les Cahiers des droits de l'homme, un político que había sido ministro del Frente Popular y que no era en absoluto extremista resumía lo que estaba ocurriendo: "Una ola de racismo en Francia".
Se llamaba Maurice Viollette, y basta con escuchar lo que hoy desata en los medios la perdición macronista para oír el eco de su alarma. “Por primera vez", escribió, "una ola de xenofobia recorre nuestro país. Hasta hace poco, se enorgullecía de ser una tierra de asilo; hoy, parece estar haciendo preocupantes concesiones al racismo. [...] De toda esta nueva legislación se desprende un principio fundamental: los extranjeros ya no tienen ningún derecho en Francia; están completamente entregados a la arbitrariedad de la policía". “Lo grave de este decreto”, concluyó, “es que admite como postulado que los extranjeros son el enemigo público.”
Esta ley no la dejaremos pasar, no la respetaremos porque no respeta nuestra humanidad común
Contrariamente a las ilusorias sandeces del resto del bando presidencial, esta ley no hará retroceder a la extrema derecha sino que, al contrario, la legitimará más que nunca. Contrariamente a lo que repiten incansablemente los medios de comunicación que acompañan esta perdición, esta ley no es en absoluto lo que quieren "los franceses", una invención de los sondeos firmemente desmentida por la unanimidad de las fuerzas vivas del país, sus asociaciones, sus sanitarios, sus sindicatos, sus universidades, sus iglesias y su defensora del pueblo, en contra de una ley que da la espalda a la preocupación por el mundo y por los demás.
Así pues, más allá de las respuestas que se les ocurran a los parlamentarios, a los partidos y a los movimientos, sólo nos queda una solución a todos los que residimos, vivimos y trabajamos en este país: hacerles frente, rebelarnos y mantenernos firmes. Lo que significa, como ya han sugerido algunos médicos, desobedecer.
Esta ley no la dejaremos pasar, no la respetaremos porque no respeta nuestra humanidad común.
Traducción de Miguel López
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