Una democracia conquistada Daniel Bernabé
Afganistán y 'La sirenita' o “calladita estás más guapa”
Se puede tener voz y voto, se puede tener voz pero no voto y se puede no tener ni voz ni voto. Las mujeres afganas llevan mucho tiempo sin tener voto. Hace ya demasiados meses se las condenó a que su voz no se escuche en ningún espacio público. A no tener voz. Habían perdido ya su rostro, escondido tras un burka que las convierte en sombras, y se les hurtó también la voz. Lo último: recluidas en el interior de sus casas, ahora se les prohíbe que puedan ser vistas a través de las ventanas, rehenes en sus propios domicilios. Todos nos echamos las manos a la cabeza, y luego seguimos como si tal cosa.
La caída en Siria del sangriento régimen de la familia Al Assad plantea muchas incógnitas. Una de ellas es qué les va a pasar a las mujeres sirias. Las mujeres afganas, y las iraníes, vivieron otros tiempos, algo que las abuelas pueden recordar. No es cosa de idealizar un pasado que distaba mucho de ser perfecto, pero conviene no olvidar que los derechos conquistados nunca están garantizados, aunque nos complazca creerlo así. Las mujeres de Afganistán consiguieron el derecho al voto por primera vez en 1919. Mucho antes que las españolas, que no lo obtuvieron hasta 1931, con la II República.
Hace 40 años que la filósofa india Gayatri Spivak publicó un artículo con un título muy expresivo: ¿Puede hablar el subalterno? Subalterno es quien se encuentra en una posición social subordinada. Por ejemplo, las mujeres. Y, por supuesto, no se trata de que los subalternos carezcan físicamente de voz, sino de que esta no se escucha, no se recibe. Lo que no se nombra no existe, se dice. ¿Existe aquella que ni siquiera puede nombrarse a sí misma?
Mi abuela vino a Madrid desde un pueblo de Ávila cuando era apenas una adolescente. Se puso a trabajar en lo que sabían hacer las mujeres, coser, bordando el ajuar para las hijas de una familia de la aristocracia con nombre en el callejero de Madrid. Como les pareció que mi abuela Marciana tenía un nombre muy feo, decidieron cambiárselo y llamarla Diana. ¿Tiene voz, es más, tiene un nombre realmente propio el subalterno?
Nosotras nos creemos libres de un peligro que quizá en algún momento las mujeres de otros países pensaron que por fin había quedado lejos. Pero volvió
Es sabido que la poderosa Margaret Thatcher, antes de lanzarse a la batalla política que la condujo a ser primera ministra de Gran Bretaña, contrató a una profesora de teatro para que la ayudase a forzar una voz más grave. Para que la tomasen más en serio. Para sonar más como un hombre.
Nosotras nos creemos libres de un peligro que quizá en algún momento las mujeres de otros países pensaron que por fin había quedado lejos. Pero volvió. El sexismo, la discriminación de las mujeres, es un continuum con muchos reservorios que pueden propiciar irrupciones inesperadas. Lo mismo que el racismo, lo mismo que el clasismo. De este último hablamos poco.
Es muy fácil tragar la píldora de la discriminación y la subordinación si se la romantiza. Las mujeres son abnegadas, se sacrifican, renuncian y postergan sus intereses a los de la persona amada. Los hombres las liberan, las despiertan con un beso, las montan a grupas de un corcel y juntos acaban viviendo felices y comiendo perdices. Todas hemos crecido leyendo esos cuentos.
La sirenita, por ejemplo. Hace algo más de un año arreció la polémica porque la actriz elegida para personificar a la sirenita en cuestión era negra, cuando todo el mundo sabe que la sirenita es caucásica y, o bien pelirroja, o rubia natural. En cualquiera de sus versiones, empezando por el original de Hans Christian Andersen, La sirenita es una de esas historias que exaltan la renuncia femenina, que es recompensada con el premio que toda mujer anhela: el amor del príncipe. La sirenita renuncia a su voz. ¿Hay una metáfora más clara para expresar el desistimiento de la propia identidad?
Cuentos, novelas, películas, series, redes sociales y medios de comunicación… Libramos una batalla desigual. Mujeres de melena deslumbrante, figura esbelta, maquillaje impecable e incómodos tacones bombardean constantemente a las niñas desde toda clase de páginas y pantallas con un mensaje cuyo discurso no requiere ni palabras: la imagen misma es el mensaje. Las mujeres, antes que nada, deben resultar atractivas. Y, ya se sabe, calladita estás más guapa.
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Ana Isabel Rábade es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.
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