Muertos a bulto

Lo hemos visto en muchas películas y series televisivas. Se produce un secuestro. Antes de que comparezcan ante las cámaras para implorar su liberación, los experimentados policías aleccionan a los angustiados padres para que mencionen insistentemente a la víctima por su nombre e incluyan referencias personales en sus declaraciones. Por si todavía no lo sabíamos, alguien comenta: “¡Qué astuto! ¡El criminal personalizará a la víctima y le será más difícil hacerle daño!”.

Ponerle cara a alguien, reconocer sus rasgos, establecer con ella o él cualquier clase de nexo personal, despierta en nosotros inmediatamente un interés y su destino deja de sernos indiferente. El cine y la TV juegan bien con ello: ya se pueden morir cientos de extras anónimos, que a nosotros solo nos preocupa lo que le suceda al protagonista.

La capacidad del ser humano para imaginar las cosas con precisión es por naturaleza limitada. Si yo le pido al amable lector que imagine dos coches y luego que añada a su imagen un tercero, no tendrá dificultad. Si le solicito que imagine cien, y después ciento uno, la imagen que se forme realmente no variará: una confusa montonera o un atasco monumental.

Este hecho ayuda a entender nuestras reacciones ante las víctimas de guerras y catástrofes lejanas, y más cuanto más numerosas sean. Se confunden en una imagen embarullada y nuestra empatía se desconecta fácilmente. Si las imágenes se repiten incesantemente una tras otra, la costumbre aumenta, además, nuestra tolerancia. Lo que al principio nos pareció truculento e inadmisible se convierte después en tristemente habitual.

Nuestra mirada indiferente, al deshumanizar a tanta víctima anónima, nos deshumaniza a nosotros mismos

Muertos a bulto. De algunos de ellos tenemos noticia. Por ejemplo, las víctimas que se acumulan por miles todos los años intentando cruzar el Mediterráneo para alcanzar una vida mejor, perdidos en el mar para siempre sin rostro y sin nombre. De otros, no sabemos nada. Las innumerables guerras que no están de moda y sobre las que los medios ya no informan o quizás nunca lo hicieron. Las hambrunas, las epidemias, las matanzas… No solo es que nos cueste imaginarlo, es que resulta abrumador. Nuestra mirada indiferente, al deshumanizar a tanta víctima anónima, nos deshumaniza a nosotros mismos.

Estos días en Occidente (ese concepto vago que deberíamos repensar) se escuchan voces de alivio y de júbilo por el alto el fuego en Gaza. No es el primero. No sabemos si esta vez se cumplirá. De ser así, ¿se convertirá la tregua en paz? ¿Cómo se llevará a cabo la reconstrucción de un territorio asolado? ¿Habrá reparación para las víctimas? ¿Qué estatuto político se les permitirá a Gaza y a Palestina? Incógnitas.

De lo ocurrido en Gaza en este último año y pico guardamos muchas imágenes. Israel nos hizo llegar, con sus nombres, las de los rehenes capturados por Hamás. Fotos sonrientes de los que son, o eran, hijos, padres, abuelos, hermanos, parejas o vecinos.

De la población gazatí tenemos imágenes de destrucción, de familias huyendo, de hospitales atestados sin medios, de camiones rodeados para intentar conseguir alimento, de muertos, mutilados, heridos, de niños en todas estas situaciones. En muchas imágenes hay cuerpos envueltos en sudarios. Bultos blancos de todos los tamaños, atados por arriba y por abajo. Algunos están salpicados de sangre. Algunos son muy pequeños. Las personas alrededor de los bultos, abrazadas a ellos sin querer despedirse del todo, rotas de dolor, estupefactas, los conocían bien. Nos podrían describir sus rostros, decir sus nombres, relatar anécdotas, las cosas que les gustaban, sus defectos… Para nosotros son solo muertos anónimos. Muertos a bulto.

___________________

Ana Isabel Rábade es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.

Más sobre este tema
stats