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Supervivientes de la psiquiatría

Ana Ortega Peña

La sociedad suele vivir al margen de los problemas y la dificultad vital y económica en la que viven más del nueve por ciento de los diagnosticados por alguna “enfermedad mental” grave (esquizofrénicos, esquizos, bipolares, etc, por utilizar la terminología psiquiátrica convencional impuesta por las farmacéuticas). En este sentido, en los países occidentales, si contamos con los casos de depresión mayor, llegaremos a ser el 20 por ciento de la población en 2020, entre otras causas, por las duras condiciones económicas a las que nos vemos sometidos bajo las políticas neoliberales de los gobiernos, que complican así una recuperación con garantías.

Me parecía oportuno empezar con estos datos estadísticos para que nos demos cuenta de la dimensión del sufrimiento psíquico en nuestras sociedades y para deciros: amigos, ninguno está libre de caer en uno de estos trastornos, y en manos de los psiquiatras biologicistas, que aún son mayoría en nuestro país, y en otros de nuestro entorno. Estos psiquiatras son los que asumen las teorías de las farmacéuticas sobre la efectividad a largo plazo de los fármacos psiquiátricos, especialmente de los antipsicóticos, estabilizadores del ánimo y benzodiacepinas; algo que no sólo no está probado, sino al revés, se ha demostrado por muchos psiquiatras que esa efectividad a largo plazo no es tal. Investigadores y nuevos métodos de abordar la psicosis, como Diálogo Abierto en Finlandia, abordan sin medicación y les avalan como resultados una cura del 80 por cien sin recaídas. También es el caso de Joanna Moncrieff o Gotzche entre otros muchos. En nuestro país también hay profesionales críticos que nos han dado voz en sus congresos los últimos años y que se agrupan en torno a la AEN (Asociación Española de Neuropsiquiatría).

El movimiento de supervivientes de la psiquiatría, que así nos gusta denominarnos a muchos, pues a pesar de los violentos y abusivos tratamientos e ingresos forzosos, hemos conseguido mantener la autonomía y las ganas de luchar, y en muchos casos estar bien sin ningún tipo de medicación, manteniéndonos estables y sin crisis por más largos periodos de tiempo. Este movimiento ha cogido impulso y fuerza estos últimos años y ya estamos empezando a coordinarnos a escala nacional y con grupos de supervivientes de otros países, gracias a las nuevas tecnologías. Reclamamos fundamentalmente recuperar nuestra voz, eliminar el estigma social y el consiguiente aislamiento que conlleva el diagnóstico, y que nos den participación tanto social como política en las decisiones y normativa que nos afecta.

Actualmente en la asistencia ordinaria en salud mental, y en los ingresos hospitalarios rige la Ley de la Selva y el total autoritarismo del psiquiatra de turno, que puede incluso ordenar tratamientos ambulatorios involuntarios en modo inyectable, prohibidos en teoría ya desde hace tiempo; si el sujeto se niega a tomar la medicación prescrita, incluso a veces, sin que esa negativa se produzca, a pesar de los tremendos efectos secundarios a largo plazo que hacen más razonable evitarlas, sobre el metabolismo, la apariencia física, las emociones, los efectos extrapiramidales, la rigidez y sobre todo el grave deterioro neurológico tan difícil de recuperar.

Porque hay que saber varias cosas: no existe prueba alguna fehaciente e indubitada sobre el origen genético o biológico de este tipo de trastorno, existen ya pruebas de los graves daños y cronificación que se produce por su uso a largo plazo a pesar de su escasa efectividad. Esta poca efectividad es tal porque tampoco están probados los supuestos déficits de serotonina en las depresiones y exceso de dopamina en las esquizofrenias, que son presupuestos bien implantados en la creencia general de los psiquiatras más convencionales, que se han sostenido desde los años 80 y aún hoy en los congresos, supuestamente de formación, que esas empresas regalan a médicos y acompañantes en atractivos destinos turísticos, regalos varios…, pero lo que es más grave son presupuestos falsos que sin embargo dirigen la investigación de las farmacéuticas. Claro, actualmente somos el gasto farmacéutico más grande en los sistemas de salud de Occidente. Para esto sólo dar un dato: existe mejor pronóstico para un psicótico (distinguir bien de psicópata por favor, no es lo mismo, un psicótico tiene delirios y vive otra realidad, pero tiene emociones y sentimientos bien arraigados) en países como India o Uganda, a pesar de la dureza de las instituciones psiquiátricas allí, que para un psicótico occidental. ¿Y eso, por qué?, pues muy sencillo, porque los fármacos se usan durante las crisis, pero por falta de recursos dejan de usarse a largo plazo, curiosamente eso va mejor al paciente. Sería muy largo de explicar el porqué las investigaciones de las farmacéuticas que guían la investigación actual, todavía, adolecen de trampas y defectos, y porqué los fármacos psiquiátricos tienen realmente sólo un valor sedante útil durante las crisis, pero no más allá. Para los interesados en profundizar en este tema les recomendamos el libro de la psiquiatra crítica inglesa y docente Joanna Moncrieff Hablando claro, único trabajo traducido hasta ahora.

La realidad que vivimos hoy los supervivientes de la psiquiatría es el aislamiento social, la estigmatización, la cronificación de nuestro sufrimiento a través de imposiciones autoritarias de los psiquiatras, en muchos casos acompañadas de amenazas y coacciones, a pesar de que en teoría rige el libre consentimiento informado para la toma de fármacos, en salud mental no se aplica. La asistencia habitual psiquiátrica incumple al menos 5 derechos fundamentales como el de información, autonomía en la toma de decisiones, participación social y política o integridad física (pero esto debería ser objeto de otro artículo detallado). Y directamente la violencia extrema y los abusos de derechos fundamentales que se pagan a veces incluso con la vida (sólo el año pasado han muerto dos personas en psiquiátricos atadas a la cama), que se vive en los ingresos involuntarios. No sólo por la participación violenta de los cuerpos de seguridad del Estado que no están formados para las emergencias psiquiátricas y vulneran derechos y agreden, quizá inconscientemente, a personas que se encuentran en situaciones de extrema vulnerabilidad. Luego, en el hospital, la situación no mejora mucho, impera la autoridad del psiquiatra sin ninguna cortapisa legal, se saltan muchas veces las mínimas garantías que establece la LEC (Ley de Enjuiciamiento Civil) en estos casos, no existe el habeas corpus ni tenemos derecho a abogado aunque no estemos de acuerdo con la medida de internamiento, eso para empezar. Además frecuentemente la violación de nuestros derechos continúa con la práctica de contenciones mecánicas (que te aten a la cama por varios puntos del cuerpo, muñecas, tobillos, pecho) por días y días sin atención suficiente, en muchos casos por falta de personal, sin agua, sin cuña, sin asearte si te has orinado encima (situación bastante frecuente) o si eres mujer, si tienes la menstruación. Pero no acaba ahí, muchas veces se adoptan medidas de aislamiento y castigos, amenazas y coacciones si no quieres tomarte la medicación, normalmente en enormes cantidades y sin tener en cuenta las preferencias y experiencias del paciente, y la experiencia vital con la medicación. En resumen, ni se nos escucha ni se nos atiende con cuidado y respeto, sino que somos objeto de extrema violencia y abusos graves en situaciones de extrema vulnerabilidad. ¿Y eso por qué?

Esta última pregunta tiene muchas respuestas. Aquí daré sólo una causa muy evidente y clave para el colectivo: no hay una ley general de salud mental, en mi opinión debería ser de rango de ley orgánica (porque afecta directamente a los derechos fundamentales enumerados en nuestra Constitución y así lo exige ésta) con garantías, que nos proteja y regule la asistencia, los ingresos forzosos, el trato obligatorio en hospitales, que imponga el consentimiento libre, la autonomía del paciente, que regule cuidadosamente las excepciones y que trate de impedir y desterrar de una vez por todas el autoritarismo médico y sobre todo las prácticas violentas que aún se producen todos los días en España. Lo que existe actualmente son algunos derechos enunciados en normas dispersas con escasas garantías y protocolos autonómicos que no son de obligado cumplimiento sino meras orientaciones, en algunas comunidades autónomas. Es decir, rige la total y absoluta ley de la selva y el principio de autoridad del psiquiatra que puede hacer prácticamente lo que quiera. En resúmen: si no existe Ley no existen límites ni sanciones a la actuación, abusos y violencia psiquiátrica, ni existen garantías en la asistencia prestada al paciente, ni en las posibilidades de denunciar los abusos y la violencia en los tribunales, salvo en casos muy extremos de lesiones graves y secuelas o muerte, que también se dan, bastante frecuentemente, y no se investigan ni tienen eco en los medios.

Somos un colectivo invisible en el mejor de los casos, marginado en los más, porque está mal visto socialmente y se asocia de forma errónea con agresividad y violencia, porque el diferente da miedo, por el aislamiento social al que el diagnóstico condena, por los efectos secundarios de la medicación que deterioran el aspecto físico de forma evidente, lo que agrava el rechazo social que ya producimos de por sí. Porque estamos tan acostumbrados a no tener derechos ni autoestima, que son pensamientos que nos inculca la asistencia psiquiátrica usando conceptos como conciencia de enfermedad que exigen para valorar la recuperación, o la adhesión al tratamiento que valoran positivamente a pesar de sus graves efectos que nos silencian.

Pero la asistencia posterior a las crisis no es mucho mejor, nos condenan a vagar por centros de día donde se hacen actividades supuestamente de recuperación que no hacen sino perpetuar el estigma y la sensación de falta de capacidad, proporcionan trabajos de baja cualificación y muy duros, sin vigilancia real de las condiciones ni defensa del afectado, perpetuando así el aislamiento y la confinación en especies de guetos de salud mental.

Tampoco se dan fácilmente pensiones para los que no pueden trabajar o acceso a la vivienda para poder vivir de forma independiente y recuperar la autonomía, hay que tener en cuenta la extrema precariedad general del colectivo, lo que agrava mucho la situación e inclusión sociales.

Hoy en día los estudios dan prevalencia a la situación social y familiar, a los traumas y las situaciones de severa vulnerabilidad y estrés en la psicosis, y no a la biología. Ya es hora de que la comunidad médica y la sociedad se den cuenta de nuestra situación, empiecen a incluirnos como ciudadanos de primera, con derechos y obligaciones, con capacidades varias, a fomentar esas capacidades y la autoestima de cara a una recuperación real. Empezar desde ya a eliminar el estigma y las falsas creencias que asocian psicosis con violencia y agresividad, desterrar de una vez por todas la dictadura médica a la que tenemos que enfrentarnos diariamente y empezar a darnos voz y participación en las decisiones que nos afectan, y en las normas sociales y políticas, en el trabajo, que se promocione la verdadera recuperación y se den ayudas reales en la búsqueda de empleo, en la vivienda. Que se respeten nuestros derechos de vida libre e independiente, nuestro derecho a tener pareja, a tener hijos (que muchas veces se cercena de raíz a algunas mujeres por la imposición de medicaciones que de facto nos esterilizan por el peligro para el feto), un trabajo significativo y una vivienda digna. Queremos ser ciudadanos libres y conscientes, con capacidades, con derechos y obligaciones, y no objetos marginales de un sistema que nos aplasta sin ninguna piedad.

Mientras, la sociedad tiene una noción idealizada de la atención en salud mental, que se perpetúa en el cine, las series, y en la publicidad, como, por ejemplo, en esta última época, en el anuncio de Amodio de Campofrío, que entendemos es gravemente lesivo para todo el colectivo, por la desinformación que genera, porque se burla de prácticas y términos muy dolorosos, porque perpetúa el estigma, porque sigue poniéndonos al margen, nos sigue discriminando e invisibilizando.

Ya es hora de alzar la voz, de participar, de rebelarse, de denunciar los abusos y violencias. Basta ya. Ya hemos tenido suficiente. La locura es una experiencia vital compleja y abordable y no un diagnóstico que condene de por vida a la cronicidad y a la marginalidad.

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