El expansionismo trumpista no es un chiste

Nuestro mundo rebosa de mitos: no son meros vestigios de un pensamiento primitivo que la razón deba conquistar, sino estrategias narrativas esenciales para enfrentar la angustia existencial que provoca la absoluta incertidumbre de nuestro tiempo. Sin embargo, como advierte Anne Carson, el verdadero conflicto surge cuando alguien intenta “habitar el final de su propio mito”. Es entonces cuando emergen los monstruos.
La advertencia de la poeta canadiense se hizo patente el pasado 20 de enero, durante el discurso inaugural de Donald Trump. Su intervención no se limitó a certificar el enésimo fin de la globalización neoliberal; fue mucho más que un retorno al proteccionismo. Trump reavivó una de las narrativas fundacionales de su país: el excepcionalismo estadounidense y su mito estrella, la expansión territorial sin límites.
Así, en las últimas semanas y meses, Trump ha insistido en la necesidad de renombrar el Golfo de México —ahora Golfo de América—, recuperar el canal de Panamá, comprar Groenlandia, anexionar Canadá, apropiarse de las tierras raras de Ucrania, revitalizar la base de Guantánamo, colonizar Marte de la mano de Elon Musk, incluso convertir la Franja de Gaza en la “Riviera de Oriente Medio”. En su primer alegato como presidente, afirmó que Estados Unidos es una nación que “expande su territorio” y “lleva su bandera a nuevos y hermosos horizontes”; un país que perseguirá su “destino manifiesto hacia las estrellas”. Más allá de la excentricidad propia del magnate, estas declaraciones constituyen un cambio cualitativo en la naturaleza del trumpismo, una transformación con profundas raíces en la historia estadounidense, una modulación de importantes consecuencias globales.
Del Salvaje Oeste a Marte
Como relata Greg Grandin en The End of the Myth, la noción de una frontera abierta y en constante expansión ha sido un relato fundacional en la historia de Estados Unidos. Frente a la teoría germinal, que enfatizaba los orígenes europeos y la continuidad de las instituciones sajonas a la hora de explicar el carácter estadounidense, la tesis de la frontera emergió a mediados del siglo XIX para sostener que el avance hacia el Salvaje Oeste y la interacción con la tierra libre (sic) moldearon la identidad norteamericana: un individualismo vibrante, la promesa de segundas oportunidades, el derecho a la reinvención. Ya en las últimas décadas del siglo XVIII, Thomas Jefferson dotó al colonialismo de reasentamiento de una justificación filosófica: el derecho a migrar era la condición de todos los demás derechos. Para él, el movimiento de los colonos hacia el Oeste no era una manifestación de su libertad, sino su origen. Esta hipótesis, sin embargo, iba a contracorriente de la sensibilidad intelectual de la época: a través de los textos de Montesquieu, Rousseau y Maquiavelo, la vastedad territorial adquiría un significado negativo, asociado al caos y la decadencia. La corrupción del imperio español, por ejemplo, se explicaba como una consecuencia natural de la inmensidad de sus dominios.
Más tarde, a mediados del siglo XIX, el periodista John L. O’Sullivan acuñó el término destino manifiesto para describir la misión divina de expandirse por el subcontinente norteamericano. Así, en 1845 se consumó la anexión de Texas; tres años después, la guerra con México permitió la absorción de la mitad de su territorio; en 1867, la compra de Alaska a Rusia; y en 1869, la culminación del ferrocarril transcontinental, que unió ambas costas. En 1898, la guerra hispano-estadounidense marcó otro hito expansionista. Todo esto ocurrió en paralelo a la subyugación sistemática de las poblaciones indígenas.
El mito de la frontera otorgó a Estados Unidos una misión y un propósito: se expande porque es excepcional; es excepcional porque se expande. La expansión territorial se consolidó como solución a toda crisis: los traumas de una guerra podían canalizarse hacia la siguiente; la pobreza se mitigaría con más crecimiento; la escasez, con nuevas tierras. Woodrow Wilson lo expresó con claridad en las postrimerías del siglo XIX: “La frontera es el hecho determinante de nuestra historia nacional”. Casi un siglo después, Ronald Reagan insistiría en que “nada es imposible”. Si un puñado de puritanos había dominado un continente, ¿qué no podría lograr el pueblo estadounidense, heredero de esos valientes colonos?
Sin embargo, este mismo mito contenía las semillas de su propia crítica. Martin Luther King Jr. denunció que la expansión militar no solo exacerbaba la polarización interna, sino que también desplazaba sus efectos al exterior, proyectando los conflictos internos sobre escenarios foráneos. Según King, este “avance constante” permitió a Estados Unidos eludir un enfrentamiento real con sus problemas estructurales más profundos: la desigualdad económica, el racismo, la criminalidad y la violencia. Otros analistas coincidieron, señalando que la expansión imperial no solo garantizaba estabilidad interna, sino que también servía como un mecanismo de apaciguamiento al ofrecer a la clase trabajadora blanca beneficios económicos derivados de la explotación global.
Así, durante mucho, muchísimo tiempo, el concepto de frontera funcionó a la vez como un diagnóstico —para explicar el ascenso de Estados Unidos como potencia; el éxito de su proyecto nacional e imperial— y como una prescripción —una hoja de ruta para preservar y ampliar dicha hegemonía—.
El final del mito
Esa dinámica histórica pareció romperse en junio de 2015: I will build a great wall, fueron las primeras palabras de Trump como candidato. Para Grandin, fue la obsesión de Trump con el muro lo que marcó un verdadero punto de inflexión: el final del mito como sugiere el título de su libro. El trumpismo se convirtió en una forma de extremismo introspectivo, donde la promesa de expansión ya no funcionaba como válvula de escape para los problemas internos. Frente al aventurismo imperialista de los Bush y compañía en Irak o Afganistán, Trump proclamaba el repliegue y la fortificación de unas fronteras cada vez más reforzadas. La clave, por supuesto, no era construir el famoso muro, sino el anuncio permanente de que esa gran estructura estaba siendo levantada.
Sin embargo, Trump reconfigura ahora el mito de la frontera bajo una nueva forma: un expansionismo crepuscular, propio de una era melancólica y nihilista, anclada en la nostalgia de una Edad Dorada que nunca existió. Hoy, la expansión territorial ya no es un proyecto de futuro, sino un reflejo del ocaso: una búsqueda desesperada de certezas en un mundo que las ha desvanecido.
Su interés en Groenlandia, Panamá, Canadá, Marte, Gaza o las tierras raras de Ucrania actualiza el viejo relato de la frontera como antídoto contra el declive hegemónico estadounidense, acelerado por el ascenso chino y la erosión de su influencia en unas instituciones transnacionales diseñadas, en su origen, para legitimar los dictados de Washington. Frente a la fluidez de lo woke, percibida como una amenaza de caos e inestabilidad, el retorno de la dureza asociada a la conquista territorial se erige en un imperativo moral y político.
Este retorno al mito de la frontera no está exento de novedades y contradicciones. Destaca, en primer lugar, la centralidad del resentimiento en el discurso trumpista. Si en su origen la expansión territorial se articuló en términos morales, como una empresa universal bendecida por dios, el expansionismo trumpista es vengativo, victimista. “Se nos ha tratado muy mal con este tonto regalo que nunca debió hacerse, y se ha roto la promesa que Panamá nos hizo”, afirmó el presidente en su discurso de investidura. En esta lógica, la bravuconería reaccionaria adopta un tono salvífico, redentor: cualquier medio parece justificable para sanar las afrentas del pasado. El régimen israelí es, en este sentido, el paradigma del nuevo ethos expansionista, donde la agresividad se reviste de justicia histórica.
Nadie escapa a este ajuste de cuentas: ni siquiera Canadá, con su imagen de vecino afable, queda al margen de la revancha. La amenaza de J.D. Vance en plena guerra arancelaria lo deja claro: “Ahora pasamos a la fase de las consecuencias”. Su mensaje encapsula la nueva retórica trumpista en su forma más cruda: una fusión de victimismo y agresión, donde la represalia se presenta incluso bajo la forma de una torticera “legítima defensa preventiva”. No debería sorprendernos. El victimismo es el espíritu de época, también para los reaccionarios. Sobre todo para los reaccionarios. Como demuestra Corey Robin, la derecha ha cultivado históricamente una forma particular de victimización, desde que Edmund Burke denunciara el trato dispensado a María Antonieta por la muchedumbre revolucionaria. Pero la víctima reaccionaria no es la misma que la de los parias de la tierra. No es el desposeído, sino aquel que ha perdido algo: un privilegio, una posición, una jerarquía. De ahí su tono revanchista, de ahí su ansia por convertir cada agravio en el pretexto de una restauración.
En segundo lugar, el nuevo expansionismo confirma que la (in)movilidad es la forma de desigualdad más emblemática de nuestro tiempo. La radicalización del discurso antimigratorio coexiste con la secesión de las élites, que huyen de cualquier vínculo con el contrato social. De un lado, un cohete de SpaceX; del otro, una patera cruzando el Mediterráneo. De un lado, casi ocho billones de dólares ocultos en paraísos fiscales; del otro, más de cinco mil muertes en la frontera entre Estados Unidos y México en la última década.
La criminalización de las personas migrantes —”Están trayendo drogas. Están trayendo crimen. Son violadores”, llegó a afirmar Trump sobre los aliens mexicanos— es el reverso perfecto de las nuevas formas de escapología colonial: islas privadas, plataformas flotantes en aguas internacionales, enclaves portuarios libres de impuestos, incluso Marte. La secesión de los hiperricos de Silicon Valley y la persecución de los inmigrantes no son fenómenos aislados, sino las dos caras de una misma moneda: el techo y el suelo del trumpismo 2.0.
En tercer lugar, el expansionismo crepuscular subraya la paradoja entre el muro y la frontera. Aunque el muro simboliza clausura, en realidad se convierte en la condición para una nueva expansión territorial: contener en un lugar permite extenderse en otro. Reforzar la fortificación fronteriza con México y rebautizar el Golfo de América son, en última instancia, la misma operación.
Esta lógica no es nueva. El ex primer ministro israelí Ariel Sharon advertía a los colonos: “No construyan vallas alrededor de sus asentamientos, porque si ponen una cerca, ponen un límite a su expansión. Debemos poner vallas alrededor de los palestinos, y no alrededor de nuestros sitios”. Así, el muro no solo delimita un territorio, sino que redefine la narrativa del conflicto: permite a Israel evitar proyectarse como agresor, desplazando la imagen de violencia, posesividad y transgresión de derechos humanos hacia quienes quedan al otro lado de la barrera. Desde la perspectiva sionista, el muro no es una ofensiva, sino un acto de protección y autodefensa. Sostener esta inversión simbólica requiere un complejo mecanismo psicológico, muy similar al que opera en el trumpismo: transformar la fortificación en un relato de resguardo, la exclusión en un gesto de autopreservación y la violencia en una necesidad inevitable.
De este modo, la importancia de los muros en el mundo contemporáneo no reside tanto en su más que dudosa eficacia como en su ostentosa visibilidad. Como apunta Wendy Brown, “más que expresión renovada de la soberanía del Estado, los muros son los iconos de su erosión”. De hecho, aunque podrían parecer manifestaciones exageradas de soberanía, como toda exageración, delatan fragilidad, incertidumbre, inseguridad o inestabilidad en el núcleo mismo de lo que buscan transmitir; rasgos que, por su propia naturaleza, contradicen la esencia de la soberanía.
La soberanía nunca ha estado tan en crisis como en esta era postwestfaliana. Mientras resurgen las viejas invasiones territoriales —bien lo sabe el pueblo ucraniano—, proliferan enclaves extraterritoriales por doquier: ciudades-Estado, paraísos fiscales, búnkeres fuera del alcance de cualquier jurisdicción. Estas burbujas privatizadas erosionan el Estado desde dentro, dando forma a lo que Quinn Slobodian llama capitalismo de fragmentación. Así, anexionismo y secesionismo, en apariencia opuestos, coexisten en una geopolítica esquizoide cuyo máximo exponente es Trump. Su retorno encarna la paradoja de un mundo donde la soberanía se fragmenta al mismo tiempo que se reivindica con furia.
“No son los límites, estúpido”
La estupefacción ante el regreso del mito de la frontera revela una carencia más profunda y aterradora: una década después de su irrupción, seguimos sin comprender la naturaleza del trumpismo. En su etapa como presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors definió la UE como un OPNI: un objeto político no identificado. Algo similar ocurre con el movimiento que orbita en torno a Donald Trump, que persiste como una anomalía en el tablero político, resistente a las categorías convencionales.
Diez años más tarde, continuamos atrapados en un análisis fragmentario, rehén de la inmediatez. Nos limitamos a catalogar cada exabrupto, cada medida estrafalaria, sin articular una visión de conjunto. Lo etiquetamos con explicaciones simplistas, como si el fenómeno pudiera reducirse a una sucesión de escándalos. Peor aún, insistimos en señalar sus contradicciones internas —como si fueran su talón de Aquiles y no su mayor fortaleza—, ignorando que el trumpismo prospera precisamente en su ambigüedad: es proteccionista y neoliberal, populista y elitista, supremacista y transversal. Su éxito no radica en la coherencia, sino en su capacidad de hablar en lenguajes distintos a públicos distintos.
En este sentido, la consolidación del expansionismo crepuscular como rasgo definitorio del trumpismo 2.0 es una clave de lectura ineludible, pero no suficiente. La obsesión con las fake news, las analogías históricas con el fascismo o la demonización de la oligarquía tecnológica han fracasado en su intento de reducir la complejidad de este envite reaccionario a una única variable. Sin embargo, desentenderse de esta nueva fase del trumpismo —su renovada dimensión mítica; su novedosa preocupación territorial— sería otro error, pues expresa y amplifica las grandes transformaciones del mundo contemporáneo.
Un mundo que, nos dicen, está marcado por el límite. O al menos eso sostienen quienes insisten en que el verdadero conflicto de nuestra época gira en torno a su significado. De un lado, el neoliberalismo y su jerga motivacional proclaman que “el único límite es el cielo”, exaltando una lógica de crecimiento infinito. Del otro, el sentido común ecologista advierte sobre umbrales infranqueables para la supervivencia: los 1,5°C de calentamiento global, los ecosistemas al borde del colapso, los recursos finitos que desmienten la promesa de un progreso sin freno. Entre estas posiciones, el mundo contemporáneo se debate en una paradoja: nunca antes hemos sido tan conscientes de los límites biofísicos y, sin embargo, la batalla política sigue librándose en clave de expansión, no de contención o decrecimiento.
El retorno del mito de la frontera encarna esta contradicción. Frente al desorden y la incertidumbre, algunos reaniman una lógica que creíamos enterrada con los escombros del Muro de Berlín: extender dominios territoriales, elevar muros, proyectar fronteras hacia la estratosfera. Otros, en cambio, pretenden responder a las mismas crisis con una expansión diferente: la ampliación del contrato social. Más derechos, más libertad, más democracia. La primera expansión es de suma cero: lo que unos ganan, otros lo pierden. La segunda no ocupa lugar; es un horizonte que crece sin desplazar a nadie. Este es el verdadero debate epocal que define nuestro tiempo, agudizado por la alianza entre la Administración Trump y el gran capital tecnológico, cuya promesa de expansión infinita convive con un país fracturado en su interior. Y es que, bajo la retórica expansionista, subyace un dolor más profundo: el de una nación que, incapaz de reconciliar sus propias fisuras, proyecta su crisis hacia el exterior. Como escribe Anne Carson en Autobiografía de Rojo, “el dolor siempre late bajo las costuras”.
*Carlos Corrochano es profesor asociado en Sciences Po París y ha sido coordinador del libro ‘Claves de política global’ (Arpa, 2024).