'Los señores de las tijeras. El cine que la censura nos prohibió'
Desde sus orígenes, el cine se vio como un medio que podía influir negativamente en la sociedad. Por eso surgió pronto la tentación de controlar sus contenidos, de eliminar aquello que cada época consideraba peligroso, en suma, de ejercer la censura sobre lo que se podía y no se podía ver. En este nuevo libro, concebido como un gran reportaje, Vicente Romero nos narra la historia de la censura en el cine español, con especial atención a los cuarenta años de la dictadura franquista, cuando se ejerció un duro control religioso, militar y político no solo sobre lo que se hacía en nuestro país, sino sobre lo que se importaba de otros. Diálogos suprimidos, argumentos tergiversados, imágenes cortadas... cuestiones que hoy nos podrían generar una sonrisa, pero que no tenían nada de divertido para quienes las sufrían.
De la mano de numerosos ejemplos, así como de entrevistas con los censores y con los cineastas que sufrieron estas humillaciones, el autor nos ofrece un completo panorama de una represión cultural desde los albores del cine mudo hasta las últimas tijeras, que terminaron con la llegada de la democracia.
infoLibre adelanta un extracto de Los señores de las tijeras. El cine que la censura nos prohibió, que llega a las librerías este mes de septiembre de la mano de la editorial Akal.
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En junio de 1962, Arias Salgado lanzó una campaña de propaganda contra las personalidades democráticas que asistieron al IV Congreso del Movimiento Europeo, calificándolo como «el contubernio de Múnich». Fue un error, porque perjudicó a la imagen exterior del régimen más que las críticas pronunciadas en el evento, y debilitó al ministro, que poco después sería criticado por el mismísimo Vaticano a causa de la autorización concedida por la censura a Viridiana.
Los primeros síntomas de cierta evolución en la dictadura habían esperanzado a Luis Buñuel, deseoso de regresar a su tierra. Exiliado desde la Guerra Civil y con su obra prohibida, le ilusionaba volver a dirigir en España. Lo intentó en 1961, antes de que cristalizara la evolución aperturista que ya se presentía. Aceptó el juego con la censura y, sin pretenderlo, acabó causando un escándalo político.
—Hombre, Buñuel se oponía a la censura –matizaba Juan Antonio Bardem–, la admitía como una especie de ley superior, pero estaba absolutamente en contra de su existencia.
—El director general de Cine llamó a Buñuel y le dijo que aceptaba que hiciera Viridiana, pero que el desenlace le parecía inmoral y era muy difícil que pasara –narraba Ricardo Muñoz Suay–.
Entonces Buñuel preguntó: «¿Y qué solución le damos?, ¿quiere usted que jueguen a las cartas?». Y el alto cargo contestó: «Pues bien, me parece muy bien que jueguen a las cartas». Entonces Luis pensó que el ménage à trois que sugería la partida de naipes resultaba mucho más atrevido que lo otro.
En la escena final definitiva, el parlamento de Paco Rabal no dejaría lugar a dudas: «No me lo va a creer, pero la primera vez que la vi me dije “mi prima Viridiana terminará por jugar al tute conmigo”». La película obtuvo el beneplácito de la censura e inesperadamente planteó un serio problema a Arias Salgado: triunfadora en el Festival de Cannes, la obra de Buñuel fue calificada de «blasfema» en un editorial del periódico vaticano L’Osservatore Romano, que criticó al Gobierno de Franco por haberla permitido.
—Claro, aquello no solamente se prohibió, sino que se destituyó fulminantemente al director general de Cine –afirmaba el censor Alberto Reig.
—Con Viridiana yo no sé exactamente lo que pasó, pero le costó el puesto a mi antecesor, José Muñoz Fontán, que era una gran persona –argüía Jesús Suevos. Porque había una secuencia que representaba una cena como la de Leonardo da Vinci, pero con borrachos y prostitutas, lo cual no era precisamente algo muy reverente para la cosa religiosa. Cuando yo llegué, la película ya estaba prohibida, pero, si no lo hubiera estado, yo no hubiera tenido inconveniente en prohibirla.
—En verdad, Viridiana nunca se prohibió: la administración fue mucho más inteligente y lo que hizo fue borrarla de la lista de los vivos –comentaba Bardem–. O sea, que nos quitaron con efecto retroactivo el permiso para rodar la película, y esta dejó de tener existencia legal. Por tanto, el negativo que teníamos depositado en Madrid Films era nada. Fue como si te borran del Registro Civil.
Quemado políticamente, el arcángel Gabriel Arias Salgado cesó como ministro de Información y Turismo en julio de 1962, siendo reemplazado por Manuel Fraga Iribarne. El relevo fue mucho más que un cambio de nombres. Porque la gestión de Fraga se hizo notar enseguida y, a lo largo de los siete años que permaneció en el Gobierno, impulsó una serie de reformas liberalizadoras bautizadas con el nombre de «aperturismo político».
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Los ecos de la apertura hicieron que Buñuel intentase en 1970 un segundo regreso del exilio, con el propósito de rodar Tristana, cuyo guion llevaba más de seis años vetado. Su primer acercamiento consistió en presentar La Vía Láctea (1969) al Festival de Valladolid. Que en el Ministerio de Información no se fiaban de él quedó claro en un breve documento interno, en el que se daba cuenta de que el ministro vio la película acompañado por monseñor Guerra Campos, y que juntos decidieron admitir que La Vía Láctea se proyectase en Valladolid 3 pero fuera de concurso, «para no correr el riesgo de que resulte premiada de alguna manera», y «sin subtitular, de manera que se dificulte la comprensión». En el mismo escrito se descartaba el proyecto de Tristana porque «el ministro estima que Buñuel puede hacer una jugarreta con cualquier tema pero, en especial», con el guion de Tristana.
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Los primeros informes de los censores sobre el proyecto del genial aragonés, fechados en 1963, ya habían avisado de que «la película va a ser realizada por Buñuel. Y Buñuel es lo imprevisto, lo inesperado. Y además es el anticlericalismo exacerbado. Y es, en sus películas últimas, el erotismo senil y patológico. Y aquí está el peligro. […] Y Buñuel, puesto a soltarse el pelo, no se sabe dónde termina». Entonces, la productora Época Films respondió aclarando ser una empresa católica que «no ha de prestarse nunca, ni siquiera por omisión, a patrocinar una película que en algo pueda rozar el dogma o los principios más elementales de la Religión Católica. […] Nos consta y nos satisface decirlo, que por parte de Luis Buñuel existe un deseo patente, vivo y apasionado de demostrar su buena voluntad, su espíritu de convivencia con el país donde nació y su honestidad artística, ajena a toda confusión de otro carácter». Pero todo fue inútil hasta que Fraga encaró el asunto y quiso evitar que «una película tan española como aquella» se rodase en Portugal.
—Después de lo que había ocurrido con Viridiana, el Ministerio le dio facilidades –constató Fraga en TVE–. Buñuel buscó un contacto personal conmigo, a través de un amigo común. Tuvimos una buena conversación y Tristana se hizo. Aparte de eso, él nunca colaboró en nada más, sólo intentó que se le permitiera hacer cine en su tierra, cosa que era perfectamente natural.
Pero tampoco esta vez Buñuel se vio libre de problemas, aunque fuesen de escasa importancia. Porque en su película aparecía un duelo. Y los duelos estaban expresamente prohibidos por la censura. Finalmente, Tristana se estrenó cuando la política del régimen iniciaba una marcha atrás. Las tensiones internas del franquismo acabaron por dar fin al aperturismo a mediados de 1969. El sector que defendía un proyecto de reformismo franquista cayó finalmente derrotado por los integristas del Opus Dei, agrupados en torno a la figura del almirante Luis Carrero Blanco. Manuel Fraga Iribarne fue sustituido por Alfredo Sánchez Bella. Y con ello el cine quedó en manos del embajador que había denunciado El verdugo como «propaganda comunista».