Urge volver a València Pilar Portero
Un soldadito paracaidista en tu cuarto de baño
Si de casualidad tienen previsto ir a ver La vida es sueño (el auto sacramental) de la compañía Los Números Imaginarios, no sigan leyendo. Bueno, pueden hacerlo, pasen. También tienen la opción de guardar esta columna para después de activar el sobre que les entregarán a la salida de la obra: no se vayan de la obra sin ese sobre, háganme el favor. El pasado viernes, al atardecer, una fila de personas con esterilla de yoga al hombro esperaba en la puerta trasera de un seminario. No iban de colonias, pero eso comentaban. El Teatro Principal de Zamora tiene una extensión escénica que da para notables alquimias: el patio del Seminario Menor San Atilano —con su pozo y sus balcones y su piedra antigua—. Me confieso: no habría arrastrado a mi agotamiento hasta allí si no hubiera sido porque la propuesta incluía ser parte de la performance: a veces una sólo necesita tumbarse en el suelo con decenas de desconocidos y escuchar declamaciones mientras mira un cuadrado de cielo azul Klein.
Durante un largo rato mi única responsabilidad, mi única atribución, fue decidir si deseaba más llenarme la mirada de esa noche nítida o cerrar los ojos y, como invitaban los actores, “abandonarme”. A algunas personas, sobre todo en algunos lugares, les produce terror —es inconcebible, ¿qué dirán?— ir solos a los sitios. A veces ir solos es la manera más eficiente de dejar de estarlo. Me senté junto a una chica de mi edad que tampoco había ido con nadie en concreto, aunque también conocía a otros allí. Hasta que nos llevaron a casa unos amigos comunes, pensé que ella seguro estaba de visita. Vivo en una de esas ciudades donde en cada interacción participas en una ruleta donde sólo hay dos opciones: toparte con una persona que te apachurra de inmediato con esa familiaridad propia de los pueblos —hija, maja— o darte de bruces con una de aquellas capaces de mantenerse impertérritas ante un hola cantarín y absorber esa alegría como dementor. Nunca sabes qué te va a tocar, no hay señales, es una ducha constante de temperaturas extremas.
En este mundo lleno de malismo, oscuridad, pesadumbre y existencia absorbida por el trámite, procurarnos la fantasía me parece un ejercicio de salvación
El contacto con D. fue, sin embargo, suave. Dije en alto que qué pena que al final me había dado pereza llevar también una manta y, antes de cerrar la última a, ya me había ofrecido compartir la suya y ponernos juntas. Me alegré tanto —como siempre que uno dobla las rejas de ese false friend llamado rutina— de haber ido, que mi cansancio y mis pendientes nunca atravesaron los muros de ese patio centenario. Al terminar, los actores entregaban un sobre abultado sólo a quienes se comprometieran a continuar la experiencia el domingo a las 7:30 de la mañana en sus cuartos de baño. Yo pedí uno porque tendría que volver a nacer para ser capaz de renunciar a una posibilidad del Elige tu aventura. Luego verbalizé lo obvio: en el baño “grande” de mi pisito español no cabe una esterilla estirada en ninguna dirección o montaje. A ver cómo lo hacía.
El domingo estaba puntual en ese espacio que sólo habito en automático: ya ni siquiera hay bañera, todo en esa estancia es un trámite de higiene o supervivencia. Todo era. Ese amanecer, el baño “grande” de mi pisito español cobró nuevas dimensiones. La propuesta, dirigida por una voz llamada Clotaldo al que había que ir avisando, requería sentarse en diferentes lugares. Ese baño amorfo sin ventana y con ducha lindante al ascensor era, de repente, algo que podía apreciar. Un lugar donde estar. Un lugar donde subirse a un retrete y lanzar desde allí un soldadito en paracaídas. ¡Qué divertido es subirse a una taza y tratar de que dure el vuelo de un precario soldadito en paracaídas! Si usted lee esto en un día con ánimo turbio le animo a que se suba en el inodoro más cercano e intente hacer volar algo que sostenga un poco la caída. Estoy segura de que también le será imposible hacerlo sólo una vez. Yo terminé —por instrucción de Clotaldo— escribiéndole una carta al futuro, es decir, a mi hijo, apoyada en ese váter revelado de repente como otra mesa posible e incluso cómoda. Las sensaciones de ese amanecer lleno de juego en el baño “grande” de mi pisito español me han acompañado toda la semana. Mi baño ya no es un mero lugar burocrático, mi baño ahora tiene cierta magia. En este mundo lleno de malismo, oscuridad, pesadumbre y existencia absorbida por el trámite, procurarnos la fantasía me parece un ejercicio de salvación: lanzarnos nuestro propio soldadito en paracaídas que nos rescate.
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