Sergio Ramírez Luis García Montero
El derecho robado de la vivienda
Lo único reconocible que aprendí a dibujar es una casa. Una que dibujo igual desde hace treinta años, los mismos trazos básicos, infantiles. Es una casa, casa. Dos plantas, tejado rojo, chimenea humeante. Un caminito sinuoso que sale exactamente de la puerta principal. A la derecha, aunque incapaz para las dimensiones, la intención de un jardín. Un niño nunca dibuja una casa donde para poner la lavadora tienes que cerrar la puerta y el desplazamiento lateral es una costumbre adquirida. Un niño todavía sueña.
Hemos hecho memes, comedia y hasta costumbrismo narrativo de los pisitos de 90 metros cuadrados en los que crecimos, del gotelé, de los muebles oscuros y desproporcionados. Las televisiones cubo proyectaban un futuro de holgadas casas unifamiliares a lo Médico de familia mientras se ponían los cimientos del desastre. Llegamos, por la mínima, a participar en conversaciones —finalmente hipotéticas— sobre la libertad de alquilar y el miedo a comprometerse con una hipoteca de por vida, toda la vida en la misma casa. La primera generación que no supo que no iba a poder.
Un derecho no puede estar sometido a la avaricia empresarial ni a la codicia humana
El otro día, al terminar un podcast sobre la imposibilidad de vivir ya incluso en los barrios periféricos, me saltó en Spotify un anuncio de una empresa preocupadísima por los propietarios intranquilos. Intermedio algorítmico feroz antes de otro episodio previo a la gran manifestación que se espera este domingo en Madrid por el derecho a la vivienda. Me quedé un rato atrapada entre la puerta de lavadora y la puerta de la cocina. Vivimos en realidades paralelas y respiramos discursos antagónicos. La grieta es la clase social, claro, pero sería impreciso no reconocer el abismo generacional abierto y encarnado.
El drama de la vivienda es tan profundo que ninguna de las cositas que tan tímidamente se dice que se van a hacer serviría incluso de materializarse. Un bien de primera necesidad no puede ser un objeto de extorsión. Un derecho no puede estar sometido a la avaricia empresarial ni a la codicia humana, que todos hemos sufrido caseros y sabemos que tener “sólo” (sic) uno o dos pisos en alquiler no te exime de nada. La expresión “tener sólo uno o dos pisos en alquiler” me obsesiona. Los pisos valen el doble que hace una década sólo por especulación: no son mejores, si acaso son, por fuerza, más viejos. A nadie le pasaría nada si su precio bajara un 50%. A muchísimas personas les devolvería la vida que eso ocurriera. Quien tiene un piso de sobra ya tiene más de lo que necesita y posee la mayoría.
La vivienda es un derecho robado en nuestro país. Trabajar a tiempo completo y no poder procurarse esa seguridad básica es una atrocidad que se intenta normalizar por la fuerza de los hechos. Algunos de los que tengan el piso de sobra pensarán que escribimos demasiado sobre esto. Sin esperanza, sin pulso para dibujar siquiera una casa de trazos infantiles y sin capacidad para soñar, no dejaremos de hacerlo.
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