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Posmodernidad y distopía

Amador Ramos Martos

Contra la subjetividad de los hombres se levanta la objetividad del mundo hecho por el hombre” (Hannah Arendt).

Vivíamos confiados, a resguardo de incertidumbres, protegidos bajo el paraguas de la modernidad. Un conjunto de paradigmas socioculturales, políticos y económicos edificados desde el Renacimiento sobre la racionalidad. Y que, con sus luces y sombras, han canalizado en este dilatado proceso histórico el progreso humano, y la consolidación del mejor sistema político disponible hasta la fecha… el sistema democrático.

Pero un creciente malestar social surgido en los años setenta del siglo pasado nos ha abocado a un período de perplejidad que ha puesto en solfa el modelo disfrutado hasta ahora. Cuestionados como están siendo el discurso, los medios y los logros de la modernidad en su intento de armonizar el complejo y subjetivo caleidoscopio de realidades individuales.

Desalojados como estamos siendo de la zona de confort proporcionada por el viejo modelo racional de la modernidad, vivaqueamos ahora en la duda, azorados por la inseguridad, instalados desde hace tiempo como estamos en una crisis incesante y sin salida viable a corto plazo. Tiempos convulsos en los que buscan acomodo ideologías seudodemocráticas que socavan la cohesión social cimentada hasta hoy sobre un proyecto de valores compartidos.

Sufrimos las consecuencias de la no sé si… ¿mutación, transición o fracaso? de la modernidad surgida en el siglo XV. Un período histórico que dio alas al progreso humano fundado sobre la evidencia del conocimiento racional, ilustrado y científico. Un modelo antropocéntrico, competidor del teocentrismo del poder religioso y la irracionalidad de sus tradiciones, creencias y mitos.

Pero, incapaz en su evolución de adaptar un canon moral, que en cada contexto iluminara el proyecto y justificara éticamente sus medios y sus fines últimos. ¿Hemos avanzado?... sí, pero la discordancia entre el discurso actual y el viejo discurso de la modernidad está siendo sustituida por el metarrelato posmoderno acerca del pasado y del futuro.

Discurso inquietante con su carga de desencanto, desasosiego e incertidumbre. Sobrenadamos en aguas revueltas, intentando mantenernos a flote mientras el sólido entramado previo de valores que nos cohesionaban se licúa. Un modelo que Zygmunt Bauman acertadamente calificó como “sociedad líquida”. Un proceso de licuación de la modernidad, que se diluye en la corriente posmoderna.  

Un conflicto entre prioridades sociales consensuadas no sin dificultades; y hoy deslegitimadas: la cohesión de lo comunitario frente al individualismo disgregador; el razonable bienestar hedonista frente al consumismo desaforado y alienante; el relativismo multicultural y moral que hace ¿inviable? una ética universal de mínimos; la colonización global del poder político por el económico; las paradojas del desarrollo tecnológico que amplifica desigualdades crecientes y divergentes; discursos impostados paralelos que contaminan la verdad asediada por “seudoverdades”; el recurso a clichés identitarios excluyentes de la otredad del diferente.

Añadan al listado de incertidumbres, que sigue abierto y sin cerrarse, las que consideren. El panorama es, no sé… si preocupante o… desolador. Pero la renuncia a la reflexión empática en la interpretación de la realidad compartida frente a la propia nos conduce a una peligrosa desafección respecto al modelo en crisis ¿irreversible? de la modernidad, sus paradigmas y sus instituciones.

Una inquietante coyuntura histórica, en la que el poder político no puede, no quiere o… no sabe gobernar, y los ciudadanos exigimos ser gobernados de forma diferente. Una circunstancia que conlleva, de no reeditarse un pacto social global renovado, el riesgo de ahondar la devaluación y deslegitimación del modelo democrático del que hemos disfrutado hasta ahora.

Crece la percepción ciudadana de la divergencia entre las falsas expectativas creadas desde el poder hegemónico del sistema y nuestra realidad cotidiana. Experimentamos un sentimiento de abandono por parte de nuestros representantes, legitimados –no lo olvidemos– por nosotros en las urnas con nuestro voto libre.

Asistimos al desguace del siempre mejorable pero imprescindible contrato social de la modernidad que tantos beneficios nos reportó. Pero desacreditado hoy por su incapacidad para proteger institucionalmente con credibilidad y límites éticos infranqueables, desequilibrios sociales que debieran ser intolerables.

Un contrato social deslegitimado por metarrelatos emancipatorios individuales, con los que la posmodernidad trata de justificar la quiebra del modelo común compartido y empático de cohesión social. Desacreditado como está siendo por la segregación de realidades alternativas excluyentes diseñadas a la medida y en beneficio exclusivo de minorías o élites.

Una inquietante coyuntura histórica, en la que el poder político no puede, no quiere o… no sabe gobernar, y los ciudadanos exigimos ser gobernados de forma diferente

Pero la responsabilidad del ¿fracaso? de la modernidad atañe no solo a nuestros representantes políticos por su incompetencia, dejadez, cuando no servidumbres respecto a poderes ajenos a la democracia. También a nosotros, los ciudadanos, nos atañe. Responsables como somos en muchas ocasiones, con nuestro silencio y actitud conformista cómplice o no, pero éticamente injustificables.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo un modelo alumbrado desde la racionalidad que ha contribuido en un largo proceso histórico no exento de dificultades al desarrollo y progreso social, superando un pasado de alienante de oscuridad plagado de vicisitudes y tragedias, se resquebraja?

¿Cómo un modelo que secularizó el poder irracional de la religión, decapitó literalmente el poder absoluto del viejo régimen dando paso al Estado moderno de derecho con su garantista separación de poderes; y que, mal que bien, domeñó razonablemente al hegemónico poder económico, está desde su aparente solidez inicial a punto de licuarse?

La respuesta podemos encontrarla, quizás, en el fracaso de los modelos socioeconómicos surgidos durante el siglo pasado, y que acabó con el frágil equilibrio de un mundo hasta entonces bipolar. Que provocó el colapso del modelo aberrante del “socialismo real” y dio paso después, en un movimiento pendular, a la versión ideológica, otra aberración, del “capitalismo neoliberal”.

Un modelo socioeconómico deshumanizante e insolidario. Responsable de la globalización económica, variante universal del expolio económico, y en sincronía con la difusión de un ideario moral retrógrado, donde reverdece el componente irracional e intolerante religioso… del “teo neoconservadurismo”. Facilitada su expansión planetaria gracias a las redes sociales virtuales surgidas al amparo del desarrollo tecnológico.

¿El resultado del fracaso del viejo paradigma racional e ilustrado de la modernidad, frente a la aberración neoliberal?: la aparición de un modelo alternativo de “distopía blanda”, la posmodernidad. Un modelo social disgregador, que prioriza el individualismo exacerbado con su exigencia de “libertad negativa” autónoma a costa de la precaria y falaz “libertad positiva de la gran masa de desposeídos.

La solución no puede consistir en arrojarnos ahora, individualmente y con nuestras singulares exigencias, en brazos de la posmodernidad

Una crisis de la modernidad, avalista hasta no hace tanto de nuestro solidario y equitativo proyecto común; y del entramado social protector y solidario que lo garantizaba. Y nos expulsa a un modelo social distópico que erosiona la solidez previa del conjunto, poniendo en cuarentena, la estabilidad y continuidad de nuestro futuro humano personal y colectivo.

Hay que reivindicar la cooperativa “acción social recíproca” que el sociólogo alemán Simmel consideraba la clave de bóveda que asegura la solidez y equilibrio del sistema social. El aglutinante básico imprescindible de la cohesión que nos protege de la alienación. La solución no puede consistir en arrojarnos ahora, individualmente y con nuestras singulares exigencias, en brazos de la posmodernidad.

Un modelo esta última de “distopía hedonista blanda y elitista”. Difícil de encajar éticamente en la realidad injusta, agobiante y precaria de tantos seres humanos despojados de humana dignidad. Un modelo quizás viable y exigible en fases más avanzadas de la evolución social que hoy no vislumbramos. Como afirma Adela Cortina en una de sus reflexiones sobre la aporofobia: “el pobre no puede aspirar a ser feliz”. No hay atisbos de hedonismo en la miseria.

Liberados del compromiso social, que alimentó nuestro progreso humano colectivo, estamos cayendo en la trampa de la “libertad negativa”, ya que al liberarnos de obligaciones sociales que creíamos limitadoras de nuestra libertad hemos renunciado, quizás sin saberlo y de forma inconsciente, a la ayuda externa. Al indispensable “capital social” acumulado y compartido que nos protegía y nos permitió autoafirmarnos como individuos dentro del grupo.

Modular las demandas del modelo disgregador distópico blando posmoderno; priorizando, frente a lo individual el utilitarismo social, variante positiva y comunitaria del progreso colectivo, debiera ser una voluntad o exigencia universal. Una “miniutopía” al alcance hoy de nuestra mano, si humanamente, claro… nos pusiéramos manos a la obra.

Todos podemos ser beneficiarios o víctimas de la interpretación subjetiva de la realidad de nuestro contexto histórico. Lo que debiera obligarnos éticamente, en un ejercicio continuo de empatía, a denunciar la objetiva y precaria realidad de tantos seres humanos. No podemos renunciar a la razón autocrítica; tampoco a contrastar como sugirió Hannah Arendt: “nuestra humana subjetividad, con la objetividad tangible del mundo hecho por los hombres”. Sobre todo, cuando estos recurren a la peor versión, la... inhumana, de su humana condición.

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Amador Ramos Martos es socio de infoLibre.

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