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Picabia desencadenado

El dadaísta Francis Picabia.

Resulta fascinante imaginar la efervescencia de principios del siglo XX en París, con sus locos protagonistas de vanguardia metidos en bares y demás tugurios charlando hasta el nuevo día del arte y de la vida, de la filosofía y los sueños. Entre los recuerdos de las reflexiones y las consiguientes acciones de aquellos creadores de un ya obsoleto nuevo tiempo también se pueden catar sabrosos cotilleos, o sugerentes descripciones del ambiente y las costumbres, retazos de un día a día de casi cien años de antigüedad.

Francis Picabia (París, 1879-1953)era, por ejemplo, todo un experto en regodearse urgando en la llaga ajena, muy especialmente la de André Breton. Lo hizo mucho y bien en 391, la revista barcelonesa que dirigió durante un par de años y donde plasmó sus dudas en torno al arte según él demasiado dogmático y encorsetado de su contemporáneo y némesis. La cosa, claro, no se quedó ahí, y Breton y sus acólitos le contraatacaron por sus propios medios (de comunicación, como la revista Nouvelle Revue Française, germen de la editorial Gallimard), rechazando publicar el que fue —quizá precisamente debido a ese rechazo— el único libro que escribió el francés de origen cubano.

También dejó constancia Picabia de aquel ambiente y aquellas costumbres sociales y culturales, hilvanando retales de la cotidianidad en una novela calificable, si se quiere, como la única jamás concebida en el género dadaísta, plagado de ironía y voluntad destructiva. Pandemonio, publicada ahora en castellano por Malpaso, no se encontró hasta 1971, aunque él la escribió en el 24, el mismo año en que se publicaba el Manifiesto surrealista. De ahí que no extrañe que la editorial defina esta propuesta como el contrapeso que quiso plantear Picabia: como un auténtico antimanifiesto.

El libro, que entre otras muchas cosas busca ridiculizar a Breton y sus ideales más esotéricos, es ante todo una autobiografía, solo que construida con los ladrillos de la ficción. Una novela en clave, que remite desde unos personajes y situaciones verdaderos más o menos velados a la realidad que él —desde su radical subjetividad— percibía de aquella época. Cada capítulo, siempre con un título descabellado, es una suerte de espacio autónomo. El hilo común es el mismo Picabia, ora metido en un bar de negros, ora en casa de una amante y sin embargo amiga.

En el fondo cada personaje, cada situación, le sirven al pintor para un propósito principal: soltar lo que piensa. Opinar como si no hubiera un mañana, a borbotones, en ocasiones cruzándose con sus propias consideraciones. Lo hace muchas veces a costa de sí mismo, es decir, criticando en los otros lo que él adolece: la volubilidad de la masa y la superficialidad de las modas. Y claro, el dogmatismo de André Breton y su surrealismo, que Picabia consideraba casi sinónimo de lo más terroríficamente bourgeois.

El fundador del arte del subconsciente —que cuando se leyó la novela, que le remitió el propio Picabia, la tildó de “bien aburrida”— aparece en su caso representado con su propio nombre, André Breton, lo mismo que otros artistas como Pablo Picasso o Louis Aragon. Los demás están más o menos ocultos bajo seudónimos, desentrañados en las muchas notas al pie que presenta la edición. Jean Cocteau es, por ejemplo, Jean Babel. Transversalmente aparece un hombre llamado Claude Lareincay, un “candidato a genio” que no es personificación de nadie en concreto, sino mezcla de muchos.

Este Lareincay aflora a cada rato para leer extractos de una novela que tiene entre manos, El ómnibus, así como algunas de sus poesías. Sus intervenciones, siempre inopinadas, sirven de resorte para razonar sobre el sentido del arte, y de ellas se trasluce la percepción del autor sobre la febril creatividad entonces se estaba gestando, que a él se le antojaba como una "enfermedad", todo siempre entendido desde la ironía.

“En su obra (la de Lareincay)”, dice en un capítulo, “se percibe una amalgama de voces antiguas sin ninguna frescura. Su pose de pesimista juvenil no es más que optimismo. El verdadero pesimista ni escribe ni pinta. Se dedica a cualquier cosa salvo el arte, una enfermedad que confiere un buen pelo, unos ojos bonitos y una piel sedosa porque suprime cualquier contacto con la vida y sus manifestaciones. Los enfermos sacan su interior al exterior. Y son incapaces de amar, de andar y de reír”.

Moviéndose de un sitio a otro en aquel París donde todo era posible, aunque por momentos el libro se sale de los muros de la ciudad para transportarse a lugares como el casino de Montecarlo, el protagonista acaba recalando en el piso de Breton, donde este mantenía regularmente sesiones de espiritismo, que Picabia aprovecha para caricaturizarlo. De Man Ray dice sin embargo que toma estupendas fotografías, lo mismo que alaba a Marcel Duchamp, dadá de alta graduación.

Volcado en la pintura, fervoroso del dadaísmo aunque también picoteara de otros movimientos como el cubismo o el fovismo, Picabia dejó escrita solo una novela, esta, de la que faltan cuatro páginas. Sí quedan más poemas y ensayos y el corto dirigido por René Clair Entr'acte, cuyo guion redactó él. No fue hasta 18 años después de muerto que una antigua amante, Germaine Everling, acompañada del editor Luc-Henri Mercié, encontró el manuscrito de Pandemonio, Caravansérail en francés, entre los recuerdos guardados en su hogar canadiense.

Después de ver rechazada la publicación de la novela por la revista afín al surrealismo, Erik Satie, autor de la música de Entr'acte, ofreció a Picabia colaborar con él en un ballet. “Siempre abierto a cualquier novedad”, escribe el editor póstumo en el prólogo, “estaba dispuesto a entusiasmarse con la misma velocidad con la que se hartaba de lo que estaba haciendo”. De ahí ese olvido de décadas de este texto con el que él, como confesó al propio Breton en una misiva, nunca llegó a quedar satisfecho. “Hace ocho meses que escribo cuatro o cinco horas al día”, reconoció, “y al final, no he encontrado nada que decir”.

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