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Luces en la oscuridad

Norman Bethune y el farero de Torre del Mar, dos héroes en 'La Desbandá'

Norman Bethune y Anselmo Vilar.

Como en casi todo lo que depende de esa cadena de casualidades bautizada como serendipity, el nombre del desconocido farero de Lugo Anselmo Antonio Vilar García ha quedado ya para siempre unido al del canadiense Norman Bethune, figura relevante en la guerra civil española por su aportación médica. Considerado ya entonces Bethune una autoridad como pionero en las unidades móviles de transfusión sanguínea, y sepultado Anselmo Vilar en el limbo de la memoria de las víctimas hasta que el periodista Jesús Hurtado descubrió hace tres años lo que había hecho para librar a civiles de la muerte, sus nombres aparecen hoy como luces en la oscuridad de uno de los episodios más dramáticos y poco conocidos de la Guerra Civil, La Desbandá: la huida de más de 100.000 civiles que en febrero de 1937 trataban bajo las bombas de escapar de Málaga a Almería a través de la costa.

Ambos abren esta serie, denominada precisamente Luces en la oscuridad porque quienes la protagonizan comparten una característica común: todos ellos afrontaron graves riesgos y adversidades. Pero se sobrepusieron, siguieron adelante y tomaron decisiones que salvaron vidas o mejoraron las condiciones de los más desfavorecidos.

La luz de Norman Bethune se encendió, tal vez solo de forma metafórica, cada vez que con su furgoneta habilitada para transfusiones de sangre logró que alguno de los huidos alcanzase Almería. La de Anselmo Antonio Vilar, por el contrario, fue la luz que paradójicamente alumbró vidas, tampoco sabremos nunca cuántas, gracias a la oscuridad: la que extendió como manto protector de los huidos al apagar durante dos madrugadas el faro de una pedanía costera a poco más de treinta kilómetros de la capital malagueña, Torre del Mar.

Ambos se comportaron como héroes. Pero lo que hizo Vilar, y en los siguientes párrafos queda descrito, adquiere la enorme dimensión de un sacrificio cuyo resultado último muy difícilmente podría haber sorteado ninguna serendipity, por elegante que suene la palabra. El suyo fue un sacrificio de tal magnitud que emocionaría incluso a aquellos cuyas lágrimas discurren por un río tan profundo que pocas veces sale a la superficie.

Pero antes de llegar ahí hay que contar algo sobre Bethune. Pionero en las unidades móviles de transfusión de sangre que salvaron a miles de heridos, el canadiense Bethune había instalado su cuartel general en la madrileña calle de Príncipe de Vergara, en una casa con 15 habitaciones a escasos metros de donde Luis Bárcenas vivió muchas décadas después hasta su encarcelamiento por el caso Gürtel.

El médico se dejó la piel yendo y viniendo del frente en lo que hoy llamaríamos un vehículo medicalizado. Pero su centro de operaciones siguió en pleno barrio de Salamanca, donde la República había derivado múltiples oficinas e instituciones en la convicción —certera— de que Franco no lo bombardearía por aprecio a los suyos. Es decir, a quienes se habían marchado a toda prisa del Madrid asediado por los rebeldes dejando tras sí palacios, palacetes y lo que en algunos sitios se conoce como pisos tamaño viuda de militar.

A los pocos meses de su llegada a España, el médico que había de morir luego en 1939 mientras ayudaba en China al Ejército de Mao Zedong frente a la invasión japonesa supo de lo que estaba ocurriendo muy lejos de la capital. Exactamente, en la carretera que unía y aún une por la costa Málaga y Almería. Informó incluso de ello a TheNew York Times TheNew York Timescomo demuestra la hemeroteca del rotativo neoyorquino.

Bethune informa a The New York Times sobre La Desbandá

A través de esa ruta, decenas de miles de civiles habían comenzado a huir a pie la noche del 6 de febrero de 1937 de lo que temían fuese una brutal represión del bando fascista. A esa huida se la conoce como La Desbandá. Y sí, el horror que acompañó a los civiles que avanzaban casi a ciegas por aquella carretera fue el anticipo de lo que de inmediato vino de la mano del fiscal Carnicerito de MálagaEse es el sobrenombre asignado ya para siempre a Carlos Arias Navarro, el hombre que 38 años después y como presidente del Gobierno anunció con enorme tristeza la muerte de Franco en televisión. 

Bethune viajó entonces hasta la carretera de Málaga-Almería con su furgoneta medicalizada. Pero decidió que trasladar a huidos resultaba lo más útil. Durante tres días y tres noches recorrió el trayecto de Castell de Ferro (Granada) a Almería. Y viceversa. No pudo acercarse más a Málaga por la proximidad de las tropas de Franco. 

Mientras, y es aquí donde entra en escena Anselmo Antonio Vilar, aviones italianos ametrallaban desde la costa a la multitud desarmada. Sus víctimas: hombres, mujeres, niños, ancianos. Los testigos que sobrevivieron hablaron luego de equipajes despanzurrados sobre la gravilla porque el peso hacía más insoportable una travesía que superaba los 200 kilómetros sin apenas agua ni comida. Hablaron los supervivientes de cadáveres de gente desangrada en las cunetas. Y de trapos en los pies de quienes ni siquiera tenían ya suela en sus zapatos

Desde el mar, navíos de la flota franquista bombardeaban la costa mientras la población seguía avanzando a duras penas hacia Almería. Uno de ellos, el crucero Canarias, crucero Canariasdisparaba capitaneado por el almirante Salvador Moreno, a quien el Ayuntamiento de Pontevedra privó en 2002 de una calle para sorpresa posterior de Mariano Rajoy. En diciembre de 2017, el entonces presidente lo planteó así: "Viví muchos años al lado de la Escuela Naval de Marín, en la calle Salvador Moreno de Pontevedra. Ahora, no se sabe por qué, le han quitado la calle al almirante Salvador Moreno. Pero, en fin, yo le sigo llamando así".  

La foto más conocida de Salvador Moreno lo muestra como un señor calvo con bigote, mirada calma que no apunta al objetivo de la cámara, aspecto de padre de familia de orden a punto de presidir el almuerzo del domingo.

Como dicen los expertos, nadie puede estar en la cabeza de nadie. Ni en la del almirante Salvador Moreno, ni en la de Norman Bethune, que tal vez se preguntaba al volante cuántas vidas salvaría de más si lograba que la furgoneta circulase a mayor velocidad. Ni, por supuesto, nadie puede concluir qué pensaba Anselmo Antonio Vilar García aislado en el faro de Torre del Mar, una pedanía costera de Vélez, capital de la comarca malagueña de la Axarquía.

Casi lo único que ha trascendido es que aquel lucense –"tenía 41 o 42 años, soltero, estaba a punto de jubilarse", apunta por teléfono el periodista Jesús Hurtado– era el último de una saga de fareros inaugurada en la torre malagueña por su padre. Por Internet circula una foto suya, también localizada por Hurtado, donde se le ve con lo que parece un uniforme negro o azul de botonadura dorada. La imagen le presenta como un joven de bigote incipiente y pelo cortado a cepillo que –él sí– mira tranquilo al objetivo mientras reposa el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Debajo, asoma lo que también parece la empuñadura de un sable. En sus manos no hay anillo. Los ojos debían de ser claros.

Y nada más. Porque, como asegura Hurtado, muy poco ha aflorado de su vida. Pero se sabe sobre todo que Anselmo —y nunca salvo milagro averiguaremos si en soledad absoluta— lo comprendió todo desde el lucernario de lo que hasta entonces había sido un panóptico luminoso capaz de evitar naufragios y derrotas náuticas equivocadas. Pero lo comprendió. Desde el faro o desde la casita situada a unos metros y en la que, como cuenta Hurtado, vivía solo. Tras el fusilamiento, sobre el que supervivientes de la guerra y la posguerra hablaron al periodista, nadie halló su cuerpo. Le contaron algunos detalles. Pocos: "Me dijeron que jugaba al ajedrez y me contaron incluso que le gustaba tallar torres y llevar una en el bolsillo". Ningún dato más. 

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Lo único seguro es que Anselmo comprendió que si apagaba el faro encendería la esperanza para muchos. Bombardearlos, dispararles de noche sería imposible. Y lo hizo. Las madrugadas de los días 6 y 7 de febrero de 1937 la oscuridad protegió a los miles de civiles concentrados en la Acequia Bigotona, una zona que las páginas de memoria histórica definen como una explanada fértil y cultivada.

La oscuridad torpedeó así los planes de los aviones italianos enviados por Mussolini. Y quién sabe si también los del crucero Almirante Cervera. Y los del Canarias, es decir, el que comandaba aquel otro gallego cuya desaparición del nomenclátor pontevedrés asombró a Rajoy y al que un fotógrafo inmortalizó como si estuviera a punto de colocarse la servilleta para el almuerzo dominical.

¿Imaginó Anselmo Antonio Vilar García que tras aquellas dos madrugadas ya nunca regresaría la luz para él? ¿Fue consciente de estar firmando su sentencia de muerte? ¿Lloró preguntándose cuántos niños, madres, padres, abuelos sobrevivirían por su sacrificio? ¿Se propuso esconderse antes de que los rebeldes le dieran caza? Nadie estaba en su cabeza, claro que no. Y no hay más datos. Pero todo indica que, como escribe el sudafricano J. M. Coetzee en una de sus novelas, su vida quedó ligada a aquel faro "con remaches a través del corazón". El 10 de febrero de 1937, Anselmo Antonio Vilar García fue fusilado junto a las tapias del cementerio de Vélez Málaga. Y allí, la gente con quien mucho tiempo después habló el periodista Jesús Hurtado se acordaba del farero de Torre del Mar.

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