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'Oppenheimer’: Nolan salva con clase su película sobre la bomba atómica (sin saber señalar Japón en un mapa)

Fotograma de la película 'Oppenheimer'.

Christopher Nolan asegura que no tiene ninguna intención de volver a dirigir una película de superhéroes, pero, en cierto modo, Oppenheimer lo es. La última cinta del director británico —que se estrena esta semana junto a Barbie— abandona los personajes anónimos de Interstellar, Dunkerque o Tenet para diseccionar otra figura convertida en icono. En el fondo, el padre de la bomba atómica y Batman no son tan distintos.

Así lo entiende Nolan. No cuesta mucho imaginar que el cineasta se ve a sí mismo como uno de los espías del inconsciente de Origen, descendiendo desde el plano meramente humano hasta los rincones más recónditos de una psique rota. La de J. Robert Oppenheimer, el físico que lideró el proyecto Manhattan, lo era, y Nolan la escruta con el mismo interés con el que desgajaba las coartadas morales de Bruce Wayne en la trilogía de El caballero oscuro.

El filme se acerca a Oppenheimer (Cillian Murphy) como a un motivo pop, una silueta oronda de la cultura de masas, vaciada de vida propia y rellena de interpretaciones externas sobre el mundo y la historia. Nolan, menos casto que otras veces, despliega su puesta en escena alrededor del jefe del laboratorio nuclear de Los Álamos, cambiando el fasto por la escala, el CGI por el IMAX y el efectismo por la indagación en las causas. No en vano es el biopic de un hombre que certificó cientos de miles de muertes sin apretar un solo gatillo.

La imagen de Oppenheimer como el Prometeo yanqui ya estaba en la biografía en la que se basa la cinta. Desde esa primera analogía prestada, el cineasta construye toda una pila de lecturas alternativas sobre la vida y obra del físico y, además, lo hace sin renunciar al reto visual y sonoro de evocar el atormentado punto de vista del propio Oppenheimer.

A Nolan le interesan la violencia, la guerra, los espectros del siglo XX, la modernidad tecnológica y su corrupción en manos del geopoder, pero también las colillas de Oppenheimer, sus ojeras, su sexo y su empeño en donar dinero al bando republicano durante la Guerra Civil. Gozosamente, esa ambivalencia no da la sensación de querer compensar patosamente el horror posibilitado por el científico neoyorquino con sus penas internas, sino que las unas expliquen lo otro y viceversa.

Apostaría a que Christopher Nolan no sabe señalar Japón en un mapa. Como tantos otros occidentales, el cineasta es incapaz de proponer una forma novedosa de pensar el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki casi cuarenta años después del estreno de Akira. Al menos lo asume para centrarse en la figura de Oppenheimer como fantasma ambiguo de la catástrofe, entre víctima y verdugo. De hecho, la única explosión que aparece en la película es la que importaba realmente al físico: la prueba realizada en el desierto de Nuevo México, que confirmó el éxito técnico de su invención.

Fueron las dos siguientes detonaciones las que dejaron verdaderos boquetes en la historia, pero Nolan prefiere abstenerse de interactuar con un sistema de ideas que no entiende. El cineasta es sabio al limitar su estudio de la bomba y sus estragos a las fronteras de Estados Unidos; si por él fuera, no saldría ni de las lindes de la propia piel de su protagonista.

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Los reveses de este juego ideológico seguro, que hace mucho bien a las sobrecogedoras primeras dos horas de la cinta, empiezan a notarse en cuanto el artefacto explota. Cegado por la efectividad de su propio plan, Nolan acopla al auténtico final de su estudio sobre J. Robert Oppenheimer como destructor de mundos una hora extra que arrebata la perspectiva al densísimo personaje de Murphy para entregarla a un último tramo impersonal y tedioso.

Oppenheimer no se libra de los habituales trucos temporales del cineasta. Esta vez, el juego es parecido al de Dunkerque: la película está contada en líneas paralelas que arrancan desde puntos diferentes del pasado y avanzan a ritmo dispar hasta tocarse. Al girar del poderoso drama interno a la aburrida concatenación de sorpresas narrativas, Oppenheimer se vuelve más plana y fea. El personaje de Robert Downey Jr que impulsa esta última sección, Lewis Strauss, es demasiado patético como antagonista para funcionar como contrapartida de verdadero peso.

La música de un Ludwig Göransson menos moderno que en Tenet y más cómplice con la plantilla de Hans Zimmer no ayuda. Después de sublimar en aquella otra película su devoción por los dispositivos sci-fi hipercomplejos y despilfarradores, Oppenheimer era una oportunidad de oro para que el director demostrara que no es simplemente un nerd obsesionado con los clímax que ha conseguido que Hollywood le pague sus carísimos juguetes. Tampoco es nada que no se esperara cualquiera que tenga tomado el pulso al cine de Nolan y sus manías. Aun así, el británico salva Oppenheimer. Y con clase.

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