Ingresar en la RAE: coplas satíricas de Francisco Rico e impresiones de Javier Cercas
Las inveteradas costumbres de la RAE a menudo dan pie a la chufla y la rechufla, a veces incluso por parte de sus propios protagonistas, los mismísimos académicos. Francisco Rico estuvo especialmente inspirado para dar la bienvenida a José María Merino e Inés Fernández-Ordóñez, allá por el año 2009, con ocasión del almuerzo que celebran los académicos a la semana siguiente del día de Reyes para acoger a los nuevos miembros cuando todavía no lo son de pleno derecho (porque no han pronunciado su discurso de ingreso). La copia furtiva de las coplas llegó a manos de TintaLibre gracias a la generosa gentileza de Pedro Álvarez de Miranda.
Recuerda, Inés, bienquerida,
aviva el seso, Merino,
contemplando
cómo perderéis la vida
cómo os deshará el destino,
en ingresando.
El vulgo, torpe y oscuro
os tratará neciamente
de inmortales,
pero sabed por seguro
y tenedlo bien presente:
no sois tales.
La silla, no lo olvidéis
do pondréis las posaderas
es constante,
mas vosotros duraréis,
cual verduras de las eras,
un instante.
No os lleguéis a confundir,
ni llamaros os dejéis
a engaño,
que aquí solemos morir
a razón de cinco o seis
cada año.
Cuando os toque el turno ya
y, vueltos polvo o cenizas,
estéis fritos,
todo honor fenecerá
y el olvido os hará trizas
los escritos.
¿Qué se hizo de Pemán?
Benavente y Marañón
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de Commelerán?
Laín, Ricardo León,
¿do anduvieron?
Mas dejemos lo pasado,
vengamos a lo reciente,
lo de ayer.
¿Qué fue de Cela, Alvarado,
Buero y Gonzalo Torrente
Ballester?
No olvidéis mi lección, no
ni toméis con malos modos
de ella enojos,
pues a muchos más vi yo
caer y esfumarse todos
con mis ojos.
Mira, Inés, que es ese asiento
mas que sillón traspontín
—tenlo claro—,
y ahí posaron un momento
antes de ti Azorín
y Julio Caro.
Aprende, José María,
que tu sede está en vaivén
inestable:
don Rafael la tuvo un día
y al otro Claudio Guillén,
admirable.
Dejaos de zarandajas,
Glorias e inmortalidades:
de eso nada.
Todo es agua de borrajas,
vanidad de vanidades.
¡qué putada!
Ni me llaméis agorero
por poneros a la vista
mis barruntos,
porque yo seré el primero
en la académica lista
de difuntos.
Y si mi sabio sermón
os pincha, chincha, chirría
o hace roncha,
cursad la reclamación
al señor Víctor García
de la Concha.
Francisco Rico… Manrique
Ingresar en la Real Academia del Siglo XXI. A Javier Cercas le espera exactamente el mismo rito de ingreso en la RAE como miembro electo desde el pasado mes de junio, y seguidamente va un adelanto de sus impresiones, aún lejos del día de Reyes de 2025 y del almuerzo del famoso y reputado Cocido de la Casa.
Javier Cercas
1
A finales de abril de este año recibí una llamada telefónica de Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia. Por entonces, que yo recuerde, sólo habíamos hablado en una ocasión, cuando un jurado presidido por él mismo e integrado por varios directores de periódicos españoles -entre ellos Javier Moreno, en aquel momento responsable de El País- me concedió el premio de periodismo Mariano de Cavia. “Javier, quiero que seas el próximo miembro de la RAE”, me soltó a quemarropa el director. “El sillón R está vacante desde que falleció Javier Marías, y me gustaría que fueras tú quien lo ocupase”.
Me quedé perplejo: jamás se me había pasado por la cabeza la idea de ser académico, y, cuando algún miembro de la RAE me había planteado la posibilidad de serlo, respondí practicando lo mejor que supe el arte difícil de hacerse el sueco. Así que le di las gracias de todo corazón a Muñoz Machado y le dije la verdad: que, aunque ingresar en la Academia constituía un reconocimiento extraordinario para cualquiera, empezando por mí, nunca había entrado en mis planes, le confesé que no me consideraba la persona adecuada para sustituir a Marías, que yo vivía en un pueblito perdido del Ampurdán, o entre un pueblito perdido del Ampurdán y Barcelona, muy lejos en todo caso de Madrid, y que encima viajaba demasiado, lo que hacía muy difícil que pudiera asistir a las sesiones semanales de la Academia, le recordé que en España hay grandes escritores que acumulan méritos más que suficientes para ser miembros de la RAE y que quizá aspiran a serlo o que como mínimo estarían encantados de serlo, le aseguré que yo no quería quitarle el sitio a nadie ni tenía la más mínima intención de competir con nadie, porque una de las cosas que aprendí de adolescente, mientras competía sin cuartel en las pistas de tenis, fue que es absurdo competir lejos de ellas (a menos que se trate de competir con uno mismo, claro está). Eso es más o menos lo que dije.
Muñoz Machado me escuchó con paciencia y, cuando acabé de hablar, empezó a desmontar una por una todas mis aprensiones. Durante los minutos que siguieron me acordé sucesivamente de Gustave Flaubert, de Groucho Marx y de François de La Rochefocauld. Me acordé de Flaubert porque, en la entrada dedicada a la Academie Française de su Diccionario de lugares comunes, se lee: “Denigrarla, pero, si se puede, tratar de formar parte de ella”. Me acordé de Groucho porque en una ocasión declaró, famosamente: “Jamás pertenecería a un club que me aceptase como miembro”; pero también me acordé de que, según Arthur Marx, hijo del cómico, esa joya del ingenio marxista no era lo que siempre nos había parecido a los marxistas de estricta observancia, sino sólo el instrumento expeditivo del que su padre se valió para darse de baja de uno de los dos clubes de tenis de Los Ángeles a los que pertenecía (muy sensatamente, no quería seguir pagando las cuotas de los dos): el Hillcrest Country Club. “Quiero que seas miembro de la Academia”, repitió al teléfono Muñoz Machado, tras haber pulverizado todas mis prevenciones. “Y creo que a mis compañeros académicos también les gustará”. Fue entonces cuando me acordé de La Rochefocauld, que escribió: “Quien rechaza un elogio es porque quiere dos”. Soy orgulloso, tal vez incluso soberbio, pero no lo suficiente como para rechazar el honor de ser miembro de la RAE. Todo tiene un límite.
2
Circulan leyendas sin cuento sobre el procedimiento de ingreso en la Real Academia: leyendas de oscuras compraventas de favores, de aspirantes obligados a implorar los votos de los académicos casa por casa, de rodillas y sollozando, leyendas de vastas conspiraciones chestertonianas, de dilatados odios borgianos, de insondables humillaciones dostoievskianas; lamento tener que desmentirlas todas: al menos en mi caso, la realidad es de un prosaísmo feliz, de una sencillez desconcertante. Una vez aceptada la propuesta de Muñoz Machado, una tríada preceptiva de académicos de número se ofreció a patrocinar mi candidatura -Mario Vargas Llosa, Pedro Álvarez de Miranda y Clara Sánchez-, y mi única aportación al proceso consistió en mandar a todos sus colegas, por correo ordinario, un sobre que contenía un librito -El punto ciego-, un currículum vitae y una carta donde empezaba reconociendo que nunca pensé que aspiraría a una plaza en la Real Academia y donde terminaba expresando mi deseo de ocuparla y solicitando la confianza de los académicos para hacerlo. Lo que ocurrió a continuación es de nuevo demoledor para todas las intrincadas leyendas conspiranoicas o espeluznantes que corren sobre el acceso a la RAE: empecé a recibir llamadas telefónicas, correos electrónicos y tarjetas o cartas manuscritas donde algunos académicos a quienes conocía personalmente -poquísimos- y otros a quienes no conocía salvo a través de sus obras -la inmensa mayoría- me daban la enhorabuena o la bienvenida por adelantado, me ilustraban sobre pormenores del funcionamiento de la casa o me anunciaban que me votarían o que reflexionarían con el máximo cuidado acerca de la posibilidad de hacerlo. Esto, por lo que se refiere a las compraventas, los viacrucis, las conspiraciones, las humillaciones y los odios legendarios. En cuanto a lo demás, el día 29 de mayo se cerró el plazo para la presentación de candidaturas al sillón R, que se había abierto un mes antes, el día 6 Clara Sánchez tuvo la amabilidad de leer en el pleno de la Academia el elogio obligado del único candidato a ocuparlo y el 13 fui elegido en primera votación por mayoría absoluta. Dicho todo esto, mentiría si añadiera siguiendo el protocolo que no tengo palabras para agradecer la generosidad desorbitada que los académicos me han demostrado: como dijo el profesor Rico el día de su ingreso en la Academia, tengo todas las palabras del diccionario de la Real Academia.
3
He aquí una de las realidades que ocultan las leyendas de la Academia: la Real Academia es un servicio público. Cierto: la RAE es una institución dotada de personalidad jurídica propia y de una fundación que la financia; pero también es cierto que los Presupuestos Generales del Estado establecen una asignación anual para ella y que a lo largo de los años ha recibido numerosas subvenciones públicas; por lo demás, la vacante de mi plaza de académico se publicó en el BOE. En otras palabras, los propietarios de la RAE no son los académicos de la RAE: somos todos los españoles. La RAE es un organismo semipúblico encargado de preservar, en las mejores condiciones posibles, el bien común más importante que poseemos no sólo los españoles, sino los casi seiscientos millones de hispanohablantes: nuestra lengua. Y yo entiendo que mis compañeros académicos imaginaron que, después de haberme pasado la vida pensando en las palabras, jugando con ellas, peleando a brazo partido con ellas, disfrutando de ellas y haciendo en definitiva lo que más me ha gustado, que es leer y escribir, podría añadir mi proverbial granito de arena a esa tarea ingente (y añadirlo gratis et amore, dicho sea entre paréntesis: los académicos no tienen sueldo, ni despacho, ni secretaria, ni nada de nada, salvo dietas por desplazamiento).
Es una imaginación temeraria, desde luego; pero, como se sabe, en los sillones de la RAE se sientan los mejores lingüistas, los mejores filólogos, los mejores escritores -además de los mejores juristas, científicos o historiadores-, de manera que podemos respirar tranquilos: ni siquiera la presencia en esa casa de un individuo como yo pondrá en riesgo la solvencia contrastada de su trabajo, ni su reputación secular. Esto no es un intento de halagar a mis flamantes colegas: es un hecho. Hasta donde alcanzo, no existe en los países de nuestro entorno ninguna institución comparable a la RAE, es decir, ningún organismo -ni público ni semipúblico ni privado- que posea el arraigo, el prestigio y la relevancia social que posee en España la Academia: los hablantes del francés, por poner un ejemplo, no frecuentan demasiado el diccionario de la Académie Française -mucho más a menudo acuden al Robert y el Larousse, por ese orden-, mientras que el diccionario de la RAE es, desde hace muchísimo tiempo y con muchísima diferencia, el más consultado por los hablantes del español; y basta que la RAE se pronuncie sobre cualquier asunto lingüístico, controvertido o no -la palabra del año, el lenguaje inclusivo, la tilde de “sólo”-, para que el país entero se enzarce en discusiones incandescentes a favor o en contra del veredicto de los académicos. Como debe ser.
Así que, además de un honor, la pertenencia a la Real Academia representa un compromiso. Hasta el punto de que, sobre todo si uno se recuerda a sí mismo demasiado a menudo los nombres de determinados académicos de los tres últimos siglos, en un mal momento puede dejarse derrotar por una especie de vértigo histórico y, aplastado por la responsabilidad, sentir la tentación de no escribir, como ha hecho siempre, “lo que pasa en la calle”, sino “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. Por fortuna, sólo será un momento: al momento siguiente, uno recordará al académico que se reía de quienes piensan que escribir bien es escribir lo segundo y no lo primero, y acto seguido se olvidará del honor y la responsabilidad, se le pasarán para siempre todas las tonterías y volverá a escribir “lo que pasa en la calle”, que es lo que hay escribir. El académico, sobra decirlo, se llamaba Antonio Machado.
*Javier Cercas es escritor y miembro electo de la RAE desde el 13 de junio de 2024.