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Los libros

Irene Solà: voces en la montaña

Portada de Canto yo y la montaña baila, de Irene Solà.

Canto jo i la muntanya balla / Canto yo y la montaña baila

Irene Solà

Traducción de Concha Cardeñoso

Anagrama

Barcelona

2019

Lo universal es lo local sin fronteras.

Miguel Torga

Esta novela obtuvo el Premio Llibres Anagrama 2019, destinado a obras en catalán, y acaba de recibir el European Union Prize for Literature para voces nuevas, que se concede por países, entre ellos España, en sus cuatro lenguas oficiales. Se otorga desde el 2009 y en las convocatorias anteriores lo habían ganado Raquel Martínez-Gómez, por la novela Sombras de unicornio (Algaida, 2007); Cristian Crusat, con su libro de cuentos Breve teoría del viaje y el desierto (Pre-textos, 2011) y Jesús Carrasco, con su novela Intemperie (Seix Barral, 2013), la que más éxito alcanzó en España de todas ellas. Es, por tanto, el primer libro en lengua catalana que lo obtiene. Martínez-Gómez y Solà comparten, además, el haber estudiado en la Universidad de Sussex, en el Reino Unido, y Carrasco y Solà, el ocuparse del mundo rural.

Irene Solà tiene 30 años y aunque haya nacido en Malla, un pequeño pueblo cerca de Vic, ha estudiado en Barcelona, Islandia, donde hizo un Erasmus, e Inglaterra, país en el que ha cursado un máster sobre arte y literatura. Hasta ahora había publicado un libro de poemas y una novela, que siento no conocer. El título de su nueva obra proviene del último verso del "Poema para mí, Hilari", uno de los protagonistas, el cual remeda el "Canto a mí mismo", de Walt Whitman.

En el título se anuncia que, a diferencia de lo que creyeron los románticos sobre la imposibilidad del decir, el lenguaje todo lo puede, pues, con el canto, con la literatura, podemos llegar a mover montañas. La cita inicial es del escritor islandés Halldór Laxness, poco conocido en España a pesar de haber sido premio Nobel en 1955 y que uno de sus libros, La base atómica (1948), se encuentre en el prestigioso catálogo de Cátedra, o que otro de ellos, Gente independiente (1934), de donde procede la cita que anticipa el tono y la atmósfera de nuestra novela, lo haya publicado Turner. Con todo, no está de más recordar que en la segunda mitad del siglo XX a Laxness lo editó en España Aguilar, Destino y Plaza & Janés, y que su novela Paraíso reclamado (1960) fue acogida en dos colecciones populares: la Biblioteca General Salvat y Los premios Nobel de Orbis.

Canto yo y la montaña baila, de hermoso título, aparece dividida en cuatro partes: la primera y la última se componen de cuatro capítulos, respectivamente, mientras que las dos restantes tienen cinco cada una. En la versión original, el último capítulo de la segunda parte aparece escrito en castellano, la lengua de Eva, el personaje que allí habla, y sus páginas se inspiran en una célebre foto de la guerra, en la que luego nos detendremos. Estamos ante una narración coral en la que cada capítulo es contado por una voz distinta, una novela polifónica como lo era La caída de Madrid (2000), de Rafael Chirbes, por solo citar otro relato que se vale de esa técnica.

El caso es que la autora le proporciona voz a todos los seres que pueblan las montañas, sean humanos (Sió, Agustí, un innominado excursionista, Hilari, Eva, Neus, Oriol, Cristina, Jaume y Mia), elementos de la naturaleza (las nubes, como hizo Aristófanes, una seta, las montañas, un corzo, una perra o un oso) o —digamos— seres mitológicos (brujas y mujeres de agua o encantadas, una de las segundas nos cuenta que en la tercera parte, el nacimiento de Bruna, la hija de Blanca, a quien llaman ternerín).

Entre las personas, la naturaleza y los animales se producen choques violentos. Así, por ejemplo, Jaume, de la familia de los gigantes, cuyo padre es medio hombre y medio gigante, mientras que su madre es giganta y mujer de agua, causa dos muertes sin querer, por puro azar, aunque el accidente de caza nos llegue a través del relato del corzo. Este animal reaparece a lo largo de la novela en varios momentos importantes, bien se trate del mismo, bien de un corzo diferente en las distintas ocasiones. La perspectiva de las nubes al narrar es cenital, mientras que la seta utiliza el contrapicado, como la misma autora ha comentado en la entrevista que le hizo Gemma Marchena (Última hora, 22/XI/2019). Todas esas voces se valen de diversos registros del catalán, algo que solo puede apreciarse en la versión original.

Siendo una narración coral, la familia de Domènec, el campesino poeta (su mujer Sió aparece como una madre coraje, con sus hijos Hilari y Mia, el abuelo Ton, la casa de Matavaques y la perra Lluna) que carga con dos muertes trágicas, ambas producto del azar, asume un protagonismo mayor, pues su presencia se extiende a lo largo de la obra hasta formar parte importante de su esqueleto, ya que empieza la narración con la muerte del padre de la familia y acaba con el reencuentro de Mia con Jaume, su antiguo amor, responsable de la muerte de su hermano. Creo que en lo dicho hasta ahora aparecen ya los temas del libro: los ciclos de la vida, la amistad y el amor, el rencor y el odio, la soledad, el protagonismo de la naturaleza y de los animales que pueblan el bosque, de los fantasmas que rondan a los personajes, el peso de la Historia y los viejos relatos orales que han perdurado; la vida y la muerte, en suma. Pero, en lo que respecta a esta última, es Sió quien la padece más, pues su madre falleció al nacer ella; a su marido lo partió un rayo; en la noche en que se puso de parto de Mia, su padre y su tía Carme murieron axfisiados por el tufo del brasero; y su hijo murió en un accidente de caza.

No menos importante resulta el espacio en que transcurre la acción, el valle de Camprodón, con los Pirineos y la frontera francesa a mano. Y, sin embargo, no sabemos cómo se llama el pequeño pueblo de 200 vecinos, junto al río Ritort, donde habitan los personajes principales, pero sí el nombre de sus masías y el lugar que estas ocupan en el pueblo, de abajo arriba: Can Grill (pertenece a Oriol y su madre), Matavaques, Cam Prim (donde viven Agustí y Neus con sus hijas Cristina y Carla), la casa de Rei y encima de todas ellas, el pueblo propiamente dicho.

La familia Gracia Bamala en Prats de Molló, frontera francesa con España, en invierno de 1939. La imagen fue publicada por primera vez en la revista L'Illustration en febrero de ese año.

De igual modo pesan los ecos de la Guerra Civil, de la desbandada de los republicanos en su camino hacia el exilio, con los objetos y armas que tuvieron que abandonar, pero también el hartazgo que entre algunos personajes pruducen los recuerdos de la contienda, como ocurre en el caso de Cristina: "La Guerra Civil, qué aburrimiento" (p. 151). En un capítulo memorable, inspirado en la célebre foto de la familia Gracia Bamala (en la que se ve al padre, la niña y los dos hijos), aparece la guerra vista a través de los ojos de Eva, Palomita, a quien Hilari le dedica uno de sus poemas. Sabemos que, en realidad, la chica se llamaba Alicia, tenía 6 años y había perdido una pierna en el bombardeo de la aviación italiana sobre Monzón, donde murió su madre, mientras que uno de sus hermanos, Amadeo, perdió parte de una pierna.

Aparecen, además, varias reflexiones sobre la memoria, sobre los recuerdos: así, en este sentido, Sió nos previene contra las trampas de la memoria y confiesa que Domènec, su marido, "no me quería lo suficiente, como todos los hombres, que nunca quieren lo suficiente"; Neus comenta lo que le dijo su marido cuando Sió empezó a perder el juicio: "a veces, para sobrevivir, hay que echar tierra a los recuerdos, pero que el que ha sufrido mucho siembre echa demasiada tierra"; y, por último, Núria desea que Jaume, con quien trabaja en un bar, le cuente más secretos, pero este, tras varias confesiones, piensa que "no conviene abrir la puerta de los recuerdos, no trae nada bueno" (pp. 34, 123, 124 y 168).

El capítulo segundo aparece narrado por una bruja, quien nos habla entre risas de sus amigas, de los aquelarres y de las historias que cuentan y en las que ellas mismas aparecen como personajes, según ocurre en las aventis de Juan Marsé. En él se incluyen, además, dos relatos intercalados que nos refiere la bruja Eulàlia: la historia de las princesas cristianas que huyeron a caballo con sus enamorados moros para acabar congelados y convertidos en las montañas que se observan al fondo, junto con la historia de la encantada que, estando presa, logró fugarse, dejándolos sin saber para qué sirve la raíz de la acedera. De la alusión a un mantel blanco al final de ese capítulo surge el siguiente, dándole título y desentrañando los avatares de su historia. El titulado "Las trompetas" podría leerse como un poema en prosa. El séptimo capítulo posee la particularidad de representar la mirada de alguien ajeno al territorio, de un excursionista procedente de Barcelona que cae en casi todos los tópicos posibles y parece apreciar solo lo que le resulta exótico. Y en el noveno, que narra Eva, esta se hermana con Hilari, pues no en vano ambos aparecen como víctimas.

Ya en la tercera parte de la obra, Neus, a petición de Mia, consigue que el fantasma o espíritu que habita en Matavaques abandone la casa, pero además narra el cuento de la Reina de las Nieves, que podría leerse como un microrrelato intercalado. Al final, se alude a "un joven de pelo oscuro con un bastón", quien tomará la voz más adelante, en "El miedo". La primera y la última página del capítulo (pp. 125 y 135), narrado por Oriol, cuyo "accidente" se cuenta, están llenas de juegos con el lenguaje, de repeticiones y de variaciones de palabras y de los tiempos verbales. Pero, además, se inicia la historia del –digamos— triángulo amoroso que ocupa una parte importante del tramo final de la novela, de las relaciones de Mia con Oriol y Jaume, dos "hombres rotos". Más adelante, el primero se transforma en el segundo ante los ojos de Mia. Mientras que por la perra Lluna conoceremos la intimidad amorosa de Mia y Oriol, los olores que desprenden sus cuerpos.

Cristina nos cuenta la fiesta del oso y sus relaciones con Alícia, su pareja, y con Mia, además de su voyeurismo juvenil, en la cuarta parte. En los dos últimos capítulos de la novela, narrados por Jaume y Mia, respectivamente, en cierta forma se hace balance, se redondea la historia de la familia de Domènec, con el reencuentro final de ambos personajes, en busca –se dice— de su identidad. Antes, conocemos a los clientes del bar donde Jaume trabaja, completando así ese microcosmos, el espacio en que se desarrolla la narración. Y se intercalan tres nuevas historias, hasta componer un total de seis en el conjunto de la novela: la del herrero mendigo, trotamundos, quien resultó ser Nuestro Señor Cristo y convirtió al herrero del pueblo en un oso; la del origen de Jaume, un muñeco de nieve que acabó siendo un niño; y la del fantasma que le dio por apagar las luces de Matavaques.

Habría que destacar, asimismo, el autorretrato de Sió, los retratos del abuelo Ton y de Rei, quizá sea este último el personaje más antipático del libro, junto al bisabuelo de Neus y a Moi, a quien Jaume está a punto de matar, en el episodio más violento de la novela. A ninguno de estos tres seres poco dados al afecto les cede la voz. Destaca el tono reivindicativo, crítico, de algunos personajes femeninos, tales como Cristina; o de un animal, como el oso. Y debe resaltarse también la presencia de la risa en las brujas y los duendecillos del bosque, del humor a lo largo de todo el libro (lo he apreciado en las pp. 16, 19, 21, 22, 51, 150, 166 y 178).

En la novela desempeñan un papel importante los relatos orales, las leyendas y tradiciones, protagonizadas por brujas o por las mujeres del agua (pp. 24, 37, 165 y 180), que son como las janas leonesas que encontramos en la narrativa de José María Merino, y la fiesta del oso en Prats de Molló, que cuenta Cristina; aparte de la presencia y las voces de los muertos. La autora ha querido sumarse a una tradición de la literatura catalana, de la que se siente continuadora: desde el Canigó, de Verdaguer, libro que Sió guardaba en la cómoda, hasta las obras más recientes de Pep Coll (Muntanyes maleïdes, 1993) y Joan-Lluís Lluís (El dia de l'ós, 2004), aunque también confiesa haberse documentado en los estudios de Pau Castell Granados y Jaume Crosas sobre las persecuciones de brujas en los siglos XV y XVII.

Se trata de una novela que pone de manifiesto la relación que mantienen las historias y el territorio, si bien es a través del lenguaje, de las variaciones y juegos de palabras que despliega (pp. 13, 19, 39, 71, 125, 139, 164, 186 y 188) y, en menor medida, de lo visual, cómo nos empapamos de una realidad compleja (véase, al respecto, el comienzo de la tercera parte, narrado por la tierra, en que imágenes y texto se complementan), al mismo tiempo que subraya lo mágico y legendario que tiene la vida, sus misterios y enigmas. La cubierta de las dos ediciones de la novela, la catalana y la castellana, algo distintas, anticipan la lucha por la existencia de unos animales con aire de prehistóricos, entre la nieve, el incipiente bosque y las montañas nevadas.

La traducción suena bien y, en general, resulta muy correcta, pero se cuela algún catalanismo (parar quietos, en vez de estarse quietos, p. 36; amorrarse, por acercarse, pp. 37 y 115; muy poco a poco, en lugar de muy despacio (p. 177); e incluso a veces se complica la vida al cambiar de registro y ante una frase como: vine, que arrencarem les males herbes (p. 179), que se traduciría por: ven, que arrancaremos las malas hierbas, opta por: ven, vamos a escardar [las malas hierbas] (p. 181). En otro caso, resulta justificado para mantener la rima que se pretende, como ocurre cuando traduce: Hi havia una vegada un ferrer rabiüt, pelut, forçut ..., por Había una vez un herrero geniudo, peludo, forzudo... (p. 164), donde geniudo viene del catalán geniut (con mucho genio), que si bien no está en el original, cumple su función. No es un libro fácil de traducir y el hecho de que Concha Cardeñoso haya buscado soluciones para mantener el ritmo, tan marcado a veces, es una muestra del trabajo bien hecho, pues la prosa suena al igual que un original.

El amor verdadero

El amor verdadero

No debería leerse esta novela como si se tratara de un drama neorrural ni como literatura ecologista, modas del día con fecha de caducidad, pues estamos ante una narración excelente que va más allá de ocasionales etiquetas, de esas que –al igual que Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepulveda— atesoran un no sé qué, unas historias, una prosa y unas existencias entrelazadas que no se olvidan y, por ello, me parece que seguirá leyéndose siempre.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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