Los libros

'Las luces interiores': El instante

Portada de la segunda edición de Las luces interiores, de Karmelo C. Iribarren.

Mónica Vidiella

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Portada de la segunda edición de Las luces interiores, de Karmelo C. Iribarren.

Karmelo Iribarren (San Sebastián, 1959) observa. Detiene el instante y observa. Y es a la luz de su mirada, inteligente y honesta, que nos adentramos en ese instante y la vida se adueña de nosotros.  No en vano, la cita de Manuel Machado “Lo precioso/ es el instante/ que se va” es el umbral que nos interna en Las luces interiores, en la segunda edición corregida y ampliada, del poemario del donostiarra que acaba de publicar Renacimiento.

La luces interiores le permiten al poeta contemplar la vida y contemplarse a través de ella, y considerarla y considerarse y ofrecernos, a nosotros lectores, la posibilidad de celebrar con él esa vida, que, aunando dureza y ternura, como sus poemas,  a veces, hace que nos preguntemos “dónde se habrá metido”, una vida que es “puta y “ tiene pocas posibilidades” y, sin embargo, otras “poco a poco va volviendo” al calor de una barra de bar y "una cerveza muy fría", y “hace que algunas cosas sean escasas a propósito. Para que nos levantemos cada día a buscar más.” Porque son esas luces interiores, que se apagan y se encienden en todo aquello que nos salva de la intemperie, las que nos permiten decirnos, junto al poeta que “es el mundo (...) y es un lugar maravilloso.”

Los versos de Iribarren, despojados de cualquier elemento sobrante que puedan empañar la diafanidad con la que la vida debe ser percibida, nos alcanzan y nos posibilitan ver la cotidianidad bajo otra luz, la luz que desprenden las cosas que merecen la pena. Los poemas de Las luces interiores —y los de toda su obra poética: La condición urbana (1995), Serie B (1998), Desde el fondo de la barra (1999), La frontera y otros poemas (2000-2005), Ola de frío (2007), Atravesando la noche (2009) y Otra ciudad, otra vida (2011), recogidos en ediciones de su obra completa Seguro que esta historia te suena (2012) o en antologías como La ciudad (2002) o Pequeños incidentes (2017), que acaba de publicar Visor—, toman un tono de conversación casi coloquial. Nos llegan a través de un trato directo y próximo que esconde la dificultad que entraña desnudar el poema hasta dejar solo sus elementos principales, las palabras justas que nos inviten a participar del acto subversivo que para Iribarren debe ser la poesía. Y el poeta donostiarra sabe que, para ello, es necesario recordar, como dijo Eliot, que “la poesía no puede darse el lujo de perder su contacto con el cambiante lenguaje de la comunicación común y corriente”.

Sin métrica definida, los versos, que presentan una rima asonante interna apenas perceptible, a golpe de encabalgamiento consiguen un ritmo muy personal que nos recorre, que consigue aproximar el hallazgo poético al lenguaje conversacional y apelar a nuestras emociones, como una puerta entreabierta con la que “hay que tener mucho cuidado/ suelen ponerse irresistibles”.

En Las luces interiores, los poemas, enmarcados en esa austeridad formal, en ese minimalismo alejado de cualquier retórica, nos presentan un yo poético que nos habla en primera persona y, contemplando la vida que discurre a su alrededor, como un renovado flâneur, nos invita a vaciarnos y a reflexionar sobre la trascendencia de lo común. En la poética de Iribarren, los grandes temas —el amor, el paso del tiempo, la nostalgia o el deseo— se desvinculan de las metáforas y se aferran a lo cotidiano. “No somos más/ que el tiempo que nos queda/ caminando hacia el olvido que seremos. (...) El resto literatura./ Lo mejor/ es no pensarlo mucho:/ seguir andando,/ tomar cafés, enamorarse,/ ver la lluvia...”

En este libro, las composiciones tienen un tono elegíaco más marcado que en el resto de la obra poética de Iribarren, y esas miradas que pueblan el poemario —tras las ventanas de una casa o emergiendo, desdobladas, en las ventanillas de un tren, desde el fondo de un bar, o en la soledad de una ciudad un domingo, que dan un brillo juvenil en algunas mujeres cuando recuerdan que donde terminan empieza el frío—, en las que uno puede asomarse y ver el mundo, sienten el peso de los años y se saben imprescindibles para crear “esa ilusión que llamamos experiencia,/ y que sólo nos sirve,/ en ocasiones/para disimular apenas/ tanta nostalgia de la vida”.

El instante en los poemas de Karmelo Iribarren se detiene y nos detiene, y nos sucede  como con la mujer de “En el último bar”, que se queda. “Y que pasó/ entonces./ Pasó una mujer./Pero qué pasó./ Que era/ de las que nunca/ terminan de pasar.”

*Mònica Vidiella es profesora de Literatura. Mònica Vidiella

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