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En un no-lugar del Oeste

Abel - Alessandro Baricco

Editorial Anagrama (2024)

Un sin lugar singular… Lo Intacto, deshollado, casi nadie ha pisado, casi ninguno ha pasado, un hechizo de terreno abonable después de colonizarlo. Tierra a la vista. La familia Crow presencia el hallazgo: los padres y seis hijos, el mayor Abel, se adentran en esa región sin límites, sin mojones que la demarquen ni señales que la designen. John John, que encabeza el clan, "estaba viendo un proyecto donde aún solo había ausencia, una utilidad donde todo carecía de propósito, su propia fortuna donde no había más que hierba". Un explorador de lo inexplotado. El Oeste y, en su extremo más occidental, el océano, donde el continente estanca su avance. Alessandro Baricco ha elegido un dónde recio y un cuándo blando, porque el tiempo solo cuenta para remarcar las fases iniciáticas del protagonista y narrador de su destino.   

Un instante fronterizo en el día del descubrimiento. Un zumbido: bang. Por nada, apenas por un sin más, el padre apretó el gatillo sin tino contra su hijo David. Erró con el hierro y el plomo, pero enseñó a Abel la ejecución de un balazo, el oficio de herir y matar. "El alma percibe el momento en que el hombre al que disparas se alinea sin imprecisiones con el cañón de tu arma… un aliento fugaz, o un lazo invisible tendido entre tu corazón y el suyo". La geometría de un disparo en un segundo: el primogénito tenía quince años y noventa y siete días. En aquella llanura, aún yerma y muda, afloró su sino de pistolero. "Era el puro amanecer de un mundo. Todo lo demás sucedería después".

La paulatina invasión del Oeste descubrió que no lo dimensionaban solo la anchura y la soledad. Lo Intacto no era ni vergel ni virginal. Varios pueblos sin poblados lo habitaban dispersos, más nómadas que sedentarios. No habían inscrito parcelas de un ámbito inabarcable en ningún registro de la propiedad. "No había léxico en el mundo que nos rodeaba, y la gramática de la tierra tenía reglas completamente suyas". Desconocían la fórmula de alambrarlo en porciones privadas. Se organizaban y resguardaban en tribus. Baricco/Abel identifica tres etnias: absaroka, makah y nootka. "Ni siquiera se nos pasaba por la cabeza que fueran humanos". Recién llegados, los Crow, que trabajaban "como animales" para sobrevivir, no atribuyeron rango de personas a quienes les precedieron en la llegada con una antelación sin fecha. El desdén atrajo la pena. Los absarokas degollaron al padre, "diría que con hastío". Una muerte porque sí, sin causa específica. Sí la hubo en la matanza de nootkas, indígenas cazadores de cetáceos, que un día viajaron de la costa a una localidad minera del interior. Aunque desarmados y silenciosos, infundieron miedo, abrumaron. Los trabajadores de los yacimientos consideraron la presencia callada de los balleneros una provocación suficiente para balearlos. "Morían sin una queja". Hasta que asomó la primera mujer nootka en el pueblo extractor. Lucía una larga cabellera gris, "sujeta con una cinta de piel humana". Impávida, suscitó el pavor y el abandono de las minas y las casas. Todo se desmoronó, acabó en polvo, quedó en nada.

Un semillero de puntos y aparte. La muerte del padre atropelló el crecimiento natural de Abel. Devoró etapas "en las grandes soledades donde primero fui un niño, luego un hombre a los once años y al final un anciano a los diecinueve". Galopa hacia su destino. Viejo prematuro antes de la veintena, se convierte en "el mejor pistolero del Oeste". Mata en los lugares comunes del género: a las puertas de un banco recién atracado; en un salón donde estallan los excesos de bebida, carne y azar; en una calle donde las diferencias se baten en duelos sin padrinos; en las madrigueras de los forajidos al final de su huida. Dispara por la ley -ayuda al sheriff, será sheriff- o porque siente "una vibración". Impelido por el ímpetu.

O por el espíritu. Filósofo antes que escritor, Baricco zurce un wéstern desde las ideas, cosidas con munición. Abel conoce a un chico, el Maestro, a quien unos piratas arrancaron la mirada y le vaciaron la capacidad de leer. El tirador guía al ciego por los pensamientos de Platón, san Anselmo, Spinoza y, sobre todo, de Hume, el empírico del antes que ocasiona -o no- un después. Los conceptos proyectan la reflexión entre los proyectiles. "No hay nadie que conozca el miedo como los pistoleros que no tienen miedo". Tras matar, no habla, no duerme. Piensa en su víctima como parte de sí mismo: "una única curvatura del mundo". Dibuja el tiro perfecto, el Místico. Dos pistolas para un disparo dual para doblar la muerte. Bang-bang, a la par. Con la izquierda, ataca al delincuente de la derecha; desde la derecha, al bandido de la izquierda. Balas cruzadas para clavar su carrera de justiciero. Enfunda las pistolas, entrega su estrella de sheriff. "No volveré a disparar nunca más y nada podría cambiar este destino mío". A sus veintisiete años, nace la leyenda del Abel no bíblico, sin Caín.                                                                           

Los puntos suspensivos de una postal

La llamada de la sangre, la propia, gastará, sin embargo, los siete cartuchos que le quedan en la recámara. Gira el tambor del arma, gira la rueda del alma. La voltean las mujeres de este wéstern femenino con un hombre en primer plano. La única hija de los Crow, Lilith, embebida por "el arte espinoso de ver el futuro", convence a sus cuatro hermanos vivos -un pastor religioso, un propietario de minas, un cartero loco y el ex pistolero- para rescatar a su madre del patíbulo. Un juez la ha condenado a la horca por robar un caballo para preñar dos yeguas suyas. De nada le sirvió devolver el semental a esta mujer que cometió incesto con sus vástagos para caldearlos durante la gran helada. Los dejó solos con el deshielo. "Quizá no haya nada como la cara de tu madre cuando ya no es tu madre desde hace mucho tiempo". También pasa "por mi vida, sin detenerse", Hallelujah, la única mujer "que he amado". Una relación de venir, estar poco y marchar, con esta joven "infinita", blanca, que vivió tres años entre los indios dakotas. La única que le apuntó: "Disparar es una condena". 

El sur en el mapa, un lugar al otro lado de la línea transparente trazada en esta novela. De marchas y retornos por baldíos sin cercar. Como en las películas de John Ford, Sergio Leone o Fred Zinnemann. Y en quienes encarnaron sus personajes, Clint Eastwood, John Wayne o Gary Cooper. "Siempre he sabido que la frontera es lábil", constata Abel cuando escoge México como refugio. Hacia allí pretende deslizar su "vida al revés". Al margen de la norma como si lo hubiera presentido en la primera conversación con Hallelujah, cuando le interpeló: "¿Hay un lado justo?". Abel: "El de la ley". Hallelujah: "Ah, ese". Más indiferencia que desprecio. La escapada hacia abajo simboliza también la última parada, la estación de Solo ante el peligro. Tictac. Después de tanta aritmética del fin, se sienta en una silla de montar. Una alegoría de la rendición de cuentas. Purgará las heridas miguelhernandianas: "la del amor, la de la muerte, la de la vida". El huevo, la larva y el gusano. Los hilos de Seda encapsulan la violencia de Abel. Inerme, las ideas son sus armas.

* Prudencio Medel es periodista.

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