Los pares sueltos de Amor Towles
Mesa para dos
Amor Towles
Editorial Salamandra (2024)
Evelyn Ross no regresó a la casa paterna hace trece años, cuando, en Normas de cortesía, Amor Towles la sentó en un tren con destino a Chicago. A punto de apearse, impulsiva, prolongó su viaje hasta Los Ángeles. Cambió de estación término, alteró su designio: Eve in Hollywood. Había “huido de los chismorreos de Manhattan después de romperse repentinamente su compromiso con un banquero de sangre azul”. Los añicos de una pareja. Adiós a Tinker Grey y, también, a la amiga narradora, Katy Kontent. Le quedan esquirlas de aquella fascinación fatua y el rastro del grave accidente en coche. Una leve cojera y la cicatriz “que partía de lo alto del pómulo y llegaba hasta la barbilla”. Mantiene el magnetismo de “las rubias primitivas que parten de los maizales” del Medio Oeste norteamericano. 1939. “Los años treinta… Qué década tan penosa”, apostilló el escritor en su primer libro. Aún no ha comenzado la Segunda Guerra Mundial. Sí han eclosionado las estrellas, nada fugaces, de imágenes perpetuas. Cine clásico.
Los hoteles de Towles. El Beverly Hills de Los Ángeles, como el Metropol de Un caballero en Moscú. Instala a los personajes en esos alojamientos de laberintos comunicados. Donde manan relaciones que canalizarán o desbordarán vidas. Una huésped de ese hotel, Olivia de Havilland, a punto de transformarse en Melanie, de Lo que el viento se llevó. A sus veintitrés años, los estudios que la han contratado quieren evitar cualquier descuido o inconveniencia de su actriz. Controlan sus pasos como si fuera una criatura sin criterio. La imagen irreprochable generará dólares. El extravío derivará en escándalo y descuadrará las cuentas de la industria de la ficción y la apariencia. La herida de Eve persiste, pero ya no es vulnerable. “No debía mirar atrás”. Decide proteger a Olivia. “Las mejores alianzas suelen forjarlas los aliados más improbables”. Más aún cuando el argumento funde a negro. Las fotografías de ochenta actrices, “una antología sobrecogedora” de una intimidad robada. La corrupción. El chantaje de la imagen fija para abatir el imperio de los veinticuatro fotogramas por segundo. El duelo de siete personajes para que los negativos de una traición no enmudezcan los créditos de las artistas.
La “superioridad moral” empareja el desequilibrio. El de un banquero de inversión, joven de éxito, y un anciano fervoroso de su esposa ausente. Su nexo, la música culta. Coinciden en el Carneggie Hall. El financiero se inviste de rectitud leguleya, sospecha que su vecino de butaca, un jubilado, graba los conciertos con un método subrepticio. Un tramposo. El traficante del relato. La verdad dirimirá quién es más intachable. El triunfador recibe “una lección de humildad, el destino le había puesto cara a cara con los abnegados, los comprometidos, los apasionados”. La sinfonía del dolor real silencia la abundancia de los números.
La suspicacia, la mera conjetura, embarranca los vínculos tendentes a cero. Más cuando una persona ya ha probado el veneno infiel. Una mujer, Peggy, entrevé la repetición de la falsedad cuando su segundo marido no reitera sus rutinas. Cómo sobrevivir a la duda, según Towles: I Will Survive. “Se sentía engañada. No sólo por lo que respecta a la infidelidad de su marido. Se sentía engañada por las promesas implícitas de su juventud”. Quiere descubrir qué pasa, aunque luego la atenaza el vértigo, prefiere no saber. Pero la búsqueda de la certeza ya no se detiene. Ignorar no siempre encarcela. Sí ciega el faro que ilumina, pero deslumbra y desboca hasta el estruendo contra los riscos.
Hasta luego -en español- o coincidir una noche de viento y nieve en el aeropuerto neoyorkino de La Guardia. Imposible despegar. Los pasajeros de todos los vuelos, obligados a pasar la noche en un hotel. Contratiempo que enlaza imprevistos y fragua relaciones inopinadas. A Jerry, que “diseña campañas a candidatos políticos”, le hechiza el discurso de Smitty. Al principio, la palabra. Luego, descubrirá la simpatía falaz del alcohol. “Hay una cosa en la que todos (los borrachos) se convierten: en mentirosos. No se salva ninguno”. Es mentira que nunca mienten, que, enquistados en la barra, siempre sermonean verdades. La ebriedad embustera engarzará a los dos hombres atorados. Esclavos de una vigilia casual. Sin adiós.
Conjugar el futuro imperfecto cuando los caminos se bifurcan en senderos y veredas. Multiplican las opciones, desorientan la ruta hacia la meta intuida: La balada de Timothy Touchett. Desea alcanzar la fama como escritor, oficio que requiere “la resistencia de un herrero”. “Es muy difícil que un joven vea de dónde viene y mucho menos adónde va”. Menos todavía cuando sucumbe al señuelo del dinero inminente y aplaca el sueño presunto: tener “una experiencia” propia que nutra un argumento. Timothy utilizará su pluma para falsificar firmas de autores consagrados: Elliot, Hemingway, Tolstoi… Todos fallecidos, menos Paul Auster, aún vivo y clave en este cuento. Ediciones singulares de historias ajenas. Cómplice necesario, un librero estafador que le embauca. Trabados en el desnorte.
La justicia distributiva extrema. El fragmento de DiDomenico se adentra en los claroscuros del mercado del arte. El bisabuelo del narrador segmenta una Anunciación de este pintor renacentista en cuatro subcuadros: la virgen, el arcángel, un interior y un paisaje. Cada heredero recibe una porción. Las siguientes generaciones persisten en el troceo. “Nos comprometimos tácitamente a proteger el idealismo de la familia y nuestras respectivas reputaciones mediante la discreción mutua”. Una integridad endeble. “La nueva generación de millonarios con gorra de béisbol” especula con la belleza, puja por la obra íntegra. Oro y pintura, en el mismo marco.
Morir por ninguna muerte
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Lejos de Nueva York, en el Moscú donde el comunismo aprende a andar. Un matrimonio campesino, Pushkin e Irina, emigrantes interiores. La mujer, bolchevique, asciende en la fábrica y en el sistema. El hombre, desterrado de sus surcos, sin trabajo y con tiempo de sobra. Dedicará sus días a las colas del racionamiento. “En aquellos años si había algo que valiese la pena tener, valía la pena hacer cola para conseguirlo”. Obtendrá rédito por guardar el turno por otros. Incluso por enclavados en las élites del régimen. Así consigue un “espléndido piso” y, sin procurarlo, un visado casi utópico para Nueva York. Desembarcan en el otoño de 1929, cuando implosiona Wall Street. El invierno bursátil arranca la Gran Depresión del capitalismo. Enfilar las colas del hambre…
…en Mesa para dos. Amor Towles saca dos sillas a la fresca de sus narraciones. Sienta lo diferente a conversar, a convivir siquiera unos instantes. Híbridos que comparten espacio. Se complementan a ratos, porque deploran lo permanente. “Lo que me fastidia es el para siempre”. Pule sus personajes. Sutiles, les otorga una fragilidad engañosa. La subsistencia de los sin par.
* Prudencio Medel es periodista.