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El rincón de los lectores

Aquellas viejas novelas del Oeste

Portada de una novela del Oeste de Silver Kane, seudónimo de Francisco González Ledesma.

Alfons Cervera

Varias novelas "de a duro" publicadas en los años sesenta. / AC

 

Para George H. White, a quien conocí cuando yo tenía doce años y él escribía novelas de ciencia-ficción casi mejor que las de Asimov o Philip K. Dick.George H. WhiteAsimov Philip K. Dick

Y para Jordi Canal, que en la Biblioteca La Bòbila de L’Hospitalet de Llobregat tiene montones de estanterías llenas de las viejas novelitas del Oeste, del FBI, de terror o del servicio secreto.Jordi Canal

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Se dice que somos lo que leemos. Una frase hecha. Como tantas otras. A mí se me ocurre una réplica. O su complemento. Somos lo que leímos cuando no sabíamos quiénes eran Flaubert, Virginia Woolf o William Faulkner. Hay mucha gente que nace —nació— en una casa llena de libros. Vaya suerte. Otra gente no supimos quién era Dostoievski hasta muy tarde. Pero mientras llegábamos al hachazo que Raskolnikov descarga sobre la vieja usurera nos habíamos zampado mil novelas de Silver Kane, George H. White, Edward Goodman o Marcial Lafuente Estefanía. Y de muchos más como ellos. Muchas casas sin libros. Solo el autobús de la tarde que traía al pueblo un día a la semana las novelitas del Oeste, del FBI, del servicio secreto o, para las chicas (entonces era entonces), Carlos de Santander y Corín Tellado. Ahí aprendimos a leer cuando en el cine pasaban los fines de semana Veracruz, Pánico en las calles o La leona de Castilla. Claro que eran otros tiempos. Y otras casas. Y otra manera de vivir una vida que más que vida era una mierda en la literatura y en todo.

Las llamaban novelas de quiosco o “de a duro” (es lo que costaban en moneda de la época). La historia de la literatura las considera (si alguna vez lo hace) sencilla y despectivamente subliteratura. O menos que eso. Literatura popular, la llaman. Casi siempre en sentido peyorativo. Lo popular, a los leones. Nunca dejé de leer esa literatura. La casa de Gestalgar —mi pequeño pueblo de la Serranía valenciana, donde nací y donde vivo alejado de ese ruido gremial que montan a lo boy scout los de la fanfarria literaria— está llena de esas historias escritas a más velocidad que la que coge Rajoy para llegar a los platós del plasma. He tenido la inmensa fortuna de conocer a muchos de aquellos autores. Lo he contado alguna vez en otros sitios. Una anécdota inolvidable. Una tarde presentaba yo en la librería Negra y Criminal de Barcelona una novela policial que acababa de ganar un premio. Creo que era del escritor argentino Raúl Argemí. Empecé haciendo un encendido elogio de esos pequeños libros que nos ayudaron a amar la literatura más que a dios mismo. Y dije que, si amaba las novelas de Francisco González Ledesma, más admiraba a ese autor desde que supe que con el seudónimo de Silver Kane escribía las novelitas que alimentaron desde que era un crío mi afición por la lectura. Cuando acabó la presentación, se me acercó un señor de pinta entrañable y con toda la amabilidad del mundo me dijo: “Gracias por lo que has dicho, me llamo Silver Kane”. Un día, mucho después de aquella tarde barcelonesa en la casa de mis amigos Paco Camarasa y Montse Clavé, me dedicaría el inventor del policía Méndez dos de aquellas novelas del Oeste. En una de ellas escribió: “Alfons, aquí está mi juventud perdida”. Y en la otra: “Con cariño, Alfons, te dedico esta novela del tiempo de las ilusiones”. No sé dónde van a parar la juventud y las ilusiones de la gente con el paso de los años, pero La otra cara de la ley y Yo soy el verdugo siguen ocupando el lugar principal en las estanterías —ahora sí— llenas de libros en el estudio con vistas al río y las montañas, que fue el lugar por donde los conejos y las gallinas campaban a sus anchas cuando vivían mis abuelos.

Allá donde voy nunca faltan en la maleta varios ejemplares de esas novelas. Manoseados. Casi descuartizados algunos. Pegados con cola los lomos para que no vuelen las páginas por los pasillos del tren cuando el vagón da uno de esos bandazos que dejan en ridículo las turbulencias del avión cuando está llegando a las nubes tóxicas de México DF (por cierto, ése fue mi último vuelo, en 1998: desde entonces no he vuelto a coger un avión ni atiborrado de Valium o gintonics). Y siempre que leo esa subliteratura no puedo evitar acordarme de quienes la escribían. Esos nombres anglosajones que sustituían a los suyos de verdad. Lo que decían los editores: ¿cómo vamos a vender una novela de ciencia-ficción si te llamas Pascual Enguídanos? ¿O del Oeste si tu nombre es Eduardo de Guzmán y encima eres anarquista? ¿O de policías americanos o terror si en tu carné de identidad pone Juan Gallardo? Pues eso: se cambiaban el nombre por el de George H. White, Edward Goodman (también a veces usaba el de Eddie Thorny y algunos más) y Curtis Garland o Donald Curtis. El otro motivo para echar mano de los seudónimos —como apuntaba antes sobre Eduardo de Guzmán— era político. La mayoría de esos autores (también había mujeres que adoptaban nombres masculinos, como Vic Logan, que se llamaba en realidad Victoria Rodoreda) eran republicanos que habían sido represaliados por el franquismo. No hace mucho me lo contaba Rubén, el nieto de Alf Regaldie (en la vida real, Alfonso Arizmendi Regaldie): sus primeras novelas las sacaba su hija Consuelo de la cárcel donde cumplía condena de varios años después de la victoria fascista en 1939. Y una nota al margen: dicen los sabios del canon literario que esa literatura era mala. No saben lo que dicen. Había mala y la había buena, casi excelente. Como ahora mismo. ¿Quieren que les ponga aquí una larga serie de escritores actuales importantes —hablo de escritores famosos, respetados por los del canon y casi a sueldo de algunos Institutos Cervantes— que no saben juntar dos frases sin que quienes las leemos nos llenemos de vergüenza ajena? Mejor los dejo para otra ocasión, pero seguro que algunos de esos nombres tienen ustedes en la cabeza. Decía, pues, que había buena y mala literatura popular. Añadan, por ejemplo, los nombres de Peter Debry (Pedro Víctor Debrigode), Keith Luger (Miguel Oliveros), A. Rolcest (Arsenio Olcina, anarquista alcoyano) y bastantes otros que alargarían demasiado estas líneas. No es por justificar la escasa calidad de muchas de aquellas novelas, pero es interesante que conozcan ustedes un detalle: esos autores escribían dos o tres novelas a la semana. Había que vivir. Y vivir era para ellos sólo una cosa: la escritura.

Poco a poco fuimos sabiendo que había otras literaturas. Que existían Tolstoi y Sthendal, Emily Dickinson y las hermanas Brontë, Pío Baroja y Valle Inclán, Galdós y Antonio Machado, que a veces también se llamaba Juan de Mairena. Pero eso sería mucho después, cuando ya muy tarde empezábamos a salir del pueblo a otros pueblos más grandes y a buscar en el mercado de los jueves otras novelas de más “envergadura”. Impagable el recuerdo que guardo, con mi amigo Vicent Adrià, de un descubrimiento inenarrable. Aquel jueves de nuestros quince años, en el mercado de Llíria, cuando encontramos una novela con una bella muchacha que en la cubierta se ahogaba en aguas submarinas. Era de la editorial Bruguera en su colección Marabú Suspense. No sé si la compramos por el título o por la chica en bikini de la portada. Seguro que no por la autora, cuyo nombre nos sonaba a chino. El título: Aguas profundas. Muchos años después la misma editorial la reeditaría con otro título y nueva traducción: Mar de fondo. Lo mismo que haría, ya en los años noventa del pasado siglo, la editorial Anagrama. Lo que no cambió nunca, aunque yo me diera cuenta a destiempo, fue el nombre de la autora que nos sonaba a chino: Patricia Highsmith. Aún guardo como un tesoro de clave indescifrable aquel viejo ejemplar de la adolescencia, deshojado, con su cubierta de siempre en que las profundidades marinas —tal vez lo mismo que el bikini de Melinda, la protagonista— ya se han descolorido. Entre tanto descubrimiento primerizo tengo en la memoria, imborrable, a Juan Marsé. Siempre veía en las solapas de los libros que casi todos sus autores habían estudiado Filosofía y Letras. Llegué a pensar que para ser escritor había que ir antes a la universidad y licenciarse en Filosofía y Letras. Hasta que un amigo me prestó una novela cuyo título era muy atractivo: Últimas tardes con Teresa. Pero lo que me llamó la atención de verdad fue que en la biografía de la solapa no ponía nada de Filosofía y Letras sino que de crío ya había empezado el autor a trabajar en un taller de joyería. No sé si son esos orígenes de clase que nos juntan (como recordaba no hace mucho mi querido Santos Sanz Villanueva en Cuadernos Hispanoamericanos) los que han convertido a Marsé —aparte su excelencia literaria— en uno de los escritores que más quiero y sin cuyas novelas la vida se me haría más difícil y sobre todo menos comprensible.

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O sea, que sí, que poco a poco íbamos sabiendo que había otros libros que sí que contaban para la historia de la literatura. Aún llegué a tiempo de leer esos libros, de conocer al dedillo los nombres de quienes los escribieron o los seguían escribiendo. Pero nunca he dejado de leer aquellas novelitas de autores falsamente extranjeros que me enseñaron a amar la literatura más que los grandes nombres que vendrían después, mucho después, cuando alcanzamos a saber que para alguna gente la vida y la literatura eran —habían sido en los tiempos difíciles de la oscuridad franquista— una misma historia.

*Alfons Cervera es escritor y periodista. Su último libro, Alfons CerveraYo no voy a olvidar porque otros quieran (Montesinos, 2017)

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